sábado, 30 de junio de 2012

Violencia


Violencia
Afirmar que la violencia "ha entrado en la escuela" parece una aseveración actual y acorde con los tiempos que corren.
Ayer resonaban en los medios las palabras de George W. Bush: "Las escuelas deberían ser lugares de seguridad y santuarios del aprendizaje", y las condolencias mediáticas del presidente norteamericano (condolencias a la vez por las víctimas del ataque en Virginia y por el sistema escolar, que parece ya no poder contener todas las violencias, propias y ajenas, que alberga) sintonizan con ese diagnóstico.
Sin embargo, podemos relativizar esa afirmación para sugerir una hipótesis diferente que, según creo, es más consistente para explicar no ya las tragedias sino el hecho atroz de que cada vez nos sorprendamos menos de que ocurran.
Hablar de la violencia en la escuela, hasta hace poco tiempo, tenía una única connotación: engolosinados de teoría crítica, quienes investigamos el mundo escolar nos acostumbramos a plantear el problema de la violencia pensando en la que la escuela ejercía sobre los alumnos.
Hablábamos de violencia "simbólica", de la violencia plasmada en los rituales de las formaciones, en el acallamiento de la libre expresión infantil, etc. Lo que nos preocupaba, en definitiva, no era qué violencias amenazaban a la escuela, sino, al contrario, a qué precio la escuela sustentaba sus promesas de igualar y democratizar.
Los casos recientes de estudiantes armados que arremeten contra compañeros y docentes (en el secundario de Columbine y también en Carmen de Patagones) no señalan sólo una permeabilidad de la escuela a unas violencias completamente ajenas, que la han hecho víctima (también a ella), sino una reedición más de un problema antiguo, y que no tiene que ver sólo con el golpe y el disparo, sino más bien con la ley.
En uno de mis últimos libros afirmábamos, junto con Daniel Brailovsky, que esas violencias cotidianas de la escuela no sólo dejaban de ser "violentas", sino que además se volvían verdaderos actos de liberación, si es que tenían lugar al amparo de una utopía, de una promesa de una vida mejor y de un mundo mejor. Pero cuando a la escuela se la despoja de esta promesa, se convierte en un mero espacio de interacciones para el que cuesta imaginar sentidos alternativos.
Así como la propia idea de ley no tiene sentido sin una referencia más o menos explícita a una forma de violencia legítima, en toda forma de violencia se esconde algún tipo de dilema en el orden de la ley.
La cuestión es, entonces, si la escuela es víctima de unas violencias que le son ajenas y que la acometen de súbito, o si en realidad la violencia se hace presente en la escuela de una forma tan cruda e impactante porque no ha logrado legitimarse.
Ese es el desafío: volver a legitimar la escuela y entenderla como un ámbito en el que los niños y los jóvenes no sólo tengan que respetar la ley, sino que tengan derecho a formarse en ella.
El autor es director de Educación de la Universidad Torcuato Di Tella
Es una cuestión dotada de cierta hipocresía social. A la pregunta ¿Porqué los jóvenes son violentos? Habría que contestar ¿Y porque no deberían de serlo, no lo fueron sus padres y sus abuelos? ¿No es la violencia un componente de la sociedad humana tan antiguo y necesario como la concordia, necesario en la oposición a tiranías y reivindicaciones? Una sociedad desprovista de cualquier atisbo de violencia sería una sociedad inerte. No es un fenómeno perverso, inexplicable y venido de un mundo diabólico, sino un componente de nuestra condición que debe ser compensado y mitigado racionalmente por el uso de otros impulsos no menos naturales como la cooperación, la concordia, ...
Es un error pensar que los jóvenes no cultivarían fantasías violentas si no les fueran inculcadas por televisión. Por la misma regla, se podría afirmar lo contrario, que esta sacia nuestros impulsos demoníacos. Tales planteamientos violan la primera norma de cordura: separar la fantasía de la realidad, y olvidan una lección que se remonta hasta Platón: que la diferencia entre lo malvado y lo justo es que el primero lleva a cabo las fechorías que el segundo sólo sueña y descarta.
Se dice "hay que enseñar que la violencia nunca debe ser respondida con la violencia". Esto es rotundamente falso, y nada se gana enseñando falsedades. Por el contrario, hay que explicar que la violencia siempre es respondida antes o después por la violencia como medio natural para atajarla y que es precisamente esa cadena cruel de estímulo y respuesta la que la hace temible e impulsa a tratar de evitarle en lo posible.
Bruno Bettelheim ofrece un consejo al educador en este sentido: "Si permitimos que los niños hablen francamente de sus tendencias agresivas, también llegarán a reconocer lo temible de tales tendencias. Sólo esta clase de reconocimiento puede conducir a algo mejor que, por un lado la negación y represión, y por otro, un estallido en forma de actos violentos. De esta manera la educación puede inspirar el convencimiento de que para protegerse a uno mismo, y para evitar experiencias temibles, hay que afrontar constructivamente las tendencias a la violencia, tanto las propias como las ajenas."


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