miércoles, 27 de junio de 2012

Escuelas y pobreza. Entre el desasosiego y la obstinación. Bs. As. Paidós 2004


Federación de Educadores Bonaerenses
D.F.Sarmiento
Área de Apoyo Documental – Comisión de Educación e-mail: documentacion@feb.org.ar
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REDONDO,P. Escuelas y pobreza. Entre el desasosiego y la
obstinación. Bs. As. Paidós 2004

Ficha bibliográfica.
La investigación que da origen a este libro fue realizada por la autora en la escuela
de una villa de emergencia en el segundo cinturón urbano que rodea la ciudad de
Buenos Aires. El trabajo de campo se extendió durante varios meses y la indagación
abarcó observaciones y entrevistas tanto individuales como grupales. Se observaron
momentos de clases, entrada y salida de la escuela, de recreos en los patios y en las
aulas, de comedor, actos escolares, jornadas de reflexión institucional. También se
efectuaron entrevistas a maestras y maestros, alumnos y alumnas de diferentes edades y
a grupos familaires.
ENTRE EL DESASOSIEGO Y LA OBSTINACIÓN : SER
DOCENTE EN LOS TERRITORIOS DE LA POBREZA
MAESTROS, ESCUELAS Y POBREZA
Las escuelas abren sus puertas y la pobreza penetra. Ocupa los espacios materiales
y simbólicos de múltiples maneras y formas: por un lado, la privación material más
absoluta, expresada en la ausencia de lo mínimo para sostener cualquier acto de enseñar
y de aprender; por el otro, en el terreno simbólico, cuando todo lo que acontece parece
quedar determinado por ella como frontera social.
En éste capitulo la autora se propone de modo exploratorio, analizar y
comprender qué significa, para los propios maestros y maestras, frente a la actual
situación educativa en la Argentina, ser docente en los territorios urbanos de la pobreza.
De esta visión, busca poner en discusión aquellas concepciones binarias que los
ubican en posiciones fijas y excluyentes entre sí; por ejemplo, el maestro que asiste o el
que enseña.
Ser docente en estas escuelas incluye múltiples posiciones que, configuran
identidades docentes caracterizadas por su complejidad.
En lugar de reducir la problemática de educar a la asistencia o a la enseñanza, es
preciso sostener que ni una ni otra se producen como prácticas aisladas, cerradas en sí
mismas excluyentes entre sí.
Partir de una concepción en la cual la asistencia y la enseñanza son los polos
opuestos de una relación, expresa tanto un modo de comprender qué es asistir como
comprender qué es enseñar.
Una visión dicotómica de esta temática opaca, por un lado, las representaciones
y autoimágenes de los docentes sobre su oficio y, por el otro, el vínculo con el Estado y
con la comunidad.
Se da por “obvio” que el maestro ha sido formado para transmitir un bagaje
cultural, y que sabrá como hacerlo de modo que el alumno aprenda. Sin embargo, este
presupuesto implícito se ve obturado cuando el docente debe trabajar en una situación
de extrema pobreza y teniendo que llevar adelante prácticas asistenciales.
Si los docentes naturalizan el hecho de que en la escuela donde trabajan la tarea
principal es “dar de comer”, “repartir algunos útiles”, “sostener el ropero escolar”,
encontrarán que no hay cabida para lo que fueron formados. Entonces se produce un
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corrimiento, se establece distancia, una pérdida del sentido del trabajo docente respecto
del propio oficio de enseñar.
A la escuela el Estado no llega. El docente puede quedar impregnado por una
fuerte sensación de impotencia y pensar que con poco que enseñe para estos niños es
mucho. O bien indignarse, comprender los procesos sociales y económicos que
producen esta situación y abrir un espacio de resistencia inscripto en un “lenguaje de la
posibilidad”
“Resistir” es, sostener y adherir a una secuencia de conflictos de escuelas que
reclaman la atención del Estado, un Estado que, ha dejado de solventar lo mínimo para
que la escuela funcione. También es resistir al abismo de un deterioro en el cual enseñar
pierde todo sentido frente a la urgencia de un plato de comida.
La centralidad de la problemática de la asistencialidad en la escuela no se refiere
sólo a la situación de pobreza de las familias y los niños, sino al modo como los Estados
nacional, provincial y municipal gestionan las políticas sociales, y a las representaciones
de los propios docentes sobre el lugar donde cada día van a enseñar. Se cristaliza la
imagen de una escuela como un lugar en el que sólo se reparte lo que hay, la escuela
pierde su rumbo y direccionalidad en términos pedagógicos y políticos.
Cuando la conciencia de los problemas se ancla en posiciones más criticas por
parte de los docentes, padres, organizaciones intermedias, no se alivia a la institución de
tener que hacerse cargo de aquello que el modelo económico produce pero la
asistencialidad es ubicada en otro lugar. El malestar se reduce y el poder ocupar,
recuperar o construir su propia imagen como una institución educativa organizada
alrededor del enseñar, hace que su campo de posibilidades de intervención se amplíe.
Asistir en las escuelas no se restringe únicamente a lo que se brinda para cubrir
las necesidades de una población infantil “carenciada”, sino que expresa una relación
con el Estado, la sociedad civil, la pobreza y la constitución de la identidad de la escuela
y los docentes que trabajan en ella.
DE LAS “ESCUELAS POBRES” A LAS “ESCUELAS EN LOS MARGENES”
En la Argentina de principios de siglo, la educación cumplía con un mandato
homogeneizador y civilizatorio que en las “escuelas pobres” legitimaba la inclusión.
La escuela laica y estatal significó una forma de poder controlar a los
inmigrantes. El aparato escolarizado debía formar al ciudadano para instruirlo
públicamente. El vinculo pedagógico que sostenía esta concepción ubicaba al educador
como “portador de una cultura que debía imponer a un sujeto negado, socialmente
inepto e ideológicamente peligroso”. Quienes accedían a la escuela, ella aseguraba la
integración desde un lugar de autoridad inapelable que borraba las diferencias
culturales, negándolas y excluyéndolas. Este borramiento se anclaba en la reproducción
de un universo simbólico que incluía preceptos morales vinculados al “ser limpio” y
“ser moralmente aceptado”. La salud, la higiene, la dignidad social, la simpatía y
rectitud moral quedaban trenzadas en el discurso pedagógico de la época.
No sólo ha transcurrido casi un siglo; de aquellas “escuelas pobres” a las
actuales -nombradas como “urbano-marginales” o de “alto riesgo- ha cambiado el
propio sentido y papel asignado a la escuela en relación directa con las transformaciones
del lugar simbólico que ocupó la pobreza en las primeras décadas del siglo XX y el que
ocupan la pobreza, la marginalidad y la exclusión en la actualidad.
En el primer caso, “las clases dominadas tendrán que sufrir e intentar adecuarse
a las definiciones que del cuerpo y sus usos diseñan para ellos los grupos dominantes”
(Varela, 1983: 285) a través de la construcción de dispositivos didácticos cuya finalidad
es que las clases populares no puedan ser autonomás en tanto culturas de grupo, ni
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posean otra imagen de su cuerpo que aquellas que moralistas, humanistas y estadistas
les imponen.
En el segundo, la corporalidad esta marcada por viejas y nuevas exclusiones. Sin
embargo, es el propio espacio escolar el que queda despojado de todo sentido simbólico,
de toda eficacia incluyente, significando de este modo una extensión más de la
territorialización de la pobreza.
La corporalidad de estos niños y niñas marca no sólo su situación social sino
también la ausencia de distinción entre lo que sucede dentro y lo que sucede fuera de la
escuela. En el análisis de este punto podemos encontrar un elemento para el análisis
sobre las realidades actuales de las escuelas en contextos de pobreza que permiten
comprender qué se repite y qué se diferencia en este pasaje de “escuelas pobres” a
“escuelas en los márgenes”, de practicas similares a sentidos distintos y hasta opuestos,
traccionados en un caso por la inclusión y el disciplinamiento, y en el otro, por la
exclusión social y el disciplinamamiento.
En estos momentos, la escuela se tensiona entre este mandato histórico moderno
y una realidad social de desprotección, desigualdad y exclusión para cada vez más
grandes franjas de población, poniendo en crisis los sentidos del para qué educar.
En esta tensión entre un proyecto que todavía subyace y significa a la escuela
como el espacio privilegiado para la movilidad y el ascenso social y la cotidianeidad
que satura la experiencia escolar de procesos de diferenciación y marginación, se
conforma una trama en que la educación y la pobreza se anudan y articulan de modo
particular y, junto con ello, se entremezclan en el discurso docente una diversidad y
heterogeneidad de posiciones: moralizantes, discriminadoras y autoritarias; misionales y
trascendentes; desprovistas de todo significado o cargadas de sentido pedagógico;
militantes de transformaciones a futuro; tecnocráticas, etcétera.
ENTRE “ EL ENSEÑAR” Y “ EL DAR AMOR”
Una de las instancias donde fue posible indagar acerca de los significados de ser
maestros en contextos de pobreza fue en el propio discurso de los docentes. Las
entrevistas en profundidad nos aproximan a un mundo de representaciones sobre su
lugar y su función.
Sin aspirar a construir una tipología de los maestros y maestras que trabajan en
las escuelas en contextos de pobreza, es posible distinguir tres posiciones entre los
docentes investigados. En primer lugar, se encuentran aquellos que se refieren a las
carencias de sus alumnos y consideran que lo más importante para compensarlas es
brindarle afecto, buen trato, buenos hábitos y conductas. En segundo lugar, están
aquellos que miran con indiferencia lo que sucede en la escuela y en el barrio sin
mostrar ningún tipo de compromiso afectivo y/o laboral. Por último, están quienes
reconocen la situación de sus alumnos y alumnas como producto de una sociedad
desigual e injusta y nombran “la condición marginal” de sus familias desde la
convicción de la necesidad de producir una reparación. En esa dirección, estos docentes
creen y privilegian la importancia del Enseñar y brindar lo necesario para que sus
alumnos puedan defenderse en la vida y, de esa manera, tener la oportunidad de salir de
su condición de pobreza.
Unos y otros incluyen términos diferentes al hablar de la escuela y hacer
referencia a su hogar como docentes. Los primeros apelan, al amor, la bondad, la
caridad, el ejemplo, la solidaridad; los segundos no incluyen en su discurso significantes
cargados de significados articuladores y potenciadores de una práctica transformadora,
y los terceros enfatizan el reconocimiento de la dignidad, la igualdad y los derechos.
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Enunciados pastorales y sentidos utópicos dispersos
La configuración de la identidad docente se ancla en el vinculo con los alumnos
nombrados como “carentes”, con muchas necesidades sin satisfacer y ello da sentido y
significado a su presencia en la escuela. Se produce una doble relación: por una parte, la
necesidad del otro motiva y sostiene la decisión de los docentes de trabajar allí,
estableciendo un vínculo en el cual se posicionan en un “dar” al otro; al mismo tiempo,
este acto de donación, retorna dando identidad al propio trabajo docente.
Ya en las primeras disposiciones medievales en el siglo XII, en la Baja Edad
Media “los pobres” eran vistos como necesitados y objeto de “un despertar caritativo”.
Tanto los preceptos caritativos de conmiseración por el otro como las
concepciones, que reprueban moralmente los ambientes pobres definen escenas
fundacionales de las relaciones sociales con la miseria y la pobreza. En este sentido, su
conocimiento nos permite en la actualidad hallar ciertas analogías con actitudes
sociales, en particular en el discurso docente, donde reaparece el lugar degradante
asignado a la pobreza y la miseria.
Dar, brindar, sostener este acto de donación puede quedar muchas veces
restringido al afecto y al amor, en la medida en que allí adquiera nueva vigencia aquel
fuerte supuesto acerca de que en las familias pobres no hay lazos afectivos que
contengan a sus miembros. Tanto la maestra, no solo representa y pone en acto la
función materna sino que los significados sobre ser docente en escuelas en contextos de
pobreza se vertebran alrededor de esa función: “reemplazar” aquello que falta,
“compensar ” la ausencia de afecto del hogar, en definitiva “suplir” el lugar de la
familia ausente. Su identidad docente se reconfigura a partir de completar lo que
concibe y valora como faltante en el “otro”.
Develar matices en este acto de dar requiere distinguir en su interior posiciones
diferentes. De un lado, están aquellos docentes que organizan su trabajo alrededor del
“dar amor” o del “dar hábitos de higiene y conducta”, negando todo lugar a los grupos
familiares. Por otro lado, están los que reconocen la difícil situación en la que viven los
niños y niñas y comprenden la situación de sus familias. En algunos casos, en este
último planteo se desliza una visón descalificadora del lugar otorgado a las familias
respecto de la crianza de sus hijos, a pesar de que investigaciones sobre la vida de
grupos populares permiten comprender que los adultos, las mujeres en particular, reglan
sus actividades en función de los niños.
Investigaciones realizadas en los últimos años por antropólogos en distritos del
conurbano bonaerense demuestran la perdida de la soberanía alimentaria de los grupos
populares y junto con ello, la ausencia del momento de las comidas en familia.
Comedores escolares, parroquiales, ollas populares son algunos de los espacios donde
se intenta paliar la alimentación del grupo familiar.
Es importante señalar que los modos en que las escuelas resuelven la atención
alimentaria informan más sobre el lugar que se le otorga al “otro” - en términos de un
sujeto asistido o un sujeto de derecho - que sobre la alimentación en si misma, si bien la
cantidad, calidad y variedad de los alimentos que reciben los alumnos también se dirime
en el plano de la asistencia o de los derechos.
Que coman en la escuela termina por convertirse en un argumento más de
estigmatización.
Por momentos, los docentes quedan atravesados, por lo que les pasa a sus
alumnos, sus grupos familiares y/o lo que sucede en el barrio; en otros casos, se ubican
en un lugar ajeno y distante de la realidad social y por fuera de toda responsabilidad en
lo que atañe a la escolaridad de los niños, es decir, de sus alumnos. Al aumentar las
situaciones de violencia interpersonal institucionales y barriales se sienten amenazados.
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En la respuesta a lo amenazante se constata cierto borramiento o al menos una dificultad
para posicionarse en la relación pedagógica, necesariamente asimétrica.
Un “dar” desinteresado, se presenta despojado de todo poder de transformación
cuando se envuelve en sí mismo en una relación de poder asimétrica que se torna
benevolente y autoritaria, productora de subjetividades.
De este nodo, se construye y refuerza una visión estigmatizante sobre los
alumnos y alumnos, las familias y la comunidad con la cual trabajan, visión que
corresponde a una lógica dominante y hegemónica que responsabiliza a las familias por
el fracaso escolar de sus hijos, más que a una verdadera comprensión de los afectos de
la situación de pobreza extrema de los grupos populares. Se desplazan, así, los sentidos
de ser maestros hacia la imposibilidad de serlo, argumentando que ello se debe a la
obligación moral de ocupar posiciones y funciones que les competen a las familias. Esta
valoración negativa fija posiciones políticas y pedagógicas que conforman un hacer, una
practica mediada y configurada por dichas concepciones. Se ausenta el sentido de
educar al mismo tiempo que se desdibuja la responsabilidad del Estado para garantizar
la educación como un derecho. En el otro extremo de este abanico de posiciones,
trascender en el se traduce en brindarle aquello necesario para que se defienda en la
vida, para que ejerza sus derechos y se convierta en un sujeto de derecho y, desde allí,
pueda transformar su condición de marginalidad.
Hay maestros que se sitúan en una perspectiva más critica políticamente
hablando (entendemos la política en estrecha relación con el principio de igualdad), que
no culpabiliza a los sujetos por su condición, sino que describe la situación social en la
que se halla los grupos familiares como producto de la desigualdad social. Esta
argumentación ubica en el centro del discurso un tipo de comprensión más política, que
explica e incluye las causas de dicha situación. Si bien esta posición se cohesiona con el
objetivo de transformar la realidad educativa de la escuela.
La escuela tiene que ser escuela
Pensar una escuela sin rasgos asistencialistas para que “la escuela sea una
escuela” significa la articulación de estrategias y tácticas que pusiesen en movimiento la
institución, un movimiento incluyente del “otro”, de alumnos, grupos familiares,
organizaciones intermedias del barrio, y, al mismo tiempo, movimiento democratizador
de las practicas tanto institucionales como pedagógicas.
En la dirección de transformar la escuela se modificaron radicalmente las
practicas que en su materialidad expresaban relaciones de poder y dominación sobre el
otro.
Es importante volver a destacar como se traducen las concepciones de la pobreza
en las practicas escolares: están aquellas vinculadas a una pobreza digna y otras que, se
asocian a una pobreza indigna, a los sujetos de la pobreza como merecedores o no de la
caridad, la beneficencia y, en este caso, de un trato digno. Ese “otro” se merece un trato
digno, humano y humanizante. Entonces surge la construcción de significados alrededor
de “ lo humano “ en oposición a “lo inhumano “.
Pero abordar la problemática de la educación y la pobreza requiere construir una
mirada superadora de esta relación dicotómica y binaria. Situar, nombrar la condición
humana es hablar del hombre, de aquel que esta sufriendo pero que sabe que aun así
puede estar de pie.
La materialidad pedagógica del trabajo docente
La “materialidad pedagógica” da cuenta de una condición de posibilidad para
desenvolver el acto pedagógico, acto que, si bien obviamente sitúa la necesidad de los
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materiales necesarios para enseñar y aprender, también incluye un entrelazamiento de
los subjetivo y lo objetivo.
Las condiciones materiales en que se desenvuelve el trabajo cotidiano de la
escuela representa un obstáculo permanente que insume mucha energía institucional
para solucionarlo.
“Utopias ya no tengo, sólo sueños...”
Desde la investigación, a diferencia de los enunciados pastorales hallamos un
discursos enunciados como restos, vestigios de sentidos utópicos que surcaron los
setenta y que en las décadas posteriores a la dictadura se caracterizan por su dispersión.
“El régimen militar fragmento las identidades sociales y policitas y culmino dejando
una escena de debilidad y fragmentación (no ausencia) de las identidades políticas
previas. Esta situación influenció las identidades pedagógicas y el sistema perdió su
apariencia de conjunto y se fragmentó ”.
La articulación del presente con el futuro es uno de los rasgos que asume este
discurso, nombrar el futuro significa un esfuerzo por dar sentido a la tarea docente en el
presente; es allí, en un u-topos imaginario, en otras coordenadas temporales y espaciales
que los esfuerzos de cada día y el compromiso cotidiano cobran significado, operando
por momentos como contrapeso y alivio frente a tanto dolor y adversidad.
La utopía es nombrada, pero no como totalidad sino como fragmento, no desde
un sujeto de enunciación colectivo sino individual. Ello no se configura y organiza ya
como un discurso utópico único y monolítico, aunque se encuentran restos de sentidos
utópicos dispersos. Si bien ninguno de los maestros entrevistados nombran un proyecto
utópico, del cual se sientan parte, sostiene que si tienen sueños o utopías personales.
Uno de los elementos que profundiza la crisis de la escuela, en particular en
contextos de profunda pauperización, es la ausencia de una mirada histórica, una
inscripción en una línea de tiempo que les permita comprender a los maestros, a los
niños y niñas y a los padres tanto las causas por las cuales la escuela enfrenta su actual
crisis como las cuestiones que, en términos de una prospectiva educativa, están en
juego. Esta significativa ausencia en el discurso de muchos docentes de una dimensión
sociohistórica que sitúe al educar reponiendo el sentido político de la educación genera
en muchos casos fatiga, por la intensificación del trabajo y el acelerado empeoramiento
de la situación social de las familias de sus alumnos y alumnas así como la de los
propios familiares.
ENTRE EL DESASOSIEGO Y LA OBSTINACIÓN
Diariamente, las escuelas a lo largo del país ofrecen servicio alimentario, de
comedor, de copa de leche, etcétera. Estas escenas son prácticas asistenciales incluidas
en el cotidiano escolar que se ven hoy afectadas, tanto por el aumento creciente de las
necesidades alimentarias básicas de los alumnos, como la declinación e insuficiencia de
los recursos estatales necesarios para atenderlas.
En la escuela, los modos en que dicha tarea es resuelta parecen quedar limitados
al plano organizativo de la institución, tornando opaco aquello que sitúa a la escuela en
el lugar y el limite del “dar” y en una de las pocas instituciones del Estado donde
“recibir”. Esta apremiante necesidad de dar respuestas frente a la dramática dimensión
que han adquirido los procesos de pauperización instala a la escuela en una situación en
la que aquello que provee, en la mayoría de los casos ya no representa un paliativo, sino
que se constituye en lo único. ¿Qué implica para la escuela y los docentes que lo que se
reparte a veces no alcanza?, ¿qué sucede cuando hay que arreglarse “con lo que haiga?”
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La escuela puede quedar inscripta en la tensión de dar aquello que no tiene
disponible para dar. Esto habilita en muchos casos la urgencia de buscar los recursos
para resolverlo.
La desolación, el desasosiego se instala, a riesgo de fijarse en los colectivos
docentes en términos fatalmente determinados y sin que ello posibilite que se agriete el
espacio institucional para problematizar y poner en tensión las posibilidades concretas y
reales de los sujetos, potenciando su capacidad para “alterar lo dado”, repensando el
quehacer y los modos de enfrentar la realidad social.
La clave que permite comprender este proceso se define por la posibilidad de
construcción de un discurso con capacidad de articulación y de activación de algo
diferente de lo que se presenta saturado por “lo real”. ¿En qué consiste esa diferencia?.
Un elemento que colabora en la construcción de esta diferencia es la configuración de
un colectivo que otorga direccionalidad a su accionar hacia objetivos comunes,
implícitos y/o explícitos, y que hace posible que exista un territorio imaginario que
opere desterritorializando la pobreza, que la escuela demarque un espacio de otro orden
y que su delimitación no se construya sobre la base de la exclusión del otro sino que se
conforme desde un cambio de posición asignado al “otro”.
Cabe preguntarnos si es posible la reconstrucción de una escuela pensada a partir
del principio de igualdad. Dada la gravedad de la situación social por efectos de la crisis
económica y política, se multiplican las voces que plantean la necesidad de maestros
formados para trabajar en contextos de pobreza. El problema central no es una
formación para “pobres” sino, una formación que desplace estas visiones y
concepciones deterministas de la pobreza en el terreno de la educación. La modificación
de las practicas pedagógicas pasa por la construcción de conocimiento que permitan
modificar las concepciones con las cuales los docentes enfrentan los problemas
pedagógicos y las maneras en que los explican.
INFANCIAS, ESCUELAS Y POBREZA
En este capitulo la mirada se dirigirá a los niños, niñas y adolescentes que
habitan en la villa La Sarita, el lugar donde se localiza la escuela investigada. y que,
desde esa territorialidad de pobreza urbana, transitan su escolaridad y, en ocasiones, su
único tiempo de infancia en la escuela. La autora se propone investigar y conocer las
historias de vida de alumnos y alumnas de la escuela. Entrar en diálogo con sus vidas
cotidianas le permitió indagar el entrelazamiento de sus representaciones imaginarias
sobre el futuro con los significados que le otorgan a la escuela en el presente.
RETAZADOS DE INFANCIA EN VILLA LA SARITA
Al indagar en la escuela de villa La Sarita se puede corroborar cómo de
múltiples maneras, en ese espacio escolar niños y niñas hallaban “un tiempo de
infancia” perdido fuera de allí. Pérdida provocada tanto por los afectos de las crisis
social y económica que afecta a sus grupos familiares, como de la desprotección, el
abandono y la pérdida de sus derechos en las ultimas décadas.
La asistencia a la escuela, aunque muchas veces discontinua, más que mostrar la
pérdida de sentido de la escuela para la infancia de villa La Sarita evidencia una
importante significación en las historias de vidas relevadas, asociadas a una búsqueda
de un espacio y un tiempo que los inscriba como niños en una cadena de generaciones.
No siempre los docentes pueden “leer ” la potencialidad de esta búsqueda; la mayoría de
las veces quedan prendados a concepciones sobre la pobreza más ligadas a la
culpabilización de los sujetos que, configuradas con restos de tradiciones de varios
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siglos de antigüedad, modelan y organizan la mirada sobre la infancia con la cual
trabajan.
CACHITO Y LA ESCUELA: FRAGMENTOS DE UNA HISTORIA DE VIDA
CACHITO, al igual que sus compañeros de la villa y de la escuela, asume con
claridad su realidad. La describe, reconociendo su condición de “pibe villero” que lo
marca en cualquier ámbito y en cualquier espacio que transite. Este “ser villero” en
tanto marca opera como diferencia tanto hacia fuera como hacia adentro de la villa. Esta
identificación como “pibes villeros”, que los diferencia, los define y fija la
territorialidad de la pobreza, no implica una homogeneidad. Por el contrario, los
confronta y obliga a todos por igual a la necesidad de encontrar modos de sobrevivir o
de ayudar a la economía familiar, estas estrategias se traman y significan de modo
diferente de acuerdo con el lugar que la escuela ocupa en sus historias de vida presentes
y futuras. La trayectoria escolar les permite ocupar distintas posiciones respecto de las
que se presentan como predeterminadas por su condición de pobreza.
Para CACHITO aprender ocupa en el mundo de sus representaciones la
posibilidad de un futuro diferente al presente que vive; las imágenes de otros futuros
posibles ligados a su escolaridad ubican el recorrido por la escuela como parte de una
estrategia con proyección en el tiempo.
En oposición a los supuestos que sostiene que quienes viven en contextos de
pobreza extrema solo atienden a su presente inmediato, en el caso de los alumnos de la
villa investigados, es el orden de otra temporalidad, futura, imaginaria y no tangible que
se significan sus esfuerzos en el presente en su vínculo con la escuela.
CACHITO le otorga a la escuela un lugar relevante en su propia historia, que se
entreteje y tensiona entre el agravamiento de sus condiciones de vida y la construcción
de otra posibilidad presente y futura depositada en el aprendizaje en la escuela y el
vinculo con sus maestros.
RUTAS, CÁRCELES Y ESCUELA: IDENTIDADES ESCINDIDAS
Otros chicos, a diferencia de CACHITO, ocupan las rutas y también las cárceles.
La ruta es uno de los espacios donde pasan una parte importante del día trabajando,
siempre en relación de dependencia con adultos que los explotan.
Ellos son o fueron alumnos de la escuela de la villa y a la hora del mediodía
cruzan la ruta y van a ella. En este cruce, en este pasaje, en este espacio escolar se
incluyen, aunque sea en forma fugaz e intermitente, en otro espacio que a diferencia de
la ruta, los reconoce y los nomina como sujetos, sin desconocer por ello que en
determinados momentos también los estigmatiza y discrimina. Al volver a la ruta,
reiteran una vez más su deserción cotidiana del aprendizaje. Sin embargo, de modo
recurrente vuelen a la escuela, “último espacio público” que le permite, desde las
miradas de los adultos, constituirse en “pibes” ubicados en su tiempo de infancia.
La entrada y salida del espacio escolar de estos chicos tensiona de modo
particular a la escuela al confrontarse con una situación para la cual no fue pensada y
que la atraviesa cotidianamente.
Las posiciones de docentes, auxiliares, personal directivo, etcétera, se dividen
entre quienes, por un lado, procuran sostener el vínculo con los chicos y a partir de su
presencia cotidiana insisten para que ocupen sus bancos y quienes, por otro lado,
postulan la necesidad de expulsarlos y no darles de comer, porque en esas condiciones
ya no son más alumnos de la escuela. Para el análisis de estas situaciones, ni la categoría
de “alumno” ni la de “desertor” san cuenta en sí mismas de esta pasaje.
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Estos chicos no abandonan definitivamente la escuela. Entran, la rodean, ocupan
los techos, se aproximan, le agradecen e, incluso, la violentan, pero en cualquier caso la
requieren y la demandan.
Son niños y adolescentes expulsados del tiempo de niñez, de un tiempo de
infancia que requeriría ser asegurado y garantizado por los adultos. Excluidos, pugnan
por ser incluídos, reconocidos y nominados. De diferentes modos se vinculan y
significan a la escuela y a sus maestros como un espacio privilegiado socialmente por
ellos. No es la situación de extrema pobreza, de necesidad, lo que determina de modo
excluyente el acercamiento de los chicos a la escuela a la hora del comedor, aún cuando
eso sea lo que en primera instancia emerge como evidente.
En el caso de la escuela investigada, no es la asistencia como respuesta a las
necesidades básicas insatisfechas de sus alumnos -condición real que los clasifica como
pobres- lo que se pondera; es, por el contrario, la reconstitución del lazo social, la
construcción de un vínculo pedagógico que posibilite la producción de otras identidades
y subjetividades.
Las estrategias institucionales para retener a estos alumnos que desertaron en
algún momento de su trayectoria escolar no siempre logran su cometido. La mayoría de
las veces este objetivo queda limitado a los esfuerzos aislados por parte de la escuelas y
los maestros. Se diluye el lugar del estado y su capacidad de intervención para
garantizar la escolaridad de esta franja de la niñez en condiciones de pobreza extrema y
el maestro queda como única expresión de aquél con posibilidades de acción e
intervención, aunque limitadas a las de cada escuela.
Actualmente, en momentos en que “la mayoría de los niños son pobres y la
mayoría de los pobres son niños”, la insuficiente atención del Estado plantea serios
problemas para su solución y para la consolidación de la legitimidad de un modelo
societal democrático y de una ética que reconozca a todos y a cada uno de los niños y
niñas como sujetos de derecho.
Frente a esta problemática, la escuela se tensiona, demanda y requiere de la
presencia de estos chicos como “alumnos”, como sujetos educables , con guardapolvo
blanco, que deben asistir a aprender aquellos aprendizajes prescriptos y necesarios en un
espacio sociohistórico pensado y concebido para ello. Al no lograrlo y ante una realidad
cotidiana de niños con hambre, que mendigan o trabajan, sin útiles ni libros, la escuela,
sujetada y sobredeterminada por el contexto de la pobreza, queda ofreciendo rituales
escolares vacíos, organizados alrededor de un mandato anterior, homogeneizador e
igualador, a riesgo de solo reproducir y profundizar las diferencias.
OTROS OCUPAN LAS CÁRCELES
Mendicidad, prostitución, tráfico de droga, trabajo infantil: se constituyen en los
bordes relegados de los territorios urbanos y en la escuela, se expresan con patetismo.
Quienes hacen referencia a las escuelas “urbano-marginales” simplifican su
problemática a la deserción y a la violencia escolar. Sin embargo, el pasaje que va de
alumno regular a desertor y de desertor a alumno, implica procesos complejos que
atraviesan la vida cotidiana de la escuela.
Los alumnos desertores de la escuela de villa La Sarita, buscan sentidos de
pertenencia abandonando la escuela y volviendo a ella siempre que ésta genere
posibilidades de inclusión y de reconocimiento. Pensarlos fijados a las categorías de
“alumno” o de “desertor” no permite dar cuenta de los múltiples sentidos con que estos
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niños-adolescentes significan a la escuela, más allá de las particularidades de ésta o de
cómo se entraman esos significados con la matriz incluyente de la escuela.
SER NIÑAS Y ADOLESCENTES EN LA ESCUELA Y EN LA VILLA
En el caso de las niñas y adolescentes se reconocen discriminadas: tanto por
vivir en una villa como por ser mujeres.
Ser discriminadas por vivir en la villa es el primer registro que reciben de los
otros, los de afuera de la villa. A la discriminación que manifiestan sufrir fuera de la
villa se le agregan sus impresiones con respecto a que ser adolescentes o niñas
profundiza esta situación en el lugar donde viven y también en la escuela. Para ellas es
imposible estar en los pasillos de la villa -que representan los únicos espacios libresconversando
con sus compañeros de escuela o amigos, ya que son catalogadas como
“putas” o enseguida piensan que quedás “embarazada”. Esta mirada de control social
prescribe sus actitudes y comportamientos en la villa: no salen de sus casas o limitan sus
encuentros por temor a comentarios. Otras veces se confirman sus embarazos
adolescentes. A ello se le suma que son requeridas para realizar las tareas domésticas en
reemplazo de las madres. Estas motivaciones recortan la participación de las niñas y
adolescentes de la villa en otros espacios que no sea el escolar, que finalmente adquiere
mayor relevancia.
Los procesos de diferenciación son construcciones sociales que se enmarcan
dentro de las relaciones asimétricas de poder y de intereses en conflicto y que se
condensan de modo particular con implicancias sociales, culturales y morales que se
expresan en la cotidianidad. Esta diferencia de genero se inscribe en esas relaciones de
desigualdad. “Para las niñas, la escuela se constituiría en un espacio privilegiado de
convivencia social”, donde se esfuerzan por cumplir con su papel de alumnas. Para que
puedan cumplir con su escolaridad, el equipo directivo y los maestros contemplan sus
condiciones más agravadas de vida, reconocen sus situaciones familiares y generan
estrategias y prácticas institucionales que faciliten su asistencia por fuera de lo que
prescribe la normativa escolar.
A pesar de que se toman medidas desde la escuela para facilitarles la trayectoria
escolar, los aspectos vinculados al género, que se expresan en la vida cotidiana de las
niñas-adolescentes-alumnas de la escuela de villa La Sarita, no generan la construcción
de otros espacios curriculares y extracurriculares para su abordaje. Profundizar el
análisis permitiría a la escuela considerar y recuperar la propia percepción de las
alumnas respecto de las relaciones sociales que las desigualan aún más que a sus
compañeros varones y, por otra parte, lograr que ocupen otra posición en el
reconocimiento de sus derechos.
Algunos docentes centran su preocupación en que sus alumnas no queden
embarazadas precozmente. El modo como les enseñan sobre métodos anticonceptivos,
se ubica más en un lugar de control sexual moralizante que en un posicionamiento
crítico como educadores. Este sesgo moralista abona y refuerza aquella asociación entre
la sexualidad de las alumnas y la caída en la “prostitución”.
En el caso de las niñas-adolescentes, al no habilitarse un espacio propio y
necesario para el tratamiento de sus problemáticas desde una perspectiva sociocultural y
afectiva, esta asociación de su adolescencia a una maternidad precoz las fija aún más a
sus condiciones de pobreza, cuando el nivel de reflexión de los grupos de alumnas sobre
sus realidades posibilitaría y generaría condiciones para otra discusión y comprensión
de su situación. Las dificultades para crear este tipo de ámbito no proviene
exclusivamente de la pobreza, sino también del sistema de valores y prácticas culturales
dominantes, que definen y determinan el rol femenino. El tratamiento de las cuestiones
de género en el ámbito escolar opera reproduciendo prácticas culturales dominantes y
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refuerza su sujeción más que produciendo otros sentidos y conocimiento que, sin
desconocer las historias de vida de las alumnas, recupere e incluya sus sueños y visiones
sobre sí mismas, teniendo en cuenta que el deseo de estudiar articula un discurso
diferente, da significado a sus prácticas y las presiona para que se sientan iguales, ya sea
en sus núcleos familiares, en la escuela, en la villa o fuera de ella.
En algunos casos, hay alumnas que piensan o imaginan otros futuros no tan
subordinados a la casa y a la crianza de familias numerosas, sino más ligados a la
continuidad en el estudio al trabajo fuera del hogar.
A diferencia del grupo de alumnas citadas que discuten el lugar que les es
asignado, están aquellas que casi repiten la historias de sus madre; quedan embarazadas
a temprana edad y, lejos de conformar por esta vía su propia familia y alcanzar una
desead independencia, quedan incluidas en los núcleos familiares primarios con sus
bebés y ocupan más el papel de hermanas mayores de sus hijos que el de madres.
CECILIA, UNA NIÑA A LA QUE LE GUSTA LEER
Cecilia concurre en contraturno a la biblioteca de la escuela al igual que otros
niños, que vienen y se queda varias horas. Piden especialmente libros de cuentos y los
que más los atraen son los que relatan historias de desamparos, pérdidas y obstáculos,
con personajes maléficos pero con finales o desenlaces felices que contrastan con el
afuera.
En la villa, fuera de la escuela, sus biografías infantiles se hallan marcadas por
historias duras, propias o próximas. El pasaje de la niñez a la pubertad y la adolescencia
es abrupto y precoz. Ellos quedan situados como niños-adultos despojados “en un
tiempo precario en el que las relaciones de sujeción, sufrimiento, desposesión y
desprecio por la dignidad humana permanecen en el centro de la existencia social”.
La niñez en villa La Sarita busca distintas experiencias educativas de carácter
alternativo, dan cuenta del trabajo de algunos maestros en la dirección de que los chicos
puedan construir su propia narrativa contrastándola con otras. La reconstrucción de las
historias propias, de la historia del barrio en que viven o el reconocimiento de otras
lenguas en el espacio escolar se orientan a la comprensión de su vida diaria, a la
inclusión de aquello que conforma su existencia y a la subscripción de un lenguaje
vinculado al deseo, sin perder de vista las identidades de los grupos familiares, la
recuperación de saberes y experiencias culturales y estéticas y estableciendo puentes
entre el pasado y el presente.
Para los docentes, reconocer el contexto de la escuela y las condiciones de vida
de los niños-adolescentes alumnos-desertores de la escuela implica poder comprender
las relaciones de desigualdad ocultas bajo la enunciación del concepto de “diferencia” y
cambiar el lente desde el cual se mira.
Bucear en los múltiples sentidos y significados que los niños y adolescentes le
otorgan a la escuela de la villa La Sarita nos permite afirmar que configuran una trama
discursiva que incluye a los maestros y resignifica la potencialidad y la calidad del
vínculo pedagógico, sin asociarlo exclusivamente a las características personales de los
maestros, sino al lugar de adultos que en tanto educadores ocupan, posicionados
pedagógicamente frente a la posibilidad de capacidad de alterar o de incidir de algún
modo en “biografías anticipadas” de sus alumnos.
Problematizar la relación entre educación y pobreza permitiría producir más
conocimientos y saberes respecto al lugar de la escuela en estos contextos como espacio
de constitución de identidades y subjetividades en las que se rearticulen las diferencias y
se recuperen estos relatos antes mencionados.
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Los relatos de CHACHITO, CECILIA y otros hablan de un sujeto constituido
por diferentes condiciones y para quien la pobreza no se manifiesta como esencial, en el
sentido de ser determinados o configurados sólo como “niños pobres”.
Los sueños y realidades de estos niños-adultos nos abren la posibilidad de
pensar la condición de un sujeto complejo estructurante y estructurado, contradictorio y
no necesaria ni exclusivamente fijado y determinado.
El actual modelo social y económico en la Argentina y en los países
latinoamericanos provoca dos formas de exclusión: la que tiene que ver con los bienes
materiales, con no tener hambre o frío o enfermedades de la pobreza, o sea no tener
sufrimiento físico. Ese es el “umbral de la humanidad”. La otra es social y política:
dejamos de pertenecer a la humanidad cuando quedamos fuera de la comunidad.
Es en ésta última forma de exclusión en que la escuela investigada propicia a los
niños la restitución de un lazo social: no por la virtual asistencia o “asistencia
inconclusa” que les brinda el Estado, sino por su inscripción /filiación en una
comunidad, una historia, una memoria, en el reconocimiento como sujetos de derecho,
como “sujetos plenos de participación”.
Cecilia, una niña entrevistada, no encuentra en otro lugar que no sea la escuela
la oportunidad de aprender y en ese aprender a leer y a leerse se proyecta un deseo
cultural. El “a mí me gusta leer” de CECILIA, resignifica la posibilidad de la palabra, la
posibilidad del deseo. Y es en la producción de ese deseo que el espacio escolar se
instaura como el “lenguaje de la posibilidad”.
El lugar de la escuela adquiere relevancia, más que por los contenidos que puede
trasmitir, por la producción y proyección del deseo por conocer y aprender que inscriba
en la vida de sus alumnos.
LAS FAMILIAS, EL BARRIO Y LA ESCUELA
“ESTE BARRIO, PARA MI, ES MI BARRIO”
El lugar que ocupa la escuela no es homogéneo para las familias de la villa. A
partir de un trabajo de campo realizado en la escuela de villa La Sarita fue posible
comprobar que tanto la valoración positiva como negativa sobre la escuela investigada
está directamente asociada a la valoración asignada al barrio en el que ésta se encuentra.
Este aspecto adquiere importancia en el análisis de las relaciones entre educación y
pobreza, tanto para pensar el vínculo que construyen las familias con la escuela como
para llevar adelante propuestas de enseñanza que consideren e incluyan el
conocimiento, por parte de maestros y maestras, de las representaciones de los niños y
niñas sobre su barrio, en el que viven.
En oposición a la estigmatización y discriminación histórica en la sociedad
argentina, que circula en el imaginario social sobre las villas miserias o de emergencia y
quienes las habitan, en los relatos obtenidos ésta es asimilada a cualquier otro barrio y
valorada como tal.
Surge la identificación de la villa como espacio próximo y habitable, como un
lugar donde la vida puede ser vivida, aún en el límite, en un espacio social urbano en el
cual se concentran las desigualdades que obstaculizan e impiden una “buena vida” o una
“vida digna”.
La sociabilidad de la calle, es decir, aquel espacio en que transitan niños y
adultos, incluye una experiencia social que puede ser plenamente comprendida dentro
de un contexto concreto; en este caso el de los grupos populares de villa La Sarita. La
escuela como institución suele permanecer, con frecuencia, ajena y distante a esta vida
cotidiana y sostiene su trabajo institucional sobre la base de la fragilidad que ofrece un
sistema clasificatorio con sesgos moralizantes hacia las familias con las cuales trabaja.
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Con la intención de repensar la relación entre la escuela y las familias es
necesario atender a las formas particulares de la vida social que existen en el contexto
para comprenderlas desde una mayor complejidad, en oposición a las visiones
estereotipadas sobre dichas realidades, que responden más a un reforzamiento de las
estructuras de dominación que a posibilidad efectiva de reconocer modos de vida y
valores de los diferentes grupos que componen nuestra sociedad
MANDAR A LOS HIJOS A LA ESCUELA: SACRIFICIOS, DESEOS Y
CALZADOS ROTOS
En primer lugar si se centra la mirada en la escuela, se define y describe la
relación escuela-familia, ubicándola en una dimensión denominada “comunitaria”
(Frigerio,1992), dimensión que incluye una serie de posiciones organizadas alrededor
del eje de la participación de los grupos familiares, delimitada desde el sentido común
de directores y docentes como desde el adentro y el afuera de la escuela.
Cada institución educativa se evalúa a sí misma y es evaluada como una escuela
abierta o cerrada a la comunidad. Pocas veces se incluye en esta nominación la calidad
de este vínculo, es decir, el tipo y los niveles de participación que se construyen, las
relaciones de subordinación y autonomía que se ponen en juego y la manera con la que
esto se expresa en la cotidianidad escolar. Este punto de vista no tiene en cuenta la
riqueza de los procesos cualitativos que se producen en el vínculo de los padres con la
escuela, pues mide su participación de acuerdo con un criterio cuantitativo que
considera la presencia en los establecimientos en los momentos en que se los convoca.
Esta mirada se organiza en relación con el conjunto de escuelas, en particular en
las que pertenecen al sistema publico de enseñanza, excediendo la problemática de la
educación y la pobreza. La idea que se repite en el discurso de los docentes es que los
padres no participan por desinterés personal, por que no se ocupan de sus hijos o porque
desatienden su educación. Esta idea se ve reforzada, en las escuelas ancladas en
territorios de profunda desigualdad, con la explicación de que ello se debe a una
cuestión cultural característica de las familias pobres.
Esta mirada cargada de prejuicios hacia los niveles de participación de los
padres, encierra una relación asimétrica de poder y construye una visión el “deber ser”
de los sectores sociales más empobrecidos próxima a la que configuran los sectores
dominantes. Implica también la determinación de lugar estrecho que se asigna a los
grupos familiares para participar, ocultando los aspectos vinculados a la distribución del
poder que se ponen en juego en las instituciones educativas.
Es muy frecuente que en las escuelas que atienden a sectores populares los
docentes confirmen y refuercen aquello que las familias ya creen y que se ha traducido
como la imposibilidad de superar los propios limites que la condición social establece
“a mi hijo no le da la cabeza” o “le pasa lo mismo que a mí, que no entiendo”, son
afirmaciones que expresan dicha situación, así como el fracaso en sus propias historias
educativas ha producido efectos y marcas que han prevalecido hasta la edad adulta. En
muchas ocasiones, es “la escuela la que se encarga de convencer a quienes no quiere de
que son ellos los que no quieren a la escuela, persuadiendo a quienes no se sentían
hechos para la escuela que tampoco lo están para las posiciones que ésta abre”.
La escuela, en los modos como organiza, establece y despliega el vínculo con las
familias y los barrios en los cuales trabaja, reproduce las jerarquías y procesos de
diferenciación social. Este carácter diferenciador se reproduce y torna hegemónica una
visión negativa sobre el papel adjudicado a las familias en la escolaridad de sus hijos.
En el caso contrario cuando los maestros, construyen una mirada que reconoce las
condiciones de vida de los grupos familiares sin asociarla a la inferioridad social o a
supuestos rasgos culturales propios de la pobreza, se abre la posibilidad de una
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ampliación de la trama vincular inscripta en terreno de los derechos que puede ubicar a
la escuela como un espacio publico significativo, potente en términos de una
experiencia entre iguales y de creación de formas de trabajo institucional distintas y
renovadas.
Restar complejidad a una mirada más cualitativo sobre el vinculo de los padres
con la escuela excluye de esa trama aquello que se teje a partir de sus representaciones,
deseos, historias de vida y expectativas.
Paradójicamente, al mismo tiempo que se le instala a los grupos familiares en el
lugar de la falta, la desviación, la ausencia y el abandono, se los requiere desde la
escuela para cubrir esa necesidad de mantenimiento no resuelta por el Estado, sin que
ello implique incluirlos en el tratamiento de los temas vinculados a la enseñanza y
aprendizaje de sus hijos. En muchas ocasiones, cuando se los cita a la escuela se lo hace
desde un lugar de poder que los individualiza de la situación de sus hijos y sus familias
los culpabiliza por su condición de pobreza sin reconocer sus dificultades ni realizar
otra lectura de los límites reales de las familias para llevar a cabo un acompañamiento
más próximo a la escolaridad de sus hijos.
“Lo pedagógico” se coloca en un territorio de exclusividad del saber experto de
maestros y profesores. Esta situación resulta más visible aún en las escuelas en
contextos de pobreza, ya que son contadas las ocasiones en que se le reconocen y
atribuyen saberes a los padres sobre la educación de sus hijos, tanto por su condición de
analfabetos o analfabetos funcionales como por vivir donde y como viven. En ese
sentido, lo que predomina es una visión organizada a partir de la negatividad de los
sujetos desde la cual se los define como “pobres”, material y simbólicamente. Esto es
percibido por los padres y ellos mismos se sitúan allí, confirmándose en ese lugar del
“no saber” sobre la educación de sus hijos.
Esta situación ubica a los padres en dos posiciones diferenciada. Por un lado, la
de no sentirse en condiciones de ayudar a sus hijos si, además esto es reforzado por la
escuela; por el otro, la necesidad de multiplicar los esfuerzos para que sus hijos no se
vean obligados a repetir su propia historia.
Lo más frecuente es que los padres sean convocados a participar sólo para
colaborar en la adquisición de los recursos que el Estado no provee. Al ser éstos muy
escasos, la limitación en las posibilidades económicas de las familias se constituye en
un límite aún mayor del accionar de la propia escuela. Por lo cual, lo que los padres de
sectores populares ofrecen a cambio es su propio tiempo y trabajo, consciente de lo que
ella representa.
¿HORIZONTES EN VILLA LA SARITA”
Los padres de los grupos familiares que viven en la villa envían a sus hijos a
diferentes escuelas y diseñan verdaderos circuitos escolares que se registran en el orden
de lo imaginario.
En el barrio villa La Sarita, un grupo importante de familias envía a sus hijos a
la escuela investigada “la de la villa”, y otro, opta por llevar a sus hijos a
establecimientos educativos que no estén dentro del barrio, ya sean públicos o privados.
Esta situación es heterogénea.
La elección de otra escuela fuera del barrio no se debe a la mayor o menor
cantidad de recursos materiales con que cuenta la escuela de la villa, sino que, ello se
dirime en el terreno de las representaciones imaginarias de los padres y de los
significados que le asignan a la escolaridad de sus hijos y la escuela.
Creyendo que del otro lado es mejor, los padres cruzan: rutas, vías de tren,
avenidas, etcétera. Es en el terreno del imaginario, que se marcan y distinguen las
diferencias entre las escuelas que se suponen homogéneas, porque a pesar de que las
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podría ubicar dentro de un mismo circuito de escolarización que la podemos denominar
“circuito primario asistencia”, llamado así porque las escuelas deben invertir una parte
importante del tiempo en la atención de la alimentación, la familia y la salud. Este
circuito se configura de diferentes modos, tejiéndose un entramado de significaciones
sociales alrededor de la educación y la pobreza que incluye sueños, biografías propias,
historias educaciones que portan los diferentes grupos sociales, temores, dolores,
aspiraciones y , sobre todo, las representaciones de los sujetos sobre el peso del tiempo.
La apuesta a los estudios y a la calidad de éstos, que estaría otorgada y
garantizada imaginariamente con el acceso a otro circuito escolar cruzando la ruta, el
riachuelo o las vías, requiere por parte de la familia no sólo de esfuerzos de índole
económica, sino que es necesario también una organización familiar que asegure los
traslados y el borramiento de aquellos indicios que den cuenta del lugar de vivienda, ya
que la experiencia de ir a otros establecimientos educativos demanda la construcción de
estrategias para eludir la discriminación.
La experiencia de los docentes que trabajan en escuelas dentro y fuera de la villa
muestra que los niños que cruzan la ruta para asistir a otras escuelas son, los más
estigmatizados, por lo que denominan su “ arca villera”.
Imaginariamente, la escuela es considerada una bisagra tanto para alejar a los
hijos de las marcas del pasado, cargadas por las propias penurias y fracasos, como para
distanciar un futuro al que, visto desde el presente, se lo imagina destituido de todo
carácter incluyente.
Cada escuela podrá enraizar mejor la propuesta de enseñar si indaga, explora,
conoce y reconoce los imaginarios de las comunidades con las cuales trabaja.
Las imágenes proyectadas a futuro de los padres y niños que viven en la villa no
son reconocidos como “reales”, sino que quedan reducidas y subsumidas a un plano
exclusivamente “irreal”, asociadas a lo imposible e, incluso, a lo inimaginable.
Como contracara, en las representaciones imaginarias de una parte de los grupos
familiares, la escuela que está dentro del barrio queda estigmatizada por la condición de
pertenecer a la villa y diseñan estrategias que representan diferentes intentos de eludir el
estigma.
La diversidad de estrategias vinculadas a la escolaridad de los hijos se asocia a la
imagen que tiene los padres del lugar donde viven y también a las expectativas que
construyen sobre la posibilidad de interrumpir las propias biografías escolares marcadas
por el fracaso. Otros grupos familiares mandan a sus hijos a la escuela del barrio, la más
próxima. En esta decisión confluyen diferentes motivaciones.
“EL CRUCE”: ENTRE LOS QUE SE VAN Y SE QUEDAN EN LA ESCUELA
DE VILLA LA SARITA
Este “llevar a los hijos fuera del barrio” nos ubica en el “cruce”. En ese pasaje de
un lado al otro, “cruzar” condensa múltiples sentidos connotados con contradicciones y
deseos; imposibilidades y búsqueda de otros territorios.
Sacar de la villa a los hijos y trasladarlos a otra escuela está asociado al interés y
valoración que determinados grupos familiares le otorgan a la escolaridad de sus hijos.
Significa para estas familias la garantía de obtener un pasaporte de ascenso social.
Estas representaciones posicionan a las escuelas del propio barrio, la de villa La
Sarita y a sus docentes en una situación de estigmatización no producida desde el
exterior sino enunciada por los propios padres que habitan allí.
Los supuestos de que en una escuela que no sea la de la villa van a aprender más
y mejor parten de considerar que los maestros, por venir a la villa, quizás enseñen
menos.
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El límite, la determinación de la pobreza en las posibilidades de enseñar y
aprender, atraviesa las concepciones y prácticas de los diferentes sujetos investigado, ya
sean docentes, padres, cooperadores, etcétera. Desde el punto de vista de los padres es
en este acto de “cruce” que se articulan, los deseos de un horizonte de vida más plena.
En la escuela investigada este proceso no es considerado como tal por el
conjunto de maestras . De eso no se habla, a pesar de que lo mucho que sucede en ella
se vincula en este lugar asignado a la escuela en las representaciones imaginarias de una
parte de los grupos familiares y los vecinos. Así también, la decisión de enviar a los
hijos a la escuela de la villa implica esfuerzos aunque de otro orden: representa un
“plus” de trabajo dedicado a la escuela. Son cotidianas las escenas donde madres,
padres y vecinos colaboran en el servicios alimentario, en la limpieza de la escuela, en
conseguir donaciones, en organizar festivales, o cualquier otra actividad que permita
recaudar fondos y paliar de alguna manera aquello que falta. Este “plus” de trabajo no
es recocido ni retribuido económicamente.
En las escuelas atravesdas por profundos prospectos de pauperización en
contextos atravesados en profundos procesos de pauperización, la presencia cotidiana de
las familias pone a prueba la cobertura de las necesidades de los recursos estatales no
resueltos. El rasgo más distintivo es la naturalización de dicha presencia.
“HOY ES MUY DURO MANDAR A LOS CHICOS A LA ESCUELA”
Existe un espacio de decisión familiar, aunque sea acotado, respecto de la
selección de la escuela para los hijos, más allá de la condición de pobreza.
El papel de decidir, incidir y sostener dicha escolaridad no es necesariamente
ocupado o ejercido por el padre o la madre. De modo indistinto en diferentes ocasiones
puede ser desempeñado por otros adultos: hermanos adultos, abuelos, bisabuelos, tíos y
vecinos que por una diversidad de motivos se hacen cargo de la situación. Las familias
de sectores populares configuran otras estrategias, distantes de los modos de
organización familiar de los docentes. La ausencia de clave de lectura en los maestros y
profesores que permitan comprender estas maneras diferentes, construye una distancia,
a veces insalvable, entre las familias y la escuela.
La trama de vínculos que la escuela establece y produce cotidianamente con la
familia urge ser puesta en cuestión para reinventarla. Un primer paso consistiría en
poner en juego críticamente las propias concepciones que organizan la mirada sobre los
barrios y comunidades en que se trabaja, para facilitar una apertura a la comprensión de
las relaciones familiares que se articulan alrededor de la escolaridad de niños,
adolescentes y jóvenes.
Distintas constelaciones familiares se dibujan y ponen en movimiento en la
cartografía escolar, reconocerlas y legitimarlas implica una oportunidad. Esta posición
cuestiona la idea de una familia tipo que se presenta como modelo y que, al mismo
tiempo, actúa como parámetro para evaluar y, en última instancia considerar a las
familias de los alumnos como socialmente desorganizadas. Contrariamente, son muchos
los elementos que dan cuenta de que la vida cotidiana de los grupos familiares
populares, expresan hasta que punto en una situación de sobrevivencia extrema, incluir
la escolaridad de los niños dentro de las estrategias de supervivencia requieren múltiples
esfuerzos para poder organizar los modos de resolución de la asistencia a la escuela.
Otro elemento a ser considerado son las relaciones de genero y la reproducción
de relaciones subalternas en el interior de las unidades domésticas en situaciones de
pobreza, en las que las mujeres y los niños quedan expuestos a una mayor
vulnerabilidad.
El autoritarismo y sus máscaras, anclados en las concepciones más
estigmatizantes sobre la pobreza, dominan por momentos el panorama educativo. Las
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familias lo saben y lo padecen, pero quienes están mas expuestos son los niños y niñas
que son nombrados como villeros, pobres, excluidos, marginales.
La escuela como punto de partida, la instrucción como condición para “ser
persona”, nos habla de la escolaridad asociada a la posibilidad de una vida buena en el
futuro. Es en este sentido que los padres construyen estrategias diversas para resolver la
escolaridad de sus hijos, tensionando la relación de desigualdad en la que se hallan.
Delinean otros circuitos imaginarios que les permiten articular sus deseos por inscribir a
sus hijos en otros futuros posible. Esta tensión no solo se pone en juego al cruzar sino
también al enviar diariamente a sus hijos a la escuela.
Para las familias empobrecidas, la asistencia a la escuela representa un esfuerzo
cada vez mayor, el cual pocas veces es indagado y reconocido como tal. El supuesto
implícito de que la escuela publica es gratuito, oculta que el sentido publico de la
escuela no está resuelto por su gratuidad y que la escolaridad no es gratuita ya que
históricamente ha sido responsabilidad de las familias sostener los costos de trayectoria
escolar de sus hijos, con los efectos diferenciadores que ello produce en situaciones de
profunda desigualdad social.
PASADOS, PRESENTES Y FUTUROS
Los modos como las familias se vinculan con la escuela y la preocupación por la
escolaridad de los hijos se articulan con la necesidad de que se diferencien de sus
propias biografías escolares. Es muy alta la relevancia otorgada a las posibilidades que
les abriría a sus hijos finalizar la escuela para el desempeño futuro en la vida adulta.
Esta asignaciones de valor a la escuela en términos presentes y futuros adquiere
diferentes matices en el discurso de los padres, que toman como referente su propio
pasado familiar y escolar. Sus biografías escolares, ya sea como alumnos o como
desertores, signan sus expectativas y deseos respecto de la escolaridad de sus hijos.
Hay quienes migraron de otros países y se establecieron en el barrio
conformando comunidades muy organizadas. Para estas familias la escuela asegura para
su descendencia el borramiento de los modos lingüísticos que los diferencian.
Las heridas abiertas significan los deseos de los padres para sus hijos, y estos se
condensan en la escuela. Este “plus” de sentido otorgado a la escuela implica una
concepción de enseñanza que no se puede comprender desde una perspectiva
funcionalista. La escuela como un lugar donde aprender a vivir y a ser una buena
persona es algo revalorizado en el discurso de los padres y no siempre plenamente por
parte de los docentes. A pesar de que a vivir no se aprende, la escuela, desde las
representaciones imaginarias de muchos grupos familiares, queda todavía significada
por esta posibilidad.
Para niños y adultos, la escuela sigue ocupando un lugar destacado, no sólo
porque en la cotidianidad resuelve alguna de las necesidades más básicas, como la
alimentación, sino que se constituye en un espacio simbólico de construcción de otras
narrativas e identidades. Capturar y reconocer la existencia de estas representaciones
imaginarias nos permite construir nuevas preguntas respecto del “para qué” de la
escuela en contexto de pobreza extrema y no limitarla a una función asistencialita,
negando y reduciendo la complejidad de los procesos de significación que se construyen
de la posición activa de los diferentes sujetos que la habitan.
Desplazar los sentidos alrededor de la ubicación de los alumnos, niños y
adolescentes en los márgenes, en un afuera que os sentidos de “los define más por su
exclusión como objeto y por su pobreza en una escala de valores que pondera la
riqueza”, es un proceso que requiere impugnar la negatividad desde la cual se define a
los pobres.

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