domingo, 1 de julio de 2012

LA COMUNICACIÓN Y EL CONFLICTO, CONDICIONES DE POSIBILIDAD DE LAS ORGANIZACIONES ESCOLARES COMO ESPACIOS PÚBLICOS.


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Cuadernos de pedagogía, 258 (págs. 80-87), 1997
LA COMUNICACIÓN Y EL CONFLICTO, CONDICIONES DE POSIBILIDAD DE LAS ORGANIZACIONES ESCOLARES COMO ESPACIOS PÚBLICOS.
Francisco Beltrán Llavador
Universitat de València
Las escuelas y centros de enseñanza son, en nuestras sociedades, los únicos espacios en los cuales, idealmente, coincide una triple circunstancia. En primer lugar son ámbitos que se caracterizan por el libre intercambio de argumentos, ideas y pareceres a través del habla. En segundo lugar, se trata de espacios a través de la vida en el seno de los cuales quienes los habitan aprenden a vivir en un contexto plural donde no sólo se respetan las diferencias sino que se hace de su propia existencia ocasiones formativas. Tercero, en los centros escolares tienen lugar más que en ningún otro ámbito los procesos de socialización y de subjetivación; los alumnos van construyendo a través de su paso por las escuelas su propia subjetividad, su conciencia de sí, su identidad diferencial y lo hacen mientras reconocen simultáneamente a los otros como otros, esto es, los identifican como diferentes y los aceptan y aprenden a apreciarlos precisamente en su diferencia constitutiva.
Todo lo señalado hace que las escuelas sean organizaciones muy especiales. Pero, simultáneamente a ello, podría también afirmarse (como, en efecto, se ha dicho en múltiples lugares y ocasiones) que las organizaciones escolares están presididas por los conflictos que las hacen girar en torno al poder.
En el presente escrito trataré de mostrar, siguiendo fundamentalmente la filosofía política de dos pensadores bien distintos como son Hannah Arendt y John Dewey, que no sólo no existe contradicción alguna entre los dos aspectos señalados sino que, más bien al contrario, la presencia del conflicto y del poder resultan necesarios para el cabal cumplimiento de las funciones atribuidas a la institución escolar y que podrían concretarse en términos de su colaboración a la reconstrucción permanente de una comunidad democrática de ciudadanos. Algo que, por otra parte, no sería posible sin el recurso al lenguaje y la comunicación. En pocas palabras, lo que se trata de mostrar es la contribución tanto del conflicto como de la comunicación a la conversión del espacio organizativo escolar en un espacio público.
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El concepto de lo público está inextricablemente unido al intercambio de pareceres, el debate y la adopción colectiva de las decisiones que afectan al conjunto de la población. La confrontación de ideas y su libre discusión recrean una dimensión público-política cuando las personas se sienten implicadas en los asuntos políticos o de la polis, inscritos más allá de la economía (oiko-nomía) que ocurre puertas adentro de las viviendas.1 El pequeño ámbito de lo doméstico necesita verse trascendido porque existen sucesos que afectan a la comunidad sobre los cuales nadie sino los mismos miembros que se reconocen como pertenecientes a ella, deben tener la potestad (potestas), el poder. Un poder que se vincula y emerge de la capacidad de decidir colectivamente.
I
Siempre que existe comunicación se generan consensos y disensos. De hecho la comunicación existe porque hay un diferencial que tiende a ser compensado, reequilibrado. Como no se trata de mera transmisión de información, sino que cada uno de los términos que comunica modifica y ve modificados sus propios presupuestos de partida, el proceso de la comunicación no se resuelve como un simple trasvase, sino que representa una permanente reinterpretación de las unidades de información. Esa dialéctica entre consenso y disenso, esa tensión entre ellos, se manifiesta mediante la aparición de un conflicto entre los términos. El conflicto puede pretender eliminarse por sobreimposición de un determinado orden externo, que siempre será un orden autoritario (basado en la autoridad), que persigue no tanto resolverlo sino disolverlo, esto es, eliminar su existencia; pero, con propiedad, la disolución del conflicto no puede lograrse si no es suprimiendo su causa, que no es otra que la comunicación misma. Cuando se imponen los significados a los actos y se suprime la posibilidad de discutir o pensar en torno a los mismos, se anula la inter-locución, queda sólo el monólogo o el silencio. Una sociedad democrática es, sin embargo y por definición, una sociedad fundada en la participación de todos, lo que quiere decir en la posibilidad que cualquiera tiene de intervenir en los asuntos que son públicos, que afectan al conjunto, a la comunidad. En una sociedad democrática es inevitable la existencia de los conflictos y no son tolerables las pretensiones de su disolución, porque “democrática” significa a la vez plural (por su constitución) y pluralista (por su intención). “Es inútil -cuando no peligroso- contar con un consenso que pusiese fin a los conflictos. La democracia no es un régimen político sin conflictos, sino un régimen en el que los conflictos son abiertos y negociables según reglas de arbitraje conocidas.” (Ricoeur, 1996: 280). Pretender suprimir la posibilidad misma de la
1 Debemos a los trabajos feministas que hayan planteado que el espacio doméstico excede también los límites de la estricta privacidad, puesto que las determinaciones de los integrantes de los núcleos familiares, que son las que explican estos comportamientos íntimos, se producen en contextos sociales y políticos amplios.
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existencia de conflictos en las sociedades pluralistas es atentar contra su propia identidad democrática.
No siendo posible, ni deseable, solucionar definitivamente los conflictos, éstos deben ser encauzados de manera que encuentren dónde manifestarse sin que los generados en un ámbito se difundan afectando el funcionamiento de otros. A ese efecto sirven las instituciones democráticas. En cierto modo podría decirse que las instituciones deben su existencia a la de los conflictos. En ellas el conflicto entre sectores e intereses se manifiesta y es regulado de manera que la tensión entre el consenso y el disenso genere una resultante que es la acción institucional (Mouffe, 1996). El funcionamiento institucional nunca es plenamente satisfactorio porque expresa esa resultante. La dinámica institucional siempre es un desafío a que otras reemplacen a las relaciones de poder existentes e incorporadas en el formato institucional. El factum institucional, un hecho institucional cualquiera, no es sino un momento sincrónico en el que la tensión entre los diferentes intereses se muestra en aparente equilibrio, estabilizada. Aunque se trata de un equilibrio inestable, pues precisamente en el momento mismo en que se manifiesta está emplazando a otros sectores a que alteren ese equilibrio.
La democracia consiste, con propiedad, en el proceso permanente de resolución de los conflictos que hacen a lo público. Este proceso es asintótico; nunca se llegará a encontrar la curva con el eje aunque esa sea su tendencia. En el momento en que se resolvieran todos los conflictos ya no tendríamos democracia. No sabría cómo llamar a ese momento, pero incluso las peores dictaduras reales o imaginadas no consiguen plenamente anular el conflicto. Quizá quien más se haya aproximado a esa terrible posibilidad es Orwell, en su novela de anticipación 1984, al mostrar que para el totalitarismo no basta con eliminar físicamente al sujeto que discrepa (“Eres un caso difícil. Pero no pierdas la esperanza. Todos se curan antes o después. Al final te mataremos” p.: 294); previamente éste debe haberse anulado a sí mismo mediante una aceptación íntima, afectiva, no racional, del orden impuesto: “Tienes que amar al Gran Hermano. No basta que le obedezcas; tienes que amarlo” (p.: 302). Pero cuando eso ocurre ya no es propiamente un sujeto, esto es, ya no es un individuo diferenciado, dotado de subjetividad, luego lo que se elimina es un objeto indiferenciable del resto de los objetos que constituyen la colmena milenarista. Ni los sujetos orwellianos lo son, ni la sociedad es propiamente una sociedad, ni hay política, ni comunicación. Recordemos también cómo resulta necesario al poder omnímodo recrear permanentemente no sólo la historia, sino el lenguaje, cómo se fabrican hasta las canciones. Es una vida sin comunicación, sin política, sin conflictos.
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La política, como se ha señalado, es una emanación del espacio público. A su vez, el espacio público no es posible sin una determinada política, esto es, sin una determinada forma de gestión de los asuntos que afectan a la colectividad. Durante el franquismo el término “política” era un término que estaba demonizado. La política era mala, no había que hacer política. Esto no era sino una más de las expresiones de la dictadura. La gestión de lo colectivo era competencia exclusiva de unos pocos (ni siquiera los vencedores, como se pretendía, porque no todos podían acceder a las instancias de poder) que además negaban su mismo carácter político. Tenían que hacerlo, porque admitir que ellos hacían política era admitir al mismo tiempo que habían monopolizado una función que corresponde a cualquier ciudadano por el hecho de serlo, era admitir que habían secuestrado a la democracia, que el gobierno era una dictadura y, por tanto, sostenido en contra de la voluntad popular. En correspondencia tampoco los ciudadanos lo eran, sino súbditos. Y tampoco había comunicación libre para evitar que, como consecuencia, surgieran conflictos. La dictadura eliminó incluso la posibilidad física de constituir físicamente espacios públicos cuando no reconocía la libertad de reunión o asociación, cuando prohibía que se encontraran tres o más personas para hablar, para comunicarse, sin autorización previa. Por cierto que si esas personas se hubieran encontrado, o cuando lo hacían, se hacía política. A menos que autocensuraran su conversación limitándola a los asuntos domésticos (privados), se hablaba de cosas del interés común de todos ellos, esto es, de la comunidad. La política es, entonces, el espacio en que se inscribe la tensión entre el consenso y el disenso, es el espacio propio del conflicto. Como dirá un comentarista de Dewey, “es el lenguaje lo que hace posible la política, porque el lenguaje pone a los humanos en disposición de organizar la actividad social y de reaccionar de modo sistemático a sus defectos” (Steiner, 1994: 133).
De hecho, repitámoslo, la comunicación no sólo permite la expresión del conflicto, sino que, a menudo, lo genera, porque confronta valores, principios de actuación. Sólo que sin esa confrontación habría un silencio de cementerio. La comunicación, como vía de expresión del conflicto “hace” política; como vía de generación del conflicto, “hace” democracia pluralista. Al expresar el conflicto hace política puesto que permite tratar colectivamente los asuntos de la colectividad y precisamente porque esos asuntos afectan no a uno sólo sino a muchos necesitan confrontarse entre todos ellos. Al generarlo hace democracia porque forzando la implicación de todos invita a todos y a todos les permite que se pronuncien y resuelvan, no desde su reducción a una masa homogénea, sino desde la aceptación de su pluralidad y sin que renuncien a la misma. Dicho de otro modo, el tratamiento del conflicto por medio de una política democrática nos constituye como sujetos, nos permite mantener nuestras diferencias frente al resto, nos presta una identidad diferencial.
II
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Así como la comunicación hace posible la democracia, es también la comunicación, el libre uso de la palabra “en público” lo que construye y abre el espacio político. Pero, como antes se dijo, existe una vía democrática para encauzar los conflictos y la política. “Resulta entonces imponderable formar instituciones convirtiendo esta reflexividad colectiva efectivamente posible e instrumentándola concretamente” (Castoriadis, C., 1993: 89). Las instituciones son peculiares espacios públicos en los que el conflicto social se domestica. La institución escolar, por ejemplo, muestra cotidianamente la tensión entre grupos de interés que mantienen diferentes posiciones respecto al hecho educativo. Las organizaciones no son otra cosa que las formas particulares en las que se proyecta y materializa la institución. De ahí que las organizaciones tengan como elemento consubstancial el conflicto.
Lamentablemente, el predominio de cierta lógica organizativa ha extendido la imagen según la cual las organizaciones son, cuando no entes naturales, artefactos casi mecánicos cuyo funcionamiento armonioso depende de su diseño y del cuidado puesto en reemplazar oportunamente las piezas que pudieran afectar ese funcionamiento. Pero las organizaciones son, de hecho, cruces de prácticas institucionalizadas, esto es, prácticas potencialmente conflictivas sometidas a encauzamiento y regulación. Toda pretensión de despolitizar las instituciones es una contradicción en sus propios términos. Las instituciones no es que estén o no politizadas, es que son entes políticos, son cristalizaciones de determinada política, formas de detener provisionalmente en el tiempo la resultante de la tensión consenso/disenso aflorada por la comunicación. Y las organizaciones son los modos singulares en que se muestra esa institucionalización. Cada organización es una compleja red de relaciones; esas relaciones se inscriben en campos de prácticas y el cruce de tales prácticas -algunas de las cuales son también prácticas discursivas- construye, delimita, en torno a sí un espacio que es el espacio organizativo. Las organizaciones son lugares, no siempre lugares físicos, a veces virtuales, donde ocurren cosas. Lo que ocurre en las organizaciones y cómo ocurre, es lo que las singulariza, lo que las dota de identidad. Así pues, lo único que diferencia los conflictos que se producen en el seno de las organizaciones de aquellos otros que se dan fuera del espacio organizativo es que los primeros tienen ya creados, definidos, unos cauces por los que discurren y se manifiestan, como efecto de su institucionalización: “Las instituciones establecen las reglas del juego y, en consecuencia, también los diferentes criterios para el control. Algunas de las rutas de tal control resultan ignoradas porque vienen incorporadas a esas mismas reglas del juego” (Beltrán, F.: 1995: 47).
La organización, toda organización, requiere de la comunicación en su seno. Es más, la comunicación “hace” también a la organización, porque recrea permanentemente el vínculo entre quienes la integran. Como en el caso de las instituciones políticas, la pretensión de suprimir la comunicación para acabar con la emergencia del conflicto lleva a la muerte misma
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de la organización. Una organización donde no se recrean los vínculos de pertenencia, la identidad organizativa propia y la de sus miembros, no sería sino una máquina (¡el sueño de muchos organizativistas!). Pero hasta la deseada perfección le sería hurtada por la propia naturaleza humana. Tendría que ser una organización (?) de robots. ¿Es posible una organización de robots? No. Es posible su ensamblaje, su articulación,... A no ser que aceptemos para organización el significado restringido propio del mecanicismo cartesiano, que es el de “orden”, como en “voy a organizar la casa” (por “voy a ordenarla”) o “voy a organizar mis asuntos” (por “voy a ponerlos en orden”). “Sólo en la política el individuo se convierte en tal, es decir, irrepetible, pues sólo como ciudadano actúa, mientras que en la sociedad civil sólo es un replicante, uncido a la necesidad de una técnica” (Flores D’Arcais, 1996: 19)
Puede, en consecuencia, afirmarse que toda organización es potencialmente democrática, porque en toda organización existe un grado mínimo de comunicación como elemento constituyente e ineludible de su materialidad. La comunicación, por otra parte, tiene la capacidad de organizar (en el sentido que le conferimos al término organización, esto es, como red de relaciones) porque hace posible la fluidez de esas relaciones, más allá de los efectos de estabilización introducidos por el factor institucional. No obstante, las organizaciones que se han configurado bajo formato jerárquico, proponen la comunicación como un elmento manejable, manipulable, para que sirva a los propósitos instrumentales con los que la misma organización se concibe. En tales casos, la comunicación se "tecnologiza", esto es, se reduce a un artificio (algo que debe ser “artificialmente” construido y sostenido). Ahora bien, hacerlo así significa reservar el término de comunicación sólo para ciertos modos peculiares de la misma o, dicho de otra manera, significa desposeer de legitimidad (desde el punto de vista organizativo) a las otras formas de la comunicación que emergen de manera natural en la sociedad y que son precisamente las que la definen como una sociedad política. La jerarquía organizativa no sólo ordena, clasificando, sino que también califica y, por lo tanto, descalifica. Y la jerarquía descalifica la comunicación que se sustrae a su influencia.
La jerarquía no constituye, sin embargo, un elemento esencial a las organizaciones ni, siquiera, una condición organizativa. Es tan sólo un elemento peculiar de un determinado formato organizativo. Así pues, la comunicación en organizaciones jerarquizadas no responde al tipo de comunicación al que cabe atribuir los efectos de creadora de democracia, configuradora de un espacio público político y que no son, por tanto, imputables a todo formato organizativo, sino sólo a aquellos que cumplen determinadas condiciones constitutivas y de desarrollo. Pero eso no quiere decir que el caso particular de la organización jerarquizada no contribuya a modelar una política; aunque se trata de una política por omisión, vergonzante, que no se declara como tal, es más, que se niega a sí misma esa
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condición. Esa forma impropia de la política, de tratar los asuntos públicos -que hacen a la colectividad- consiste en anular el conflicto, por lo que es antidemocrática.
En este punto debe tenerse en cuenta que la organización en cierto modo “crea” a sus propios componentes, esto es, a los sujetos de la organización, en su calidad de tales sujetos. Es decir, la pertenencia a cualquier organización genera formas de subjetivación que responden a los formatos peculiares de los que ésta se dota. El sujeto de la organización no es un ente abstracto; es el sujeto que es por su pertenencia a la organización; su subjetividad, su modo peculiar de ser sujeto queda definida por el cruce de relaciones que nombramos organización. Puesto que la subjetividad implica también diferencia, reconocimiento de la alteridad, uno se siente sujeto de la organización en la misma medida en que asigna a otros la condición de exclusión respecto a esa misma circunstancia, a ese pliegue social que constituye la singularidad organizativa. Es precisamente esa distancia, erigida desde la autoidentificación, la que hace posible la comunicación y, en consecuencia, la que genera el conflicto, esto es, la propia dinámica de la organización y su posibilidad de cambio.
Cuanto más democrática sea una organización, cuantas más posibilidades ofrezca de confrontación de la alteridad y de reconstrucción de la subjetividad, mediante la comunicación y el conflicto, más espacios dejará a sus componentes para la acción autónoma y cooperativa. Por el contrario, la organización jerárquica al someter al conjunto de los miembros a comportamientos preestablecidos, eliminando así la posibilidad de la discrepancia, cercena las oportunidades de construir subjetividades a la vez que de reconstruir permanentemente los vínculos entre los miembros. La organización queda sujeta a la voluntad de sólo alguno de sus miembros que ocupan su particular posición merced a las diferencias que mantiene sobre el resto indiferenciado al que anula, salvo como objetos (se les niega su condición de sujetos). Estos, a su vez, restringen su comunicación, porque la única autorizada es la información unidireccional de arriba abajo; cuando se admite la de abajo arriba es mediada, canalizada a través de un representante, esto es de alguien que ostenta la pseudosubjetividad de la masa indiferenciada (en muchos ámbitos laborales la charla entre los trabajadores constituye motivo de sanción). No habiendo subjetividad reconocida no hay tampoco posibilidad de reconstruir un espacio público. El espacio es el de la privacidad, que es un espacio u-tópico, es decir, sin coordenadas, un punto sin dimensiones, una mera virtualidad, cada uno ensimismado en sus propios asuntos pretendidamente distintos a los del compañero, ajenos los unos a los intereses de los otros.
Cuando se da una situación como la anteriormente descrita, la comunicación organizativa, que nunca puede eliminarse por completo, adopta formas peculiares de mostrarse, se metaforiza. Igualmente el conflicto se muestra a través de metáforas, se encubre,
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se disfraza, puesto que desde el momento en que siempre quedan restos de comunicación nunca desaparece. El encubrimiento, tanto de la comunicación como del conflicto, representa un contratiempo para la vida organizativa, literalmente la sitúa contra el tiempo, esto es, contra la pretendida linealidad teleológica que se le supone. Una organización nunca se dirige linealmente al cumplimiento de sus metas. Esa es una imagen generada y divulgada con notable éxito por la rancia tradición cartersiana de la que somos herederos. Pero si, como se ha dicho, la organización es un cruce de prácticas, no hay en la misma orientación de sentido. Eso es precisamente lo que ponen en evidencia las metáforas del conflicto. En ellas, a través de ellas, se muestra el caos creador que se oculta tras el aparente orden. Como cuando se dice que los procesos de toma de decisiones son cubos de basura o que todas las organizaciones guardan algún cadáver en su armario.
Cuanto más se presuma desde una organización de la inexistencia de conflictos en ella, más cabe pensar que se trata de una organización opiácea, mecánica o robotizada. De una organización que pretende anular las diferencias a base de no reconocer las subjetividades de quienes la componen; de una organización antidemocrática en la que los elementos claves para su análisis y donde se esconde su mayor potencial transformador se encuentra en las metáforas mismas con las que encubre ese conflicto que declara inexistente. Son éstas organizaciones que, paradójicamente, sacrifican toda posibilidad de cambio al progreso continuo hacia el logro de unas metas que, como la zanahoria ante el animal de tiro, nunca se alcanzan. También en tales casos la propia subjetividad y la alteridad aparecen metaforizadas. La metáfora más simple es la identificación del sujeto con la posición que se ocupa en el seno de la organización, esto es, con su ubicación en un espacio organizativo virtual: hablar del jefe de estudios, del director, del conserje, del alumno o de los padres. La cara opuesta a la metaforización del otro es la identificación propia con la metáfora correspondiente: referirse a sí mismo exclusivamente en términos del rol organizativo que se desempeña.
Esas formas metaforizadas generan sus propias patologías organizativas, como por ejemplo el narcisismo organizativo, consistente en explicar la vida de la organización mediante claves aplicables a la vida extraorganizativa del propio sujeto o viceversa. Los modos peculiares más conocidos de ese narcisismo son el organocentrismo, que toma la organización como el núcleo a partir del cual se articulan todas las vivencias, interpretación y comprensión del resto y el victimismo, en la que el núcleo se desplaza al sujeto mismo quien, de este modo, pretende refundar su identidad vacía sobre una permanente negatividad (uno no puede hacer otra cosa que la que hace porque la administración, el director, los alumnos, las familias, etc.). Existen modos derivados de estas patologías como el misticismo organizativo o trascendentalismo, en el cual la figura de la organización representa la suma de los ideales de orden, progreso, etc. bien sea por su propio formato organizativo, bien por las metas que
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pretende; el sujeto entonces se enajena (se metaforiza) en una especie de apóstol, místico o profeta, cuyo deber es persistir en la denuncia reiterada de los pecados de un mundo en la procura de cuya salvación empeña su propia vida.
III
En la concepción de Hannah Arendt, el poder no es una cantidad fija distribuible de manera desigual entre los individuos, ni almacenable, “sino que sólo existe en su realidad (...) El poder sólo es realidad donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades” (1993: 222-3). La concepción Arendtiana del poder parece más próxima a la potentia spinoziana que a la potestas: poder es “el potencial espacio de aparición entre los hombres que actúan y hablan” (op. cit.: p. 223). Luego el lenguaje, que puede expresar el disenso, es a la vez una de las vías de la creación de consenso, que, como Sartori recuerda, “significa compartir algo que nos vincula” (1996: 115).
El lenguaje, especialmente el lenguaje político, es, sin embargo, portador de contradicciones (Edelman, 1977). Cuando se menciona la existencia de una contradicción se trata, textualmente, de contra-dicción, esto es, de un decir a la contra o contrario. Por lo tanto son las contradicciones las que expresando el disenso, lo contienen. Ese es precisamente el mecanismo mediante el que el poder espurio se filtra a través del lenguaje; no reside en las afirmaciones ni en su forma imperativa. Uno puede negarse a hacer lo que se le dice si la orden es muy clara, a menos que esté asociada a otros gestos de coerción (si quien lo dice, además, dirige un arma hacia mí; pero en ese caso el “poder” no reside en la orden verbal sino en lo que refuerza esa orden, en lo que le da un plus de fuerza gracias al cual se consigue mi sumisión; en términos de Arendt ya no se trataría de poder sino de violencia que, precisamente, destruye al poder, es decir, la posibilidad, la potencia de hablar libremente sobre el asunto). Ante lo contradictorio uno incumple siempre, precisamente por la naturaleza de la contra-dicción; sea cual sea el modo en que se actúe se incumple con uno de los términos contrarios. Es entonces cuando el uno queda a merced de quien le dio la orden.
La vieja antinomia contenida en la frase imperativa “sé libre” (porque si uno obedece ya no es libre y si no obedece incumple la condición de la libertad, que es el acatamiento) se repite en el presente en muchas formas organizativas. No tenemos más que pensar en algunos de los divulgadísimos eslóganes reformistas, como el de la autonomía del profesor, tanto en su enunciado como en sus implicaciones. Es una ley, nada menos, la que ordena al profesor que sea autónomo, para lo cual, y en aparente consecuencia administrativa, deben regularse
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los términos del cumplimiento de la autonomía, esto es, debe atentarse contra la propia autonomía si se pretende que se cumpla. En cuanto a sus implicaciones, el dictado de la autonomía se encuentra contra-dicho por la condición funcionarial del docente, puesto que un burócrata, como viera con toda lucidez Weber (1977) hace más de un siglo, renuncia a la misma a cambio de asegurarse un puesto de trabajo vitalicio.2
Pero, más allá de las contradicciones incorporadas en el lenguaje organizativo, existen aún otras que hacen a la dimensión macropolítica. Quizá la más significativa a nuestros efectos es la que hay entre el control privado de las actuaciones públicas o entre el control público de las actuaciones privadas. Las organizaciones escolares son, supuestamente, parte de la esfera pública. En consecuencia, sus actuaciones deben regirse por criterios públicos y quedar sometidas a formas de control igualmente públicas. Ahora bien, puesto que las organizaciones escolares se justifican por su orientación al desarrollo individual, tales criterios públicos deben contener en sí mismos principios de actuación y procedimientos de control de naturaleza privada (definida aquí privada como relativa al ámbito de la intimidad, de la domesticidad o excluida de tener repercusiones sobre otros). Si, por el contrario entendemos que lo escolar no tiene esa condición de privacidad porque, en términos deweyanos (Dewey, 1927), sus repercusiones afectan o pueden afectar a otros y que, por tanto, cabe definirlas como públicas, al mismo tiempo no podemos dejar de admitir que las actuaciones escolares se plantean en términos de individuos y sobre esferas de privacidad.
Para salvar esa contradicción (que, recordemos, reproduce en sí misma formas espurias de poder) tenemos nuevamente que volver al terreno de lo institucional, puesto que las instituciones políticas se inscriben como representaciones de la voluntad pública. Lo que quiere decir que re-presentan, que vuelven a hacer presente una y otra vez, con su mera existencia, una voluntad pública. En cualquier caso resulta muy arriesgado, como se ha puesto de manifiesto muchas veces desde la teoría política, hablar de “voluntad pública”, expresión en sí misma tan contradictoria como aquellas otras usadas anteriormente como ejemplos. El riesgo de su contra-dicción reside, claro, en que posibilita su cumplimiento dual y, por tanto, su incumplimiento permanente. En último extremo, una nueva ocasión para el ejercicio del pseudo-poder (tenemos ejemplos constantes en los medios de comunicación cuando dan
2 Vivimos, sin embargo, tiempos en que podemos vernos en la situación de tener que hacer una defensa de la burocracia frente a los ataques de los que ésta es objeto por parte del sistema de libre mercado desde el cual se pretende “proveer el modelo a través del cual deberían estructurarse todas las formas de relación organizativa” (Du Gay, 1996: 23).; frente a la lógica empresarial, dice el mismo autor, la burocracia “representa un importante recurso político y ético en los regímenes de democracia liberal porque sirve para divorciar la administración de la vida pública de los absolutismos de la vida privada” (op. cit.)
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cuenta de las actuaciones parlamentarias: pertenecemos a la OTAN por voluntad pública y también por voluntad pública se congelarán nuestros salarios).
¿Qué supone entonces salvar una contradicción utilizando otra? La clave está en el modo en que se dicta o contra-dicta, es decir, en los procedimientos utilizados para el dictum. En unos casos el dictum es “privado”, esto es, realizado sin garantías de publicidad (de ser sometido a lo público; no de ser publicitado) y sin posibilidad, por tanto, de que en torno al mismo se genere comunicación, que es lo que permite que se expresen quienes entienden de manera diferente los términos de la contradicción; el conflicto, entonces, se ocluye, se cierra, se clausura con la decisión tomada, inevitablemente, como una imposición frente a la que se exige sumisión; tras lo cual bien puede negarse su existencia. En otros casos, lo que se dicta no niega la existencia del otro término de la contradicción, sino que se acuerda su aceptación provisional hasta tanto la argumentación pública no decante la “voluntad” hacia el otro extremo, cosa que, teóricamente, siempre puede ocurrir porque el conflicto no se clausura, permanece abierto con independencia de la decisión adoptada, que es siempre una decisión revocable porque sigue abierta la posibilidad de mantener vivos los dos aspectos contradictorios. En este último caso estamos hablando, obviamente, de la democracia como procedimiento.
IV
Todo lo dicho hasta el momento requiere un matiz de considerable importancia. Aquí se ha hablado de organización en términos tan generales que podría entenderse que el propio sustantivo esencializa el hecho organizativo, como si todas las organizaciones respondieran a las mismas características definitorias. No sólo eso no es cierto, sino que destacar que se trata de cruces de prácticas permite, por el contrario, dar a entender que las configuraciones resultantes tienen, cada una de ellas, características diferenciales. No obstante la aclaración, podemos ampliar ésta para el caso que nos interesa señalando la existencia de organizaciones que cuyo rasgo diferenciador consiste en que se constituyen como cruces de prácticas emergentes de la búsqueda de dar satisfacción a necesidades o intereses; entre ellas se contarían, por ejemplo, las organizaciones productivistas. Las configuraciones organizativas resultantes de éstas se explican principalmente por la naturaleza de sus prácticas las cuales, a su vez, tienen relación con los modos generales de producción y consumo, esto es, con el sistema de producción e intercambio de mercancías dominante en la formación social e histórica en el seno de la cual surjan.
Existe otra tipología de organizaciones que emergen de las prácticas relativas a las posibilidades y realidad de la participación de cualquier individuo y de agrupaciones de los
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mismos en la determinación de los principios rectores de su vida en comunidad (un ejemplo lo podrían constituir los partidos políticos, las organizaciones de trabajadores o las asociaciones vecinales). La configuración de éstas, a las que podríamos llamar organizaciones “de voz”, pueden y deben cobrar dimensiones diferentes a las anteriores. Al igual que las primeras no siempre pueden pemitirse renunciar al logro de un objetivo como pueda ser el de la satisfacción de necesidades primarias o básicas, mientras se discute la naturaleza del proceso deliberativo a seguir, en el seno de las últimas no procede plantear cuestiones relacionadas con la instrumentalidad de la acción colectiva, ni tampoco adoptar una lógica mercantil para regular las interacciones entre sus miembros.
La indiferenciación de estos dos tipos organizativos, da lugar con frecuencia al cruce de lógicas para explicar el funcionamiento de las unas o las otras. Ahora bien, existen aún otro tipo de organizaciones cuya identidad no encaja con precisión en cualquiera de los enunciados puesto que comparten características de uno y otro. Las de los servicios sociales, por ejemplo, serían de esta tercera clase, como de esta clase son, precisamente, las organizaciones escolares. Si bien por un lado se explican por su pretensión de articular prácticas para el logro de ciertas metas precisables, como son la mayor y mejor educación para todo el conjunto de la población, dando prioridad a los sectores de menor edad, no por ello pueden renunciar a utilizar una lógica de articulación tal que subordine sus formatos organizativos a las posibilidades de convertirse en un órgano expresivo de la comunidad, la ciudadanía o la población en general. Porque es precisamente en el uso de la voz donde radica su condición de posibilidad para que, tanto los sujetos se constituyan como tales, cobren identidad, como para que, de manera simultánea, vaya constituyéndose una comunidad, es decir, vayan aflorando los intereses que resultarán comunes. De nuevo, la pretensión de satisfacer esos intereses comunes requerirá que la propia organización emergente se oriente también hacia los mismos.
Puesto que estas tipologías se enuncian sólo a efectos de diferenciación, nada exige que una particular singularidad organizativa deba constreñirse a la una o la otra. Pero sí que parece inconveniente no ser capaces de diferenciar la lógica de sentido que preside uno u otro caso (algo que Walzer -1993- nos recordó en su obra más representativa). Las organizaciones de voz tienen que adoptar formatos en los que el poder se genere permanentemente, impidiendo las formas espurias del mismo, esto es, deben ser tales que su propio formato permita, haga posible, la permanente interlocución pública con un escaso margen a las cristalizaciones, que, en cualquier caso, deberán ser débiles o blandas. Por contra deben ser fuertes aquellos aspectos que garanticen y posibiliten la igualdad básica en la participación de todos en el uso de su voz, y eso requiere acudir a la otra lógica complementaria, puesto que la principal de las necesidades que requieren los colectivos humanos es precisamente la de
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constituirse con plenitud como seres humanos, como sujetos y protagonistas de sus propias vidas, que es como decir la de constituirse en comunidad, sintiéndose identificados con otros a la vez que diferentes de ellos. Lo que sólo puede ser logrado mediante una lógica fuerte. Como señala Sartori, acerca del “consenso procedimental (...) existe una regla de extraordinaria importancia que debe preceder a las restantes: la regla que determina cómo deben resolverse los conflictos” (op. cit.: 116). Esa no es sólo la circunstancia particular de las formaciones organizativas de carácter político (gobiernos públicos y otras formas de participación social) sino que es precisamente la misma que concurre en las escuelas y centros de enseñanza. Si las primeras son organizaciones políticas, estas últimas no lo son menos. El énfasis exclusivo en su instrumentalidad y en su orientación a metas coincidentes con el logro individual de acúmulos de poder personal o de acceso a posiciones diferenciales para el ejercicio del poder político, económico, profesional, etc. ha hecho que se pierda de vista su dimensión de recrear la democracia.
Permítaseme citar aquí algo que recientemente tuve ocasión de señalar en otro lugar: “repolitizar lo escolar no significa pretender reducir su incertidumbre, lo que abocaría en la trampa de la necesidad incremental de información y en el tecnocratismo, sino resolver en cada caso, continuamente y con la apelación a juicios prácticos, la ambigüedad de sus metas. (...) Si las instituciones prestan la posibilidad de la enunciación de las críticas, al mismo tiempo demarcan el espacio real de las nuevas actuaciones. Sólo que entonces sus pretensiones universales se encuentran limitadas por ese mismo localismo de la institución; lo que implica la necesidad de ampliar el formato institucional para dar cabida progresivamente a otras instancias que sí estaban incluidas en el momento negativo de su definición, a la vez que de colaborar en la creación de nuevos y numerosos espacios o ámbitos de lo público. La existencia de esas otras esferas públicas democráticas políticamente activas es la condición de la transformación de las propias instituciones” (Beltrán, 1995)
El problema ya no puede plantearse en los mismos términos, utilizados en ocasiones anteriores, de cambiar las relaciones capitalistas de producción, sino en nuestra capacidad de acotar de manera precisa y mantener firmemente dentro de esos límites a las lógicas mercantilistas sobre las que se fundan esas relaciones. Castoriadis (1988: 123) lo plantea en estos términos: “Sólo la educación (paideia) de los ciudadanos como tales puede dar uncontenido verdadero y auténtico al “espacio público”. Pero esa paideia no es principalmente una cuestión de libros ni de fondos para las escuelas. Significa en primer lugar y ante todo cobrar conciencia del hecho de que la polis somos también nosotros y que su destino depende también de nuestra reflexión, de nuestro comportamiento y de nuestras decisiones; en otras palabras, es participación en la vida política”.
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