domingo, 1 de julio de 2012

ORGANIZACIÓN DE INSTITUCIONES SOCIOEDUCATIVAS: IMPOSIBILIDAD Y DESÓRDENES


ORGANIZACIÓN DE INSTITUCIONES SOCIOEDUCATIVAS:IMPOSIBILIDAD Y DESÓRDENES

FRANCISCO BELTRÁN LLAVADOR
(Universitat de València)
2010
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ÍNDICE
El subsuelo de las organizaciones educativas 5
Las organizaciones educativas, entre el orden y el desorden 37
De instituciones a organizaciones. Conformación de un campo 53
Organización y Gestión de instituciones socioeducativas. 85
Metáforas y realidades organizativas complejas
Tecnología(s) y Organización 141
A través de las instituciones socioeducativas 179
Conflictos organizativos 229
El desorden exigido por el principio de igualdad 247
Epílogo 283
Referencias bibliográficas 289
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EL SUBSUELO DE LAS ORGANIZACIONES EDUCATIVAS
Una ‘organización’ es una agregación social a la que se atribuyen ciertas características. Pero, atención, si no se va más allá, se la convierte en un concepto tautológico: ‘organización’ es aquello a lo que se atribuye características previamente definidas como propias de una organización (¡!). La falacia estriba en tratar bajo términos esenciales algo cuya definición actual, contingente, deriva de las formas históricas de sus representaciones.
Lo que mantiene su validez como objeto es la construcción de una peculiar lógica narrativa en torno al concepto; la verificación empírica de éste lo integró, en su momento, en un discurso epistemológico -a revisar más tarde- que decretaba como ciencia lícita una serie de conocimientos, codificados posteriormente bajo el rótulo genérico de ‘teoría organizativa’. Por tanto, desde la epistemología resulta más importante desentrañar la construcción histórica de su objeto y método que limitarse a la descripción de sus formas de representación discursiva. A su vez, la tarea analítica más interesante para dar cuenta de las organizaciones educativas, configuradas según los mismos principios epistemológicos, consiste en comprobar cómo, cada una, ha ido adoptándolos y adaptándolos.
La organización es un curioso fenómeno. Un viejo tópico dice que los seres humanos vivimos en un mundo organizado; otro, que
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siempre ha sido así. Asumir literalmente esos tópicos llevaría a concluir que la organización es constitutiva de la ‘naturaleza’ social del individuo humano. Al igual que se atribuye a Aristóteles el supuesto dictum que hace del hombre un animal político, sin considerar el sentido que en su época tenía polis (para abundar desde la filosofía política, ver Esposito: 2006), podría decirse que es un animal organizado. Si se admite la sociabilidad humana como natural, también se da con ‘la’ respuesta a una pregunta que empieza a resultar impertinente: qué es, en definitiva, organización. Sería el modo ‘natural’ en que la humanidad se asocia. Esta respuesta simple admite variaciones más sofisticadas, como ‘una inevitable consecuencia de la división del trabajo de la que, por tanto, resulta indisociable’. Es fácil descubrir que esa definición desplaza la condición ‘natural’ a la división del trabajo. De no ser así habría que emplazar la emergencia organizativa en un origen social.
Un poso de verdad, muy en el fondo de la afirmación anterior, es que la organización tiene que ver con el trabajo. Pero no con su división; o, al menos, no con la condición natural de su división. El trabajo es el modo peculiar en que las personas, a través de las relaciones entre sí y con su medio, transforman este medio; nada en esto conduce a aceptarlo como maldición divina (“ganarás el pan con el sudor de tu frente”) o como tareas que enajenan gran parte de la condición humana para posibilitar la vida, aunque sea en su nuda animalidad. Pertenece al terreno de lo
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mítico creer que en un tiempo pretérito se podía disfrutar de la existencia sin necesidad de acompañarla de algún tipo de esfuerzo, aún para procurarse medios de subsistencia; sólo en ese sentido el trabajo sería connatural a la vida.
Si la organización no es un ente natural, cabe remitirse al momento y agentes de su construcción, lo que la hace susceptible de sufrir variaciones en el tiempo, por acción de sus agentes u otras circunstancias. En ese caso también procede preguntarse por las posibilidades de actuar en su transformación. Renunciar a concebir las organizaciones como construcciones previas que se habitan temporalmente, presta oportunidad para convertirse en agentes de su reconstrucción. El protagonismo que cobra, así, cada actor organizativo descubre una doble cara en las organizaciones: son construcciones que al mismo tiempo posibilitan remodelarlas a voluntad. Además, la peculiar representación de los espacios por parte de sus moradores, señala a una actividad, una interacción con el mundo material y /o social.
Las páginas siguientes revisarán cómo han ido construyéndose y reconstruyéndose a lo largo del tiempo las organizaciones y los discursos acerca de ellas (que también hablan de nosotros y nuestras relaciones). Se verá, en especial, si lo predicado de las organizaciones en general es también aplicable a las educativas, en razón de las diferencias entre unas y otras. Plantearse cómo es posible transformar las organizaciones que habitamos nos
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emplaza a actuar en diferentes ámbitos. Ese trabajo de transformación, a realizar necesariamente bajo acuerdos colectivos, conducirá a reconsiderar las organizaciones desde una perspectiva política.
Los rudimentos de una arqueología de los saberes indican que si las organizaciones se han construido y reconstruido a lo largo del tiempo, lógicamente, no en todas las épocas se habrá recurrido a los mismos términos para nombrarlas. Por tanto, no ha existido inmemorialmente un objeto o fenómeno llamado organización que, a pesar de haber sufrido transformaciones y cambios externos, mantiene siempre un núcleo inmutable que remite a su origen. Por el contrario, algunos grupos de personas, habitantes de épocas y circunstancias particulares, han ido construyendo la categoría “organización”, cuyo significado cambiaba mientras se mantenía el significante generando una imagen virtual de permanencia en el tiempo.
Esto mismo ha sucedido en muchos otros ámbitos de las ciencias sociales y humanas. Cuando los antropólogos se enfrentaban a otras culturas tendían a nombrar por semejanza a las suyas de procedencia aquello que veían; por ejemplo, si encontraban una pauta con un pequeño núcleo compuesto por dos varones y tres mujeres adultas de la misma generación, dos mujeres ancianas y un número indeterminado de niños, pensaban en ello como estructura básica de “familia” en la cultura objeto de
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estudio; el emparejamiento temporal de algún varón o mujer con miembros de otra supuesta “familia” y su retorno a la primera tras un tiempo, suponía una alteración de la pauta estructural ‘básica’; vincular la identidad familiar a un formato, hacía de éste la referencia para juzgar al resto. Sólo tiempo después se apreció la deformación por etnocentrismo introducida por el pensamiento, lenguaje y acciones propios de la cultura originaria del antropólogo. En otros campos se había impuesto una cautela semejante; la historia pasada no puede ser descrita ni interpretada en términos de la presente; lo mismo cabe decir de los criterios estéticos o del lenguaje, como enseñó la hermenéutica: no se puede interpretar algo sin que eso signifique re-construir su significado, aunque sólo sea por extensión del original; tampoco se puede construir algo nuevo sin que ello presuponga una interpretación distinta de lo previo. Sería conveniente ver cómo afecta eso a la organización.
El término ‘organización’ remite a una acción y un efecto. Se utiliza la misma palabra para referir qué hacer para llevar a cabo algo y para el resultado. Por ejemplo, organizar un viaje implica disponer los medios y prever las contingencias; al regreso, a la pregunta sobre qué tal fue puede decirse que, la organización, magnífica. En este caso, la respuesta alude a que se mantuvo una especie de ensamblaje invisible entre todas las personas, componentes, circunstancias, fenómenos, etc. que permitió
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enfrentar sin incertidumbres lo previsto y lo imprevisible. ¿Podía haberse preparado muy bien el viaje y en el curso del mismo haber sucedido algo que diera al traste con todo? ¿Podía también haberse improvisado, sin preparación alguna, resultando un viaje perfecto? El primer caso llevaría a decir que la organización había sido mala, porque no pudo dar respuesta adecuada a lo impredecible. El segundo, ni mencionaría la organización, porque no habiendo previsión de ningún tipo, lo más probable es que el buen resultado se hubiera debido al azar. Por tanto, el concepto ‘organización’ se refiere de manera simultánea a la acción y a su efecto (no se dice que un establecimiento educativo está bien organizado si su funcionamiento es imprevisible o azaroso). Eso introduce, para entender el concepto de referencia, una nueva categoría de la máxima importancia: el orden.
Organización implica orden. Ningún orden es arbitrario, sino que responde a criterios, por lo que sería correcto utilizar el plural ‘órdenes’ en cuanto es posible que de los mismos elementos se desprendan distintos ordenamientos. Sea un grupo heterogéneo de personas al que se pide que se les ordene o que se ordenen a sí mismos; la pregunta inmediata es según qué o conforme a qué, porque puede ordenárseles por edad, sexo, peso, apariencia física, altura, etc.; o, recurriendo a criterios de otra índole, por sus estudios, trabajo, vivienda, si poseen o no animales domésticos, si han viajado alguna vez a Berlín, si se despiertan antes o después de mediodía, etc. Dado que una ‘organización’ supone la
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disposición ordenada de elementos, aplicar ciertos criterios de orden y rechazar otros, producirá sólo determinados efectos; pero, puesto que esa figuración o formato no siempre responde a criterios de necesidad, puede afirmarse que el fenómeno organizativo es el resultado contingente de la construcción de un orden siempre provisional.
Cualquier organización es susceptible de verse interpelada respecto a la procedencia de sus criterios de orden y, en su caso, de la responsabilidad de quienes los hayan definido o impuesto. Algunos pueden presuponerse, porque pertenecen a un orden implícito en el objeto, al menos en su formato tradicional (como en una casa en construcción se identifican tejado, pilares y vigas maestras, escaleras, etc.); otros, quedan establecidos inconscientemente por quien entra a formar parte de la organización o se integra en ella, puesto que coinciden con aquellos de los que es portador y aplica a otros ámbitos de su vida -en ocasiones de modos irracionales o hasta aberrantes. ¿Quiere eso decir que cada uno, a título individual, tiene suficiente capacidad como para decidir los criterios de orden en la disposición de los elementos organizativos? Sí y no. Puede hacerlo en la medida en que se reconozca como parte de un colectivo integrado por otros con los que se compartirán ideas respecto a los criterios a imponer. Dicho de otra forma, la capacidad de acción de los agentes organizativos: a) es colectiva, más que individual; b) es relativamente autónoma, puesto que ya
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existen criterios predefinidos. Estas dos notas son muy importantes al efecto de entender cómo funcionan, se dirigen y cambian las organizaciones.
Resumiendo lo anterior, puede decirse que el fenómeno organizativo alude, a la vez, al continente y al contenido, a las estructuras y a los procesos; que determina las acciones posibles y también sus resultados. Una perspectiva sincrónica permite observar estructuras claramente delimitables, estables, fijas, formalizadas, que representan la reproducción de la acción idéntica, la previsión, el cálculo, la racionalidad instrumental; todo lo que constituye la esfera técnica de la organización. Desde una perspectiva diacrónica, se observa un campo de acción colectiva, de movimientos espontáneos entre fronteras inciertas, de estructuras fluidas, emergentes e informales que representan aquello que no puede reducirse al cálculo: el compromiso con una causa común, la lógica afectiva o de valor; todo ello constituye la esfera política de la organización. Y es importante retener que no puede existir la una sin la otra.
Quizá ahora se entienda mejor por qué antes se utilizó el término ‘interpretación’. Puede darse prioridad a la figura sobre el fondo o viceversa; un mismo fenómeno, acontecimiento o suceso organizativo puede ser interpretado haciendo que domine una u otra de esas perspectivas y, según sea la interpretación, la acción posterior y la construcción organizativa subsiguiente, serán
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también unas u otras. Hasta ahora, la perspectiva más extendida, llegando a parecer la única existente, se correspondía al predominio explicativo de una dimensión técnica; esta perspectiva tiene su origen en las primeras teorías formuladas a partir de la observación empírica de los fenómenos industriales de principios del siglo XX, desde criterios de eficiencia productiva. Configuró, con exclusividad a lo largo de más de la mitad del mismo y con preeminencia hasta el presente, lo que puede llamarse con propiedad la corriente dominante.
Esta obra, sin embargo, pretende cargar el peso sobre una segunda perspectiva cuyas explicaciones se sitúan más bien en una esfera política, dando cuenta de este modo de fenómenos que resultaban ocultos o despreciables para la anterior. Ante la inexistencia de una teoría organizada de la organización, adoptar una u otra perspectiva significa modificar los criterios de orden en consonancia y, consecuentemente, abre las posibilidades a la construcción de otras formas organizativas, porque como los de las organizaciones dan prioridad, según circunstancias, a una u otra perspectiva, lo que conduce a interpretar y construir de diferentes modos las organizaciones de pertenencia.
El fenómeno organizativo es producción y reproducción simultánea de un orden, como se ha dicho, siempre provisional y contingente. La reproducción se deriva de que la esfera técnica tienda a mantener y consolidar los supuestos primeros sobre los que se construye la organización; en cambio la producción lleva
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la esfera política a introducir nuevos criterios que, en respuesta a lo espontáneo, emergente y fluido, tienden a desafiar los supuestos básicos. La simultaneidad de esos dos ámbitos de acción hace que las organizaciones tiendan a estabilizarse y consolidar sus relaciones internas; pero la socialización previa de los agentes en medios también estructurados, organizados a partir de otros criterios, junto a las nuevas condiciones materiales y sociales los hace, a la vez, causa y efecto de otros entramados de relaciones. El resultado es que los procesos organizativos son procesos políticos en los que se generan las reglas que permitirán a los actores crear nuevos recursos y capacidades para transformar la organización.
Sin observar las interrelaciones de sus agentes, el conocimiento de una organización sería el de algo inerte. En consecuencia la clave no radica en estudiar estructuras y /o actores sino los contextos previamente organizados para la acción y las acciones que, derivadas de aquellas interrelaciones y desarrolladas en esos contextos, tienen el efecto de modificar la organización. La prioridad epistemológica la tiene, pues, el terreno, siempre específico, de la estructuración, constituido por el desarrollo de acciones que se hacen posibles en el ámbito organizado, modificándolo. Las condiciones que se encuentran al acceder por primera vez a una organización, así como las acciones que pueden llevarse a cabo sobre el trasfondo de aquéllas, explican que nunca se encuentren dos situaciones idénticas y la
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especificidad de cada organización. Eso no siempre permite cumplir con fidelidad lo perseguido, puesto que se comparte la cualidad de agentes; de modo que cada ‘orden’ resultante no es sólo específico sino contingente; tanto es él como podía haber sido cualquier otro. De ahí que el conocimiento de una organización implique siempre el análisis de situaciones particulares.
La imposibilidad de ir más allá de la generalización tópica de aspectos comunes a cualquier fenómeno organizado, contando con el escaso valor de especialización del conocimiento que ello provee, se deriva de la inexistencia de la teoría única a la que ya se aludió. El error de la pretensión de elevar a categoría cualquier situación particular se produce al ignorar que su pleno significado se obtiene al emplazarla en su campo de ocurrencia. También en teoría organizativa, lo que dota de significado a un conocimiento no es lo que se predica del objeto o asunto de referencia, así sea común a un tipo de ellos, sino lo situado en el trasfondo, sus vacíos o sus silencios, lo que parece no tener posibilidades de ocurrir, lo que sus actores no se han planteado acometer. De igual modo que un recipiente no cobra sentido por su forma o el material de que está hecho sino, precisamente, por el vacío que esa forma delimita, el sentido de una organización se encuentra en las posibilidades que abre a sus miembros para que devengan no tanto ‘actores’ de un guión organizado, cuanto ‘agentes organizadores’. Por ello mismo, los hechos o creencias de los
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sujetos importan menos que el conocimiento de aquello que estructura sus acciones y creencias. Es la pertenencia a la organización -quedar sometidos(s) a criterios de orden determinados- lo que constituye sujetos organizativos.
La renuncia a considerar las organizaciones como entes naturales lleva a aceptar sus cambios como fruto de la intervención de los agentes que las pueblan. Ese es, precisamente, uno de los significados -aunque no el más difundido- del término ‘autonomía’. Las organizaciones son autónomas en tanto se les reconoce capacidad de intervenir en su propia transformación; pero la recursividad de la acción humana (por definición, reflexiva) establece que la consciencia del sujeto, referida a la nueva situación en la que se encuentra, haga de él un sujeto diferente al anterior, quien, a su vez, contribuirá a ulteriores transformaciones. De ahí que el cambio constituya un proceso inherente al mismo discurrir de las organizaciones. Incluso en aquellas ocasiones en que esos cambios parecen tan irrelevantes que no introducen modificación alguna, podrían encontrarse entre ellos las causas de transformaciones mayores que, como su consecuencia, tendrán lugar posteriormente.
Comienza a entreverse que las organizaciones no son máquinas perfectas; que, de hecho, ni siquiera son máquinas. Si las relaciones que integran parcialmente las organizaciones, cambian ¿cómo podría el todo mantenerse inmutable? Ese cambio
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es un permanente reordenamiento de los ‘anclajes’ institucionales, resultante de un conjunto de tendencias que operan simultáneamente y en varias direcciones. Ejemplos tipo en organizaciones educativas serían los derivados de las diferentes posiciones que adopta la institución frente a la cultura entorno (la refuerza o debilita, la fragmenta o integra, la comprende o enfrenta, etc.) o de los relacionados con diferentes formas de la distribución, entre los que pueden incluirse los implicados en el intento de implantar o consolidar relaciones mercantiles en el ámbito educativo que, a su vez, permiten plantear nuevos tipos orientados a garantizar o incrementar la rentabilidad de los recursos; etc. Cada cambio perseguirá metas diferentes; sin embargo, algunos servirán indistinta, e incluso simultáneamente, a varias de ellas, aunque para discriminarlo no baste con enunciar las formas adoptadas. En consecuencia, para pronunciarse respecto a la orientación efectiva del cambio en una organización hay que considerar no sólo las metas hacia las que, aparentemente, se dirige sino también las variaciones del contexto institucional en que se sitúan los diferentes momentos de la secuencia del cambio. Para ilustrar lo que se viene diciendo, se puede recurrir a la historia de las reformas de las instituciones educativas en España desde unos setenta años atrás, es decir, el periodo que abarcan tres generaciones familiares.
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Si se toma el primer gobierno de Franco (1937) como punto cero, dado que supuso la sistemática destrucción de todas las formas y tradiciones escolares anteriores, podemos establecer cuatro grandes etapas en que situar las principales transformaciones sufridas por la educación española. Descritas con toda la brevedad que requiere una mera ejemplificación, serían las siguientes. En la primera, correspondiente con lo que dio en llamarse nacional-catolicismo, las instituciones educativas cumplen, de manera casi exclusiva, propósitos de socialización política; duró aproximadamente veinte años y reflejaría cambios introducidos de manera exclusiva por responsables institucionales. La segunda etapa, que en otro trabajo analicé con detalle bajo el nombre de tecno-burocracia (Beltrán, 1991), se identifica fácilmente por el intento de implantar y consolidar la llamada pedagogía por objetivos; duró aproximadamente otros veinte años y las transformaciones que en ella tuvieron lugar fueron también introducidas por responsables institucionales, pero ya no se recurría a la coerción para garantizar su cumplimiento, sino que se esperaba una cierta connivencia de aquellos que debían implantarlos y soportarlos (intento de transformar su legitimidad carismática en legal). La tercera etapa comienza a tener límites más imprecisos en el tiempo, en los agentes y en su orientación; su inicio se solapa con los últimos años de la etapa anterior y se manifiesta por cambios reactivos que no tienen una clara orientación, del mismo modo que no es fácil identificar a sus
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inductores. Lo más significativo de la misma es que la educación institucional es sometida a una dura crítica sociológica coincidente con una especie de retirada del terreno escolar por parte de sus instancias rectoras y su abandono en manos de otros agentes sociales, con lo que se entremezclan quienes se adscriben a la crítica (tanto desde el punto de vista negativo como del positivo) junto a quienes siguen sosteniendo como principios rectores de prácticas procedentes de las etapas anteriores. La etapa más reciente, de la que el presente todavía forma parte, corresponde a las pretensiones de extender la hegemonía del mercado al medio educativo y se caracteriza por un nuevo protagonismo de las instancias rectoras en la definición de reformas globales del sistema; el tipo dominante al que responden estos cambios toma, como propios, una mezcla oportunista y variable de formatos parciales anteriores.
A los efectos que trataba de ilustrar la presentación de estas etapas, su enunciado en clave organizativa permite identificar cuatro grandes momentos por los que han atravesado las instituciones educativas. En el primero se aprecia una hipotrofia de lo organizativo, que hace irrelevantes cualquiera de las acepciones mencionadas al principio de este capítulo; de hecho se produce una especie de olvido de la organización puesto que los propósitos perseguidos son tan claros y las formas tan coercitivas que se actúa como si cualquier formato de organización sirviera de igual modo para lograrlos; naturalmente, como eso no podía
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cumplirse, se exigía una rígida jerarquía que expresara el poder casi absoluto de unos agentes respecto de los otros; en la práctica, de hecho, esta característica extinguía cualquier otra posibilidad organizativa. En un segundo momento, las organizaciones educativas se entendieron como artificios mecánicos cuya manipulación instrumental sólo demandaba, en el peor de los casos, reubicar o sustituir sus ‘piezas’ deterioradas. Aunque ahora no cabe la mínima sospecha respecto a que estas modificaciones puedan representar cambios en los propósitos perseguidos ni, menos aún, en la mentalidad de los agentes, la jerarquía se mantuvo como residuo de la etapa anterior y garantía de un orden perfectamente calculado, pero se le sumaron otros principios que aproximaban el funcionamiento de las organizaciones educativas al de las burocracias; fue, pues, la época dorada de organigramas y gráficas, que pretendían reflejar con toda transparencia las diferencias de tiempos y tareas, junto a las posiciones relativas de quienes tenían que cumplirlas. El tercer momento fue residual, en el sentido en que la crítica estuvo orientada sobre todo a los fines perseguidos y no a las vías utilizadas, lógica prolongación del momento instrumental anterior; al igual que en el primer momento, la organización resultó prácticamente ignorada a efectos de los cambios introducidos. El actual cuarto y, por ahora, último momento, vuelve más compleja la mirada organizativa por efecto de los cambios introducidos en otros ámbitos que por una intervención deliberada; la perspectiva dominante sigue viendo
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las organizaciones como estructuras que pueden ser racionalmente gestionadas; se ha instalado una mentalidad administrativa aplicada a dictar un gran número de micro-disposiciones cuyo impacto en los agentes educativos, en lugar de consolidar sus posiciones, ha resultado paralizante; las reformas se tornan previsibles, se institucionalizan y se vacían de sentido, lo que demuestra su escaso impacto para introducir cambios en las culturas profesionales. Por último, el continuo deslizamiento del discurso entre lo global y lo local esgrime la descentralización como excusa para la participación y la des-burocratización, aunque, de hecho, esté conduciendo a una primera fragmentación de la política y la previsible y consecuente posterior despolitización.
Para su caracterización diferenciada, denominaré a los tres últimos momentos (puesto que de los señalados, el primero, además de remoto, es bastante atípico) tecnocracia, idealismo y tecno-mercantilismo. La tecnocracia, como es bien sabido, supone, literalmente, el dominio o el poder de los técnicos. Para que ello llegara a ocurrir en el campo educativo primero fue necesario que se transformaran discursos y prácticas, abandonando sus pretensiones de socialización política para convertirse en vías muy formalizadas de ‘instrucción’. El término idealismo se utiliza aquí, en sentido filosófico, para nombrar la preeminencia de las ideas y lo inmaterial sobre las condiciones concretas y materiales a partir de las cuales surgen aquellas ideas;
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cuando se define la educación, o los modos de alcanzarla, al margen del factor institucional, por lo general se incurre en idealismo pedagógico, muy frecuente en los discursos educativos investidos de validez universal, vinculada, en todo caso, a ‘esencias’ humanas –cuando no a la divinidad. Por último, el término ‘tecno-mercantilismo’ nombra el poder de los técnicos puesto al servicio de la primacía del mercado como marco regulador de la dinámica social; así como la ‘tecno-burocracia’ supuso en su momento la alianza de las lógicas tecnocrática y burocrática y el acceso de los técnicos a los puestos más relevantes de la administración, el tecno-mercantilismo supone el acceso de los técnicos a posiciones desde las que se controla el funcionamiento de los mercados, pese a que éstos se digan guiados por una mano invisible. Cada uno de los momentos contiene, de manera residual, elementos de los anteriores; los nombres utilizados sólo apuntan tendencias dominantes, al objeto de hacer más coherente la explicación de los modos en que se ha abordado el fenómeno organizativo. La caracterización pormenorizada de cada época y tendencia señaladas dará oportunidad de desentrañar algunos tópicos incorporados al conocimiento organizativo. Pero antes, se hace necesario señalar supuestos falsos relativos al currículum y la organización.
El primero sobreentiende que todo lo que respecta a los contenidos de la institución educativa es una cosa y otra bien distinta su organización. Según eso los ‘quehaceres’ gozan de una
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posición rectora sobre la organización siendo esta última apenas un mero recurso instrumental orientado a satisfacer sus requerimientos. Se pretende, de hecho, que las tareas y objetivos contienen la parte significativa de la institución mientras sus formatos organizativos corresponden a un momento posterior en el que, decididos ya los límites que deben caracterizar esa formación institucional, se trata de dar con las reglas más adecuadas para dotar de sentido al espacio demarcado. Si eso fuera cierto, implicaría actuar asumiendo que nuestros pensamientos definen la realidad. Como habrá ocasión de ver, este punto plantea algunas preguntas importantes cuya respuesta escapa a su misma definición: ¿Quiénes son los que definen cuáles deben ser y cuáles no los elementos normativos? ¿Cuáles son los criterios por los que se eligen unos y no otros? ¿Son todos ellos significativos para todos los casos? Pero el error principal, que permite tildar de idealista a esta concepción, es considerar que la definición del formato organizativo, a utilizar posteriormente para la transmisión, no afectará sustantivamente al mismo.
La posición opuesta considera que la organización tiene que definirse prioritariamente para, a posteriori, decidir las reglas estructurales que harán viables la transmisión en las instituciones educativas. Aunque parezca extraño, se trata de una posición que ha predominado entre nosotros durante bastante tiempo. Imagínese que se considera ventajoso introducir la enseñanza de
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un tercer idioma en los programas escolares. El primer inconveniente que se ocurrirá al respecto es que la jornada escolar carece de tiempo disponible para asignárselo a esta nueva disciplina. O, extremando el ejemplo, si se considerara necesario incorporar la enseñanza y el aprendizaje de la natación en la enseñanza reglada; inmediatamente se plantearía cómo hacerlo con los centros de que se dispone. Ahora bien, del mismo modo que es idealista la primera posición, consistente en creer que los propósitos institucionales deben determinar la organización, la segunda, que invierte los términos considerando que es ésta la que determina el límite institucional, es tecnocrática. La primera supone que la realidad material ha de plegarse a las exigencias de ciertos modos de pensar o entender esa misma realidad; la segunda supone, por el contrario, que aquello que se piensa está determinado por condiciones técnicas, burocráticas o mercantiles. Declarar que en el término medio entre las dos posiciones está la virtud conduce a un intento de compromiso ecléctico que, sin satisfacer a ninguna de las partes, traiciona a ambas. Es necesaria la capacidad de ver exactamente cómo operan entre sí instituciones y organizaciones; procedimientos, metas y agentes entre los que existe una relación compleja de determinación múltiple tal que las influencias entre esas variables pueden ser incluso recíprocas, pero no de la misma naturaleza y ninguna precederá a otra. Explorar más detenidamente esas relaciones, tramadas en torno a los conocimientos, requiere un pequeño rodeo
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epistemológico, dado que, supuestamente, constituyen la materialidad de instituciones y organizaciones educativas.
En un momento y lugar dados, los conocimientos comunes integran un complejo en cuya selección ha operado el criterio de considerarlos valiosos para su conservación y transmisión institucional. Esta peculiar definición destaca que ninguna institución comprende todos los conocimientos de cualquier lugar y tiempo, sino una selección de los mismos; que esa selección opera bajo dos criterios subordinados: (1) considerarlos valiosos y (2) a efectos de su transmisión. A este peculiar sistema se le puede dar, provisionalmente, el nombre de contenido cognitivo propio de una institución y, si ésta es educativa, el genérico de currículum. Sin embargo, la explicación anterior puede resultar insatisfactoria en la medida que deja preguntas sin respuesta: ¿Cómo se origina el conocimiento preexistente? ¿De dónde surge? ¿Es ‘uno’ – único y universal – o la ‘agregación’ de todos los conocimientos existentes? ¿Quién o quiénes lo consideran valioso? Y ¿a qué efectos? Si de ser transmitido, ¿no es la posibilidad de transmisión la condición de todo conocimiento –al menos de todo aquel no restringido a una sola persona? En fin, basta el intento de responder a algunas de las preguntas formuladas para encontrar elementos inquietantes, perturbadores de aquella tranquila e inocente definición. Si todo parece bastante enmarañado es, entre otras cosas, porque el modo habitual con el que se enfrenta la realidad evita –supuestamente por economía de
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la acción- formularse preguntas como esas y, si llega a hacérselas, procura construir respuestas que remitan a un pretendido orden natural de las cosas, algo del estilo de “porque sí”, “porque siempre ha sido así”, “porque no podría ser de otra manera”, etc. Sin embargo, valdrá la pena el intento de buscar otro tipo de explicaciones.
Para ello, lo primero es plantear que los conocimientos, no importa a qué se refieran, están lejos de ser objetos dotados de propiedades inalterables: es inevitable considerar a la vez quién lo posee o no; de ordinario, más de una persona, pero su posesión no será como la de quien atesora algo en un lugar secreto al que accede ocasionalmente para contemplarlo; al contrario, se posee un conocimiento para o porque se hace uso del mismo; aunque no como herramienta dejada a un lado tras su uso. El conocimiento forma parte de la constitución personal en la medida que su adquisición modifica al sujeto cognoscente; en ese sentido, se lo usa como al propio cuerpo. Por lo mismo, un conocimiento igual resulta diferente para distintas personas; ni siquiera puede decirse que el conocimiento por parte de A de la persona P en dos momentos, sean iguales, porque probablemente el del momento M ha servido para asimilar el nuevo o, a la inversa, el conocimiento posterior no hubiera sido el mismo sin el previo.
Lo dicho alerta sobre la posibilidad de trivializar la expresión “transmitir el conocimiento”, lo que invita a dar por supuesto que se trata de algo inalterable que algunos poseen en cantidades
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discretas que se transmiten conservando sus propiedades. Así explicado, el proceso parece milagroso, porque quien transmite los conocimientos siempre conserva la misma cantidad, independientemente de a cuántos lo haya cedido; definitivamente eso obliga a pensar el conocimiento en otros términos. Si se concibe como un proceso y no como un objeto no bastaría con nombrar el resultado, porque ya se ha visto que éste es un elemento más de otros procesos por los cuales se establecen relaciones con lo otro y los otros, el mundo natural y social. A la vez, la condición humana provoca que la transformación colectiva del medio haga emerger nuevos conocimientos, que no son sino formas renovadas de relación. Así pues, los conocimientos son cristalizaciones, depósitos de formas particulares de relaciones. En tal sentido, el conocimiento no está todo él contenido en algún fondo del que se va extrayendo poco a poco para transmitirlo, sino que está continuamente generándose, circulando, modificándose, rehaciéndose y desechándose al mismo ritmo de las vidas humanas. El conocimiento se produce y circula, no se transmite; aunque la circulación del conocimiento no está regida por ningún tipo de ley natural sino, al contrario, se lo distribuye por medio de agentes, criterios, vías, etc., mediante una circulación que es restringida y no universal. ¿Por qué ocurre así? En principio porque no todo conocimiento tiene el mismo valor para todas las personas. Para la vida cotidiana en un clima mediterráneo, resultan de poco valor las múltiples relaciones que
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puedan establecerse con el fenómeno meteorológico de la nieve; un cambio climático acelerado que pasara el clima mediterráneo a polar obligaría a establecer otras relaciones con el medio de las que emergerían nuevas formas de conocimiento (se daría nombres diferentes a la nieve según su espesor o la forma de la precipitación, etc.) Esos conocimientos, que hoy ya existen, no circulan entre nosotros por su escaso valor para nuestro contexto.
El valor de los conocimientos no es absoluto sino relativo a sus condiciones de uso. Pero al conocimiento se le ha dado también valor de cambio y no sólo de uso. El poseedor de ciertos conocimientos puede cambiarlos en el mercado. Para que esto haya llegado a ocurrir primero tuvo que restringirse la distribución de esos conocimientos, de forma que sólo algunos los poseyeran y su valor de cambio se incrementara con la escasez de su oferta, principio elemental de la circulación de las mercancías en las economías de mercado. Las cuestiones siguientes han de referirse a cuáles son los conocimientos cuya circulación se restringe, quién opera esas restricciones y cuáles son los nuevos procesos de distribución y reapropiación de esos conocimientos; por ejemplo, ello requería previamente cosificarlos, convertirlos en objetos casi inmutables. Pero, nuevamente, las respuestas no son universales ni las mismas para todos los lugares o épocas. La historia nos enseña que, ya desde los albores de las civilizaciones, supuestos conocimientos relativos a seres sobrenaturales y su capacidad de afectar el curso de la naturaleza fueron retirados de
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la circulación general para ser distribuidos por quienes se los apropiaron, según sus criterios y a cambio de otras mercancías que les permitían su sustento.
Cuando, como se dijo al principio, se naturaliza la división social del trabajo, se pretende demostrar que siempre ha habido quienes han tenido la propiedad exclusiva de cierto saber, porque no todos se relacionan del mismo modo con su medio, no todos tienen los mismos trabajos. Aunque eso sea cierto en términos generales, no lo es cuando se refiere a los conocimientos derivados de un trabajo en el que la misma persona se ocupa de todas las fases, desde conseguir la materia prima hasta su transformación completa. La aparición de las instituciones educativas tiene que ver, precisamente, con la extensión de esa otra forma de división del trabajo y con la asignación de valor universal a ciertos conocimientos que ya no podían ser obtenidos directamente de unas relaciones que a su vez eran muy restringidas. En cierto momento, esa misma división del trabajo separa los procesos de producción del conocimiento de los de transformación del medio natural y social. Pueden entonces distinguirse quienes producen el conocimiento, quienes lo distribuyen y quienes lo valoran; los tres momentos correspondientes son parte de un continuo, pero se escinden en relación a los agentes, los criterios y los procesos. Las instituciones educativas pasan a ser vías privilegiadas para la
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distribución de los conocimientos y, posteriormente, para su valoración; aunque sólo para ciertos tipos de ellos.
La opción histórica por la institución educativa, como vía privilegiada para la distribución diferencial de los conocimientos, implicó desde el principio que la propia institución trazara los circuitos de producción, distribución y valoración social de los conocimientos. De manera que la distribución y valoración de los conocimientos socialmente producidos se basa en criterios que, no obstante ser específicamente educativos, han de ser congruentes con aquéllos sociales de la distribución y valoración. En consecuencia una distribución ‘educativa’ de los conocimientos implica ya una selección y valoración social de los mismos, lo que ocurre mediante formatos organizativos cuya misma estructura incorpora vías de selección y valoración. ¿En qué modos concretos afectan los conocimientos seleccionados a la organización y viceversa? Si bien seleccionan las formas organizativas posibles -puesto que cualquier formato organizativo no sería indiferente para la distribución y valoración institucional de los conocimientos-, la organización, a su vez, limita los conocimientos que pueden ser distribuidos bajo los formatos organizativos de la institución. La organización es la condición de posibilidad fáctica de las instituciones, que no podrían tener forma material sin aquélla; a su vez el factor institucional homogeniza las formas organizativas. El hecho institucional
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cambia las formas relacionales entre conocimientos y organizaciones. Si consideramos las acciones educativas desde el punto de vista institucional, ésta predetermina los conocimientos, sobre los que opera disponiéndolos para las determinaciones que posteriormente sufrirán por parte de factores organizativos simples (no institucionales). Este conocimiento predeterminado cosifica el complejo organización-institución, de ahí el idealismo de la pseudo tecnocracia. Existe, en consecuencia, una co-determinación compleja entre conocimientos y organizaciones educativas, ignorada u obviada por las prácticas más recientes.
Se ha dicho que considerar los conocimientos operando una determinación simple sobre la organización generaba un discurso idealista y que la etapa inmediatamente anterior al presente se caracterizó en los mismos términos. Precisamente lo fue por incurrir en esa simplificación. Véanse a continuación algunos datos que permiten confirmar este diagnóstico. En primer lugar se confió toda posibilidad de cambio y /o renovación a la modificación de los conocimientos académicos, abstrayéndolos de sus condiciones materiales, pasando por alto que su circulación operaba como cualquier otra construcción social y tomándolo sólo en su acepción más simple de colección de segmentos recogidos -como ‘asignaturas’- en un plan de estudios. Al perder de vista que los conocimientos estaban predeterminados, se ignoró también que cosificaban las dimensiones organizativas en que se pretendía
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insertar. Este error tan grosero condujo a creer que las modificaciones que se introdujeran en la selección y distribución de los conocimientos podrían ser perfectamente soportadas por una vieja organización que, al fin y al cabo, no era sino mero instrumento inerte. Así, cuando se hablaba de cómo y cuándo educar, el énfasis primero se ponía en el qué; incluso al mencionar “fuentes sociales” se partía de nuevo de unos contenidos implícitos, para afirmar, después, la necesidad de su vinculación al contexto, lo que parecía indicar que ese contexto debía ser el apropiado para hacer posible tal vinculación. Pero, como ya se ha señalado, los conocimientos son, antes que cualquier otra cosa, conjuntos de prácticas sociales cuya circulación restringida hace posible la apropiación diferencial de unas u otras. En segundo lugar, durante el periodo del que ahora hablamos, la educación ha seguido sin asociarse a sus dimensiones laborales, vieja forma del idealismo que impide aplicar al análisis de organizaciones educativas categorías como modernidad, el trabajo en el capitalismo, las diferentes formas del ejercicio del control, la arqueología de la dirección, gestión, supervisión... u otras procedentes de las nuevas formas de la organización del trabajo, como flexibilización, corresponsabilidad, des-cualificación, argumentos y criterios de calidad, formas perversas de la democratización / participación, intensificación laboral, etc.
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La tecnocracia basa sus decisiones en la condición experta de quienes las toman o en la cualidad técnica de los argumentos que se utilizan para tomarlas; condición experta que, a su vez, se adquiere por la apropiación de conocimientos vedados a la mayoría y se protege y defiende restringiendo el acceso general a ese mismo conocimiento. El mercantilismo es el efecto de otorgar la condición de mercancías a todas las cosas y personas; a las relaciones entre éstas se les hace seguir las reglas que regulan aquéllas, que son las del intercambio mercantil (las del mercado). Cabe entender por tecno-mercantilismo la asociación de la ideología tecnocrática (que se materializa en prácticas tanto más cuanto más se la niega teóricamente) y la mercantilización (entendida como la reducción a la condición de mercancía y, en consecuencia, su sometimiento a los mecanismos de mercado, de cualquier sujeto social y de las relaciones entre éstos). El tecno-mercantilismo educativo se muestra en los mecanismos simultáneos de sobre-regulación y desregulación institucional y supone, en cierto modo, un proceso de modernización post-weberiano, puesto que representa el paso de la creencia mágica en el poder de la norma a la pérdida de referencia de lo jurídico.
Teniendo en cuenta que en la lógica capitalista toda mercancía tiene una representación como valor abstracto, la secuencia por la que se ha producido el deslizamiento desde el idealismo al tecno-mercantilismo educativo es, de manera muy esquemática, la siguiente: En primer lugar, se trataba de convertir
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al conocimiento en una abstracción, lo que ya había operado la mencionada lógica del capitalismo; en segundo lugar, se aplicaba a esa abstracción un valor universal (el conocimiento -en abstracto- es universalmente valioso de por sí); en tercer lugar, se aplicaba este segundo principio al conocimiento pedagógico (tanto el contenido como los métodos de enseñanza forman parte del conocimiento -pedagógico-, luego tienen validez universal); el cuarto paso consistió en la asociación de los principios abstractos a otros campos como el jurídico y el de la configuración de los sujetos; quinto, se precisaba el dictado de normas que hiciera real la igualdad de los sujetos abstractos (las que se tomaron de las instituciones de referencia); en sexto lugar, habiéndose igualado los sujetos y el valor abstracto del conocimiento, éste mismo -universal- reaparece como igualmente accesible para todos, esto es, se le puede aplicar la unidad de valor abstracto que rige en las relaciones de mercado, es decir el dinero: los conocimientos tienen un precio pero quienes pretenden adquirirlo para ellos mismos o para sus hijos tienen el mismo ‘derecho’ porque son iguales y poseen moneda de cambio.
El tecno-mercantilismo de la educación institucional del presente puede ejemplificarse en el recurso a argumentos y procedimientos de defensa y aprobación de las normas educativas que no son políticos sino técnicos; la participación es tecno-mercantilista cuando se restringe a quienes se les reconoce capacidad de
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intercambio mercantil, excluyendo a los sectores considerados pasivos en el “libre juego” del “mercado educativo”; la evaluación, elaboración de un juicio acerca del valor profesional, se reduce a mecanismos de control del cumplimiento de la norma, calificación (jerarquía y exclusión) y medición (ordenación en una escala prescindiendo de explicitar los criterios de valor).
Se trata en resumen de una restricción del gobierno de las organizaciones educativas a quienes se presupone capacidad experta, reemplazando decisiones públicas que son, en definitiva, de naturaleza política.
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LAS ORGANIZACIONES EDUCATIVAS, ENTRE EL ORDEN Y EL DESORDEN
El desequilibrio en la proporción entre la dimensión técnica y política, hace que organizaciones de algún tipo parezcan en ocasiones muy semejantes entre sí, a pesar de su localización espacial o temporal; otras veces, ocurre lo contrario. ¿Qué mantiene en la educación, por ejemplo, su capacidad de conformar sujetos para diferentes épocas y sociedades? La explicación se encuentra, en buena medida, en el hecho institucional. Las instituciones son poderosas agencias de socialización que contribuyen en gran medida a legitimar determinados discursos y prácticas, vueltos hegemónicos mediante un proceso complejo que tiene lugar sin requerir la consciencia de los agentes. Es posible que la costumbre de la presencia de las instituciones educativas impida reparar en su origen histórico y /o en su significado social.
Decir que la educación ‘se instituye’ en un momento dado de nuestra historia (occidental) equivale a afirmar que se dota de una base normativa, de naturaleza jurídica; significa que se regula, se dota de reglas de carácter general como consecuencia de las cuales se uniformiza y generaliza su contenido y en buena parte sus métodos, que se ubica o se localiza en lugares específicamente destinados a ese uso y cuyo desempeño se encomienda a personas
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que harán de ello su principal dedicación laboral y vital. De ahí que la tendencia sea hablar de instituciones educativas por referencia a los lugares en que se ‘educa’, bien sea a diferentes niveles o sujetos; estos ‘centros’, en realidad, representan apenas materializaciones y concreciones locales y puntuales de todo un largo y todavía persistente proceso de institucionalización. Precisamente de su perdurabilidad y actualidad se deriva el interés por entender mejor en qué consiste ese fenómeno y cómo se cumple, para poder precisar a qué se refiere la expresión ‘instituciones educativas’ y decidir por qué convertirlas en objeto de curiosidad intelectual y estudio.
Tradicionalmente, las organizaciones educativas se han considerado espacios neutros, ocupados y manejados por personas, adaptables a las distintas funciones que se les encomiendan. Una organización, como se ha visto en el capítulo anterior, tiende a parecernos un lugar donde todo está a la vista y puede ser conocido con independencia de los sujetos que la habitan y de quienes la estudien. A los anteriores argumentos encaminados a demostrar que ese modo de entender el fenómeno organizativo es erróneo, hay que añadir ahora el hecho de que ignore la dimensión institucional de las organizaciones. La expresión “dimensión institucional” recuerda que toda organización se inscribe en varias dimensiones (tecnológica, política, estructural, cultural, etc.) de alguna de las cuales ya se habló y a las que, junto al resto, se volverá más adelante. Pero la
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dimensión institucional, subyacente a todas ellas, consiste en un sistema de reglas que introduce un orden, no en los agentes de la organización, sino en la trama social en que se inscriben las organizaciones; ese es el motivo por el que esas reglas se reproducen a través del resto de dimensiones.
Las instituciones son ámbitos delimitados de interacción social en el seno de los cuales se someten a ciertos criterios de orden las relaciones entre personas y sus acciones, artefactos, etc. con intención de regular esas relaciones para estabilizar y garantizar los comportamientos colectivos dados por lícitos. En cierto modo, las instituciones muestran cómo la sociedad, en cada lugar y momento, se representa a sí misma y, en consecuencia, contienen siempre un aspecto de proyección y deseo, más allá de la propia realidad social. Las instituciones perpetúan el modo en que nos contamos colectivamente el mundo y nuestros papeles en él; suponen, por esto, un elemento social cohesivo que presta estabilidad a la sociedad. Cada cultura integra formas de pensar y expresarse, procedimientos y herramientas comunes; la institución va más allá insertándolas en cauces normativos y, por tanto, en cierto modo, imponiéndolas. Esa imposición puede ser coercitiva, pero en mayor medida se cumple mediante mecanismos de con-formación. Puesto que la dimensión institucional instala el orden social en el seno de las organizaciones, éstas tienden a reproducir las pautas sociales
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dominantes. De ahí que los cambios en los discursos institucionales reflejen cambios de las prácticas sociales dominantes.
La institución actúa fundamentalmente a través de sus pautas normativas, que regulan los procedimientos a seguir por las organizaciones, quienes la materializan. Las reglas, de carácter instrumental, sólo se derivan del ámbito organizativo en la medida en que suponen el uso discrecional de otras normas generales, expresivas de una voluntad colectiva de crear y consolidar identidades isomorfas. Todo el conjunto de reglas que da su aspecto ordenado a la sociedad no es otra cosa que la objetivación parcial de un complejo entramado institucional. Sobre éste se erige la estructura de las organizaciones. Existe, no obstante, otro rostro de las instituciones cuya materialización no son reglas sino sistemas de significado; las percepciones, interpretaciones, creencias, etc., compartidos por los miembros de las organizaciones, han sido inducidas por la institución mediante una acción normativa persistente; pero también internalizadas por aquellos a quienes la institución con-forma, seducidos por su orden y predecibilidad. Dado que toda institución define determinadas situaciones calificándolas como propias o impropias, las personas vinculadas a ella ven afectada su propia identidad. Este último aspecto de las instituciones las hace actuar de manera invisible y deja casi inermes frente a su poder.
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La educación es, sin duda, uno de los principales mecanismos a través de los cuales se conservan las instituciones; entendida de modo genérico, como la socialización de quienes se van incorporando plenamente a la vida social, representa que las pautas de relación que caracterizan a esa formación social se transmitan por las viejas generaciones siendo asimiladas a la vez por las nuevas; relaciones con el mundo natural o con el social; con los objetos, que tratamos de construir, transformar o hacer circular, como también con las personas junto a las que se organiza la convivencia. Los individuos educados son aquellos capaces de reproducir a la propia sociedad al cumplir con las reglas de la misma. En definitiva, la educación es un mecanismo a través del cual cada sociedad conforma a sus propios individuos en términos que permitan la pervivencia de esa misma sociedad en términos semejantes a aquellos que la definen.
La función social instituyente de la educación se cumple en todas las formaciones sociales mediante procesos que pueden ser intencionales o no. En prácticamente todas las sociedades esos procesos de socialización se producen por el mero contacto de unas generaciones con las otras y gracias a la plasticidad de los individuos jóvenes, que asimilan y adoptan de maneras inconscientes las formas de vida que caracterizan su entorno más inmediato. Sin embargo cuando las sociedades se hacen más complejas se fragmentan, lo que hace más difícil ese contacto cotidiano con todos los ámbitos de la vida social (Dewey, 1995;
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Lundgren, 1992); además, se intenta garantizar que todos los individuos jóvenes, y no sólo aquellos que azarosamente se encuentren frente a esa posibilidad, adopten esas pautas dominantes. Hay que insistir en este valor del hecho institucional, especialmente en momentos como el presente, enfrentado a fuertes tendencias des-institucionalizadoras, aunque provenientes de sectores ideológicos opuestos y con argumentos diferentes. Es verdad que las instituciones al regular, limitan algunas de las posibilidades expresivas, pero también amplían a todo el conjunto de la población aquellas otras que se definen como comúnmente valiosas.
En este punto, formulado aquí de modo muy esquemático, es cuando se plantea la necesidad de consolidar ciertos procedimientos y vías que hagan posible no sólo generalizar la educación, sino prestarla en términos cohesivos. Ello lleva a acordar reglas referidas a los contenidos, tiempos, lugares, instrumentos, personas, etc. que habrán de hacerse cargo de esa educación intencional. Con el nacimiento de las instituciones educativas comienzan a delinearse los aspectos de las mismas que definirán nuestro objeto de interés y estudio. En primer lugar el proceso instituyente, es decir, los procedimientos a través de los cuales se decide todo lo anterior. En segundo lugar la propia institución: personas implicadas y disposiciones normativas dictadas para asegurar que todo ello se cumpla. En tercer lugar, cómo se concretan las instituciones educativas en este momento y
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para nuestra sociedad de referencia, en la que vivimos y de la que formamos parte: los contenidos, tiempos, espacios, personas, etc. Por último, la capacidad instituyente o posibilidad de introducir modificaciones a medida que va cambiando la sociedad de referencia.
Aunque, como puede verse, el análisis de las instituciones educativas es muy extenso, los problemas no acaban cuando, al delimitar el objeto de estudio, se consigue saber qué interesa estudiar. El paso inmediato e inevitable es considerar cómo acceder, de la mejor manera, a este objeto tan complejo. Expresándolo en términos muy simples podríamos decir que tenemos dos vías. La primera sería fijarnos en las reglas mismas; puesto que la institución es, en definitiva, un conjunto de reglas, se trataría de estudiar cuáles son y cómo se producen las disposiciones normativas que se refieren a cada uno de los aspectos del objeto de interés. La segunda vía sería situarse en el espacio acotado por las instituciones educativas existentes para observar, con independencia de cuáles sean las reglas, qué ocurre entre las personas, en esos espacios y tiempos.
Estudiar sólo las reglas quizá lleve a identificar con ellas a toda la institución educativa; en tal caso se dará por supuesto que la realidad se ajusta a esas reglas y las cumple de igual manera en todos los casos. Pero eso supondría ignorar que la institución expresa un deseo y voluntad colectiva y, por tanto, no coincide
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con su mera descripción desde los datos empíricos. Y si se estudian personas, procesos, herramientas ¿puede ignorarse que se comportan como lo hacen por referencia a unas reglas que regulan esos comportamientos? Se observará que la primera opción permite prescindir de la segunda pero no al revés; de ahí que esta segunda posibilite una visión más completa que la primera. Siendo las dos vías necesariamente complementarias, el predominio de una u otra ha marcado diferentes posiciones desde las cuales acceder a la mirada institucional y, en consecuencia, desde las que intervenir en las instituciones. Un tratamiento específico de esta cuestión se realizará en un capítulo posterior, pero si lo introducimos aquí es para anticipar que las instituciones educativas no pueden definirse o delimitarse como objeto de estudio sin reconocer que estamos siempre situados en una de esas posiciones y que, por lo tanto, otro académico o investigador quizá dé una descripción distinta del objeto, apunte hacia otros matices o aspectos de interés que aquí no se destacan o, por el contrario, que nosotros estemos resaltando algunos que no serán tenidos en cuenta por el resto. Puesto que se trata de algo inevitable, no hay que juzgar por ello que una mirada sea peor que la otra; es, simplemente, diferente. También podemos hacer una lectura a la inversa, como si estuviéramos viendo un negativo fotográfico; en ese caso, cada particular caracterización de las instituciones educativas permite descubrir la posición del investigador o relator. Esta es una práctica muy recomendable
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para quienes se aproximan por primera vez al estudio de las instituciones educativas.
Las instituciones operan simultáneamente en diferentes niveles. El más inmediato es el organizativo; el más alejado, un entramado tejido por los diferentes sistemas institucionales que dotan de orientación y sentido a la colectividad. Entre ambos niveles hay otro, en el que se dejan sentir los efectos de la organización, y que es donde la institución conforma mentalidades. Este tercer nivel pone de manifiesto cómo lo que ocurre en las organizaciones crea modos de entender la realidad. De ahí que un problema adicional a considerar al estudiar las instituciones educativas es que éstas, como cualquier otra institución, delimitan formas de pensamiento que es como decir que ponen barreras a las posibilidades de conocimiento. Pero en el caso de las instituciones educativas, a diferencia de otras, estas barreras han sido ya utilizadas en nuestra propia formación, por lo tanto, podemos no disponer de categorías conceptuales apropiadas para dar cuenta, “desde fuera”, de cómo opera en cada uno de nosotros el mecanismo de la institucionalización educativa. Sí, desde luego, del mecanismo formal u organizativo; pero no de cómo se ha producido en cada uno de nosotros el proceso de incorporación de las reglas y el de la correspondiente conformación de nuestros modos de pensar. Entre otras cosas porque el efecto de la institucionalización educativa en los sujetos sociales constituye una especie de
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urdimbre en la que se van tramando los efectos del resto de instituciones.
Ahora pueden concretarse las vías señaladas antes. Por una parte, el estudio de las instituciones educativas en general y de las materializaciones institucionales concretas, acotando algunos espacios educativos de los individuos y la sociedad. Por otra parte, el estudio de las reglas o normas referidas a los contextos de la institución o a las personas afectadas por ella (por ejemplo, en sociedades occidentales, o en España; para la población en general o sectores específicos; etc.) En tercer lugar, el estudio de aquello que ocurre de hecho en los espacios institucionales educativos. En cuarto lugar, cómo se transforma y cambia la realidad institucional (si por vía de los agentes, a través de decisiones legislativas, por intervención o influencia de los poderes económicos, etc.) En quinto lugar, cuáles son los márgenes de tolerancia de la sociedad respecto a esos cambios y cuáles son los mecanismos políticos para controlar el cumplimiento del mandato institucional y prevenir las posibles desviaciones indeseadas. Podrían seguir añadiéndose aspectos pormenorizados (por ejemplo, los referidos a la formación específica que han de recibir los agentes sociales especializados para trabajar en el seno de esas instituciones), hasta completar una especie de plano donde quedaran trazados todos ellos.
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Una perspectiva analítica de la institución educativa como objeto de estudio conduce a campos y sub-campos específicos; pero, frente a esa opción, que obviamente excede la posibilidad de abordaje aquí, cabe otra de carácter más comprehensivo: fijar la mirada en la peculiaridad de las relaciones que tienen lugar en el seno de las instituciones educativas a fin de disponer de una representación multidimensional para apreciar matices que la sola descripción de las partes no permite. La correcta interpretación de ese mapa requiere entender los signos convencionales utilizados para representar en él la realidad; además, saber situarse en el mapa no supone sólo identificar sus elementos particulares sino localizar su posición en el espacio, relativa a otros puntos o coordenadas. En definitiva, lo que permitirá leer e interpretar adecuadamente el ‘mapa institucional’ son las codificaciones de los elementos y de sus relaciones.
Las coordenadas que permiten situar a las instituciones en sus límites son, como se ha dicho antes, las normas que regulan lo que ocurra dentro del cerco de cada una. Esas normas han sido seleccionadas, entre muchas otras posibles, aplicando criterios particulares, lo que no evita que se las acabe erigiendo en universales. La norma dicta que todos los sujetos sometidos a la vida institucional ajusten sus acciones en los términos reglados. Para forzar su cumplimiento, se dota a las normas de respaldo jurídico, de tal modo que su desacato se haga acreedor de sanción
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legal. Si la norma estuviera respaldada por la costumbre, la sanción no sería legal sino social.
Las normas, en definitiva, regulan relaciones en el seno de la institución para que obedezcan a un mismo criterio orientador, entre ellas y respecto al resto de espacios institucionales. Pero no es posible ni deseable someter a norma todas las relaciones; basta con las que afecten al núcleo institucional, a lo que presta identidad a cada institución, la hace ser distinta del resto y por lo que se la reconoce. La distinción entre una institución sanitaria y una militar, religiosa, cultural, educativa, etc., no se debe a las personas que hay en unas u otras sino a lo que se hace específicamente en cada una, bajo ciertas normas, sin poder hacerse en las mismas condiciones en el resto. Este “núcleo” debe ser identificado y reconocido para cada institución; la periferia en torno al mismo podrá cambiar, adoptando unas u otras formas, pero si esos cambios afectaran al núcleo se correría el riesgo de que la propia institución desapareciera.
El núcleo institucional, en el caso de las instituciones educativas, está constituido por las acciones conducentes a la conquista de una progresiva mayor autonomía, lo que en el caso escolar se pretende mediante la asimilación de los principios conducentes a adquirir los conocimientos que cada época y lugar considera socialmente más valiosos, esto es, por el currículo, entendiendo por tal en este caso las relaciones de enseñanza-aprendizaje. Puede cambiar la proporción de profesores y
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alumnos, pueden cambiar la distribución de los espacios o los tiempos, los materiales utilizados, los comportamientos individuales en el seno de la institución, la regulación de las actuaciones de unos u otros, etc.; pero es impensable no referir todo eso a la actividad central que define esas instituciones en particular y las distingue del resto. Esas relaciones de enseñanza-aprendizaje son, pues, el núcleo de los formatos escolares de las instituciones educativas, lo que en absoluto quiere decir que éstas se agoten en dicha forma. Hay que insistir en que las instituciones, precisamente por estar construidas sobre normas de base jurídico-legal, establecen límites muy precisos respecto a lo que es lícito en su seno, es decir, lo que puede hacerse en ellas y, en consecuencia, también lo que puede decirse y hasta pensarse. Lo que no puede ser hecho, dicho o pensado en el seno de una institución puede, sin embargo, ser perfectamente lícito en otra (piénsese en los diferentes comportamientos sancionables en la familia, la iglesia, el ejército, las prisiones, etc.); sin embargo, algunas de estas, aún teniendo un componente educativo no hacen de él su actividad nuclear (la familia, crianza; la iglesia, rectitud moral; el ejército, defensa; las prisiones, reinserción social… En todas ellas, lo nuclear no coincide con intenciones educativas o de mayor autonomía, sino que se pretende alcanzar su núcleo mediante acciones heterónomas.
La periferia institucional está constituida por todo aquello que en lenguaje organizativo se llama genéricamente “tecnología”
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y que, a diferencia, de otros contextos discursivos, nombra el conjunto de procedimientos puestos en juego para permitir la dinámica de la organización, esto es, su funcionamiento cotidiano. Se entenderá que la tecnología puede variar, y de hecho varía, en función de cuál sea el núcleo institucional, pero también según sean los recursos disponibles, la época, etc. Que una institución educativa adopte unas formas organizativas u otras puede no ser especialmente relevante para que en ella se cumpla lo que le da sentido. Por esto, a lo largo del tiempo, en los centros educativos ha cambiado el papel asignado a la función directiva; a la acreditación, acceso o distribución de los agentes; a las formas de coordinación y /o participación; a los recursos utilizados, etc. sin que ello haya afectado sustantivamente al cumplimiento de la tarea institucional. Sin embargo, es importante considerar la situación contraria, es decir, aquella en la que se redefine el cometido de la institución; en tal caso sí que, necesariamente, deben producirse cambios o reajustes en la periferia organizativa para asegurar que la tecnología en uso será la más adecuada al cumplimiento del propósito institucional.
La garantía de estabilidad del núcleo institucional en una organización es su estructura, como conjunto de relaciones de tipo normativo (muchas veces con respaldo también jurídico o legal). En educación, la garantía del cumplimiento del encargo institucional, esto es, de la producción controlada de procesos conducentes a la adquisición de mayor autonomía, se consigue
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precisando mucho los términos de las relaciones “fuertes” que definen esos procesos; por ejemplo, en las organizaciones escolares, los de enseñanza-aprendizaje que se desarrollan en lugares específicamente diseñados al efecto, destinándoles un mínimo de días al año y horas al día, demandando a sus responsables ciertas credenciales académicas, etc. En algunos casos la estructura también está referida a aspectos periféricos; por seguir con el ejemplo anterior, la distribución del conocimiento en disciplinas o materias y hasta el tiempo mínimo que se debe dedicar a cada una de esas materias. Pero, al contrario de lo que pudiera parecer, cuanto más densa se hace la estructura la institución se vuelve más frágil, porque lo que da flexibilidad para adaptarse a las nuevas épocas y circunstancias es la periferia, que puede variar sin que ello afecte al núcleo; si se definiera como nuclear todo el comportamiento institucional, la institución no tendría capacidad de adaptación y se volvería ineficiente, incumpliendo lo que se pretende de ella, o se quebraría debido a su incapacidad de adaptación.
La aproximación al análisis de las organizaciones no puede eludir la especificidad de las diferentes categorías que se pongan en juego, porque las instituciones se reproducen también a través de discursos. Las instituciones son contradictorias porque sus aspectos normativo o cognitivo tienen distintos fundamentos y se basan en diferentes supuestos políticos y técnicos que varían en
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función de las circunstancias históricas aunque incorporando, residualmente, elementos basados en lógicas diferentes o procedentes de otras épocas. El estudio de las instituciones requiere asumir tales contradicciones a fin de comprender cómo afectan en cada caso a las acciones organizativas. En el caso de la educación institucional, su transformación no puede ignorar las cuestiones organizativas ni mucho menos pretender que éstas se modifiquen al margen de sus miembros ni abstrayéndolas de otros supuestos institucionales. Toda transformación pasa por el establecimiento de nuevas relaciones sociales y nuevos órdenes de significado de las prácticas. Es un error considerar que las relaciones en el seno de las organizaciones sólo apuntan al cumplimiento de los fines de tal organización, cuando, de hecho, a través de ellas dotamos de significado y conferimos valor a importantes ámbitos de nuestras vidas; las prácticas sólo cobran sentido para cada individuo en el marco de ese valor, que va más allá de la estricta racionalidad.
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DE INSTITUCIONES A ORGANIZACIONES. CONFORMACIÓN DE UN CAMPO
Las instituciones educativas adoptan formatos organizativos, de modo que los diferentes centros escolares de cualquiera de los niveles del sistema educativo no son otra cosa que organizaciones, así como el propio sistema también lo es; otras organizaciones, como se ha insinuado antes, se inscriben por igual en el espacio institucional educativo o en sub-espacios del mismo definidos por sus cruces con instituciones familiares, penales, sanitarias, socio-culturales, juveniles, etc. Por lo general reservamos la expresión genérica de instituciones educativas para designar diferentes ámbitos acotados o su sustrato normativo; aplicamos, en cambio, el término ‘organización’, a las singularidades institucionales y también a sus aspectos más dinámicos. ‘Organización’ sigue siendo, pese a todo, un concepto ambiguo que tanto puede nombrar un objeto como un proceso, un medio como un fin, una acción como su resultado. Por otra parte, además de los solapamientos institucionales, hay que diferenciar también entre discursos que no siempre resulta fácil deslindar porque suelen amalgamarse en un mismo texto. Los aspectos descriptivos, normativos y analíticos, por ejemplo, no son siempre coincidentes, al igual que no existe necesaria correspondencia entre lo que es un centro educativo, su regulación administrativa y la interpretación de lo uno y la otra. Las páginas siguientes de este
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capítulo contienen una aproximación a la construcción del campo teórico de las organizaciones en general y las educativas en particular; su propósito es identificar los rasgos más significativos, caracterizadores de tales estudios en el presente.
Es importante descubrir que la expresión ‘organizaciones socioeducativas’ remite a más aspectos de la construcción organizativa, que sus actores o lo que ocurre en su interior. Se da por supuesta la coincidencia en lo nombrado como organización, dejando implícita su caracterización previa; pero esa misma anticipación significa que la posición desde la que ahora se describe destaca unos aspectos frente a otros. El intento de dar coherencia a lo que se vislumbra, conduce a imaginar o intuir el resto para integrarlo todo en un modelo explicativo del conjunto; pero ese modelo puede ser diferente del construido por otro observador para hacer coherente su propia visión. En definitiva, describir una organización implica siempre la combinación entre el objeto de percepción y las posiciones desde las cuales se lo percibe, el lenguaje utilizado para describirlo, los aspectos de fondo que prestan sentido al objeto, etc. La organización resulta, en cierto modo, lo que se quiere que sea; dicho de otra forma, si se encuentra aquello que se busca es porque antes se lo ha puesto ahí. Esto es clave para entender cómo se ha ido conformando el campo de la teoría organizativa.
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El interés por el estudio de las organizaciones se vincula, en sus orígenes decimonónicos, a la administración pública (un curioso precedente que intentó desligar ese estudio del ámbito jurídico para llevarlo al de los grupos privados es Saint-Simon); de hecho, los términos administración y organización se usaron como sinónimos durante mucho tiempo y aún hoy lo hacen en algunos contextos culturales. Pero, con toda propiedad, las producciones intelectuales que suelen darse como referencia para los inicios de los estudios sobre las organizaciones son, por un lado, la contribución de Max Weber y por otro las aportaciones coetáneas de F. W. Taylor y de H. Fayol.
Weber plantea, en especial en su obra póstuma Economía y sociedad, su tesis de la burocracia como forma de organización propia de los sistemas sociales construidos sobre bases legislativas o fuentes de dominación legal, frente a las de tipo tradicional y carismática. Esa peculiaridad se fundaba, utilizando sus propios términos, en una racionalidad de fines y no de valor. Mientras para Weber la organización era, sin ninguna duda, un proceso social, para Taylor y Fayol se trataba de un conjunto de principios y operaciones muy precisos, como las que puede requerir el ajuste de una máquina. De Taylor proceden las primeras aproximaciones, que el autor quiso científicas aunque no pasaron de empíricas, al diseño racional de las tareas en el marco de la productividad de fábrica. El predicamento que las aportaciones del taylorismo han tenido en la teoría organizativa
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posterior es debido, sin duda, a la preeminencia de las organizaciones productivistas en el capitalismo. No obstante, aun contando con menor reconocimiento popular que el anterior, quien dejó mayor huella en la aproximación analítica a las organizaciones fue el francés H. Fayol, que, por lo demás, seguía la tradición clásica al referir sus propuestas al ámbito de la administración y no al proceso de producción fabril. La pretensión de Fayol fue establecer los principios de una administración eficaz (por entonces, administración y gestión eran términos que se utilizaban generalmente como sinónimos; en el presente, y coloquialmente, también; de ahí la dificultad de traducir de manera adecuada “management”). Si a Taylor se debió el control de tiempos y tareas y la subdivisión de éstas en secuencias “operativas” (algo en lo que ya lo había precedido Adam Smith), en justicia debe atribuirse a Fayol la formulación de principios como la jerarquía, la recompensa diferencial según puestos -y no tareas-, etc. Otra contribución de enorme influencia en este campo, a pesar de no plasmarse en una aportación teórica como las anteriores, fue la de H. Ford, de cuyo nombre, al igual que de Taylor y Fayol, se derivó un adjetivo, fordismo, para designar la aplicación y posteriores desarrollos del concepto de ‘flujo de línea’ o cadena productiva (las piezas de trabajo se desplazan -fluyen- mecánicamente y son trabajadas mediante operaciones taylorizadas), lo que implica un control automático del “paso” de trabajo genialmente ilustrado en la película Tiempos
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modernos de Chaplin. El fordismo se ha mezclado a menudo en la imaginación popular con otros rasgos propios de algunos de los planteamientos de los anteriores, como la utilización del cronómetro (taylorismo), la jerarquía (fayolismo) o la disolución de la persona en su rol dentro de la organización (burocracia weberiana). Por el contrario, cabe atribuirle, además de ciertas innovaciones técnicas, otras organizativas como la negociación colectiva o los contratos por índices de productividad y, excediendo las condiciones organizativas, la extensión de los mecanismos de control a la vida privada de sus empleados, a quienes se siente en el deber de moralizar.
Es de notar que cada persona mencionada tenía un origen local y social, formación y experiencia laboral diferente, lo que hacía que su concepción de la ‘organización’ fuera peculiar; difícilmente podrán entenderse sus posiciones respectivas si se abstraen de esos supuestos. Weber era un académico y gran erudito que había estudiado muy a fondo diferentes épocas históricas hasta llegar a formular sus tipos ideales y a describir, con minuciosidad no superada hasta ahora, las burocracias; más que tomar organizaciones particulares como referencia, su interés se centraba en los procesos y formas de la organización social en su conjunto bajo criterios de racionalización en la dominación colectiva. Taylor, que comenzó trabajando en una fábrica antes de llegar a ser ingeniero, tenía en el mundo de las organizaciones
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productivas su referencia más inmediata y su objeto de interés era el descubrimiento de los métodos más eficaces para la realización de una determinada tarea, lo que conduciría a la adecuación más precisa entre cada persona y su puesto de trabajo atendiendo a elementos como la velocidad o la resistencia de los trabajadores. Fayol, también ingeniero, estudió todas las operaciones que se cumplen en cualquier empresa y clasificó las actividades propias de las mismas al efecto de distribuirlas entre el personal según las posiciones jerárquicas de éste; formuló los ‘principios administrativos’ que rigen las principales operaciones, como unidad de mando, autoridad, jerarquía, centralización, etc. y, finalmente, clasificó todas las posibles actividades administrativas en cinco grandes grupos cuya redefinición posterior ha hecho fortuna desde entonces: previsión, organización, dirección, coordinación y control.
Los años comprendidos entre 1920 y principios de la segunda guerra mundial presenciaron el auge de los estudios organizativos con Gulick y Urwick, quienes desarrollan las teorías de Fayol y Taylor, respectivamente. Tales esfuerzos se vieron complementados en el ámbito anglohablante con la tardía traducción (hacia finales de los cuarenta) al idioma inglés de los trabajos de Weber sobre la burocracia y su posterior consolidación se produciría cuando las organizaciones pasaron a ser objeto de interés de sociólogos como Robert Merton, que se interesó por la burocracia desde un punto de vista sociológico, o
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alguno de sus discípulos como Selznick, uno de los primeros en iniciar los estudios empíricos sobre las organizaciones. Cabe considerar, igualmente, la influencia de otro sociólogo, Parsons, en la definición de la importancia de las relaciones entre la organización y su medio, a la vez que como introductor de la perspectiva estructural-funcionalista. El psicólogo Elton Mayo comenzó sus análisis en la planta de Hawthorn; a través de ellos demostró la importancia de la satisfacción de los trabajadores en el incremento de la productividad, dando lugar así a la emergencia de la llamada ‘teoría de las relaciones humanas’ que comprendía estudios sobre motivación y comunicación; esta aportación, junto a las anteriores, propias de la fase de emergencia, serían hegemónicas hasta bien entrados los sesenta; aún ahora continúan siendo una referencia importante para algunos de los modelos teóricos vigentes. En la misma corriente de las relaciones humanas, Kurt Lewin realizó investigaciones basadas en las dinámicas de grupos que le llevaron a formular su conocida teoría de campo, de gran influencia posterior. De la mano de unos y otros, comenzaron a oírse las primeras críticas de los modelos anteriores, referidas a su incapacidad para dar cuenta de algunos efectos inesperados de su aplicación.
Los estudios sobre las organizaciones, suspendidos durante la 2ª guerra mundial y retomados prácticamente en la década del cincuenta, produjeron desarrollos de las aproximaciones ya mencionadas como, por ejemplo, la conocida teoría X e Y de
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McGregor o las contribuciones a las teorías del poder y la burocracia a cargo de los sociólogos Etzioni y Crozier, respectivamente. Otros desarrollos no tuvieron tanta fortuna o se difundieron a través de canales cada vez más especializados pues, a medida que iban multiplicándose los estudios sobre las organizaciones, el campo iba cobrando autonomía. Durante el periodo de la guerra fría, las importantes aportaciones económicas para la investigación militar también se tradujeron en contribuciones entre las que pueden citarse, a título de ejemplo, el conocido ‘organigrama’ y otros esquemas utilizados para programar acciones o realizar estimaciones de tiempo para el desarrollo de tareas complejas (PERT o gráficas de Gannt). Entre las aportaciones más representativas de este último periodo han de señalarse las de Simon y las derivadas de la primera formulación, por Bertalanffy, de la Teoría General de los Sistemas. Las principales contribuciones teóricas de estos años estaban referidas a la descomposición de los tiempos y tareas, las programaciones, estructuras de coordinación, extensión de los procedimientos del control, liderazgo basado en rasgos personales y, en fin, la universalización de los formatos organizativos de los ámbitos de la producción.
Durante los años sesenta el campo fue diversificándose y comenzaron a formularse críticas a los planteamientos dominantes hasta entonces en las ciencias humanas y sociales, hasta que se produjo una notable crisis que trascendía el ámbito de las
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disciplinas tradicionales en proceso de consolidación desde el siglo anterior, porque era sobre todo de orden epistemológico y tenía su foco en la legitimidad o coherencia de los modos de concebir la realidad social y en las vías para conocerla. Ya a finales de los cincuenta, Simons, quien después obtendría el premio Nobel, había advertido respecto a la imposibilidad epistemológica de que la organización respondiera a una depurada racionalidad. Las corrientes funcionalistas dominantes fueron sometidas a escrutinios muy detenidos que ponían en duda que su dominio estuviera basado en alguna otra cosa que mantener incuestionable el orden social. Otro de los frentes de la crítica tenía que ver con la posición del observador frente a la, hasta entonces dada por supuesta, realidad objetiva del fenómeno a estudiar. Un tercer frente estaba constituido por los instrumentos y procedimientos de análisis de dicho objeto y el cuestionamiento de la legitimidad con la que el estudioso o investigador, amparándose en la superioridad de su saber científico-técnico, se situaba en posiciones propositivas.
La crisis afectó sobre todo a la sociología, pero tuvo inevitables consecuencias en otros campos colindantes que se habían apoyado sobre aquélla para definir sus objetos o construir sus métodos propios. Ese fue el caso de los estudios organizativos, iniciándose con los trabajos de Silverman y Greenfield (Gronn, 1983), quienes demostraron la necesidad de introducir supuestos subjetivistas en el análisis organizativo.
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Resultan especialmente destacables por su impacto en la teoría organizativa las contribuciones de una serie de corrientes reactivas, de índole interpretativa, tales como el interaccionismo simbólico, la etnometodología y la fenomenología sociológica. Despertaron inusitado interés los estudios de Schultz sobre las llamadas instituciones totales, las mismas que desde una posición distinta Foucault sometería a análisis arqueológico y genealógico para mostrar cómo habían ido conformando al sujeto moderno; en este mismo orden de explicación se recuperó la figura del panóptico benthamiano para dar cuenta de la utilización organizativa de mecanismos de control sobre las personas. En el ámbito laboral o de las relaciones productivas hay que señalar la importante contribución, desde el marxismo, de Braverman, en la que mostraba las fórmulas utilizadas por las empresas para garantizar un control que excedía la dimensión productiva para insertarse en el terreno ideológico. En teoría política se presenció un renacimiento del marxismo teórico que, bajo la denominación de marxismo occidental, retomaba la hegemonía gramsciana como concepto nuclear, pero que encontraba también soporte teórico en el estructuralismo de la mano de Althusser, entre otros. Los trabajos de Levy-Strauss en antropología (basados en los anteriores de Saussure en lingüística), de Sartre en filosofía o de Lacan en psicoanálisis, por citar sólo algunos otros pensadores influyentes en el periodo, contribuyeron a la vez a desmontar un edificio teórico aparentemente muy consolidado, a la vez que
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ponían los cimientos para el momento posterior, aunque no falta quien ha pretendido demostrar que tales cimientos se plantaron sobre arena (Sebreli, 2006).
Probablemente la representación más sencilla de la cambiante situación la produjeron Burrell y Morgan al describir y representar en torno a dos ejes la fractura del campo y la multiplicidad de corrientes teóricas a las que ésta dio lugar; aunque desde luego no fueron los únicos, como muestra la obra de Tyler, de escaso eco en el mundo académico español (paradójicamente, la primera nunca fue traducida). Durante los ochenta se hizo notar la influencia del pensamiento conservador en Gran Bretaña, EE.UU y Australia, con abundantes publicaciones referidas a la “excelencia empresarial”. Un aparente remate a la crisis vino representado por la aplicación de algunos de los estudios de Habermas, particularmente sus análisis de la relación entre racionalidad, intereses, producción de conocimiento y sistemas de acción. El medio educativo se sintió especialmente apelado por esta contribución que, no obstante, fue leída casi exclusivamente en clave de currículum y profesorado, ocultando así las importantes consecuencias que, soterradamente, estaba teniendo la crisis en el ámbito organizativo. Otro tanto ocurrió con los estudios de los sociólogos de la reproducción y con las relecturas de la teoría crítica de primera y segunda generación, con escasa incidencia en los discursos organizativos, salvo escasas aunque notables excepciones como la representada por
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teóricos vinculados a la universidad australiana de Deakin (Victoria), como R. Bates (1989) y otros. Se introducen, por otra parte, y como fruto de la aceptación de las perspectivas subjetivistas, temas propios de la micropolítica organizativa como los del simbolismo, la cultura, las imágenes, etc. (Pondy et al., 1983)
Puede decirse sin ningún titubeo que en esos años los estudios de y sobre las organizaciones salieron de la edad de la inocencia. A partir de entonces ya no resultará posible hablar de una teoría unificada de organización, ni menos de algún aspecto referido a la misma, sin caer bajo una lente analítica enfocada a mostrar qué supuestos sostienen tales conceptos o en qué visión de la realidad se insertan. Es evidente que una crisis de esta naturaleza tenía que incidir en la definición del objeto y en sus métodos, es decir, desde los supuestos más clásicos afectaba a la identidad epistemológica del campo, los problemas definidos tradicionalmente como propios del cual se veían también desplazados y redefinidos. Los supuestos clásicos asentados por Taylor y Fayol eran puestos bajo sospecha porque sólo cobraban sentido bajo los principios paradigmáticos subyacentes; criticados éstos, todo el edificio se derrumbaba. ¿Qué sentido tenía hablar de programación, dirección, coordinación o control si no era en el marco de una idea de organización y de sociedad en la que aquélla se insertaba y a la que servía, pero que podía ser negada o cuanto menos discutida? Se retomaban así categorías
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conceptuales como la de poder e ideología (Mumby, 1988) cuya aplicación al campo difícilmente podía ser soslayada. En cuanto a la descripción de los objetos organizativos, había que recurrir a vías indirectas para no caer en una utilización ingenua de las viejas categorías; de este modo hubo que aceptar el recurso a las metáforas y otras expresiones simbólicas como recursos para el análisis de las organizaciones. El campo se ampliaba así, desde el punto de vista metodológico, con la incorporación de vías cualitativas que daban carta de licitud a las expresiones de la cultura organizativa a través de las voces de sus protagonistas.
Si hay un término apropiado para la situación actual del campo de la organización es ‘discontinuidad’. La palabra describe no sólo la ruptura respecto a la linealidad establecida en el desarrollo organizativo por el transcurso del siglo (y de éste respecto a los supuestos analíticos de los anteriores, desde la Ilustración), sino también da cuenta del irregular trazado de las últimas aportaciones y de sus referentes teóricos. De hecho puede hablarse, y así ha ocurrido en cierto número de casos, de fragmentación de los estudios organizativos en un movimiento centrífugo que tiende a desplazarlos desde el eficientismo del que emergieron y en torno al cual se articularon. Las líneas de fuga apuntan hacia los problemas sociales emergentes y, en consecuencia, a una nueva vinculación de los estudios organizativos, esta vez a la ciencia política.
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En el presente asistimos a la progresiva disolución de las formas organizativas clásicas, entendiendo por tales aquellas que se centran en la producción y el consumo de bienes, la violencia ejercida sobre cuerpos y voluntades para dedicarlos a un interés productivo ajeno, la jerarquía de autoridad y la centralización del dominio basados en la propiedad material, la necesidad de un control externo, etc. Frente a todo ello, la transformación del sujeto da paso a la exacerbación de la conciencia individual y los vínculos sociales no esperan ser creados y mantenidos coercitivamente porque su materialidad es tan etérea como las ondas y la comunicación telemática; la producción misma ya no es tanto de bienes como de capacidad de consumo y de información cuya posesión consiste en el acceso a las redes por las que ésta circula; el control se encuentra suficientemente interiorizado como para no requerir mecanismos externos que lo sostengan, la autoridad no se centra en la propiedad sino en la accesibilidad. En definitiva, podemos hablar de una organización desorganizada en la medida en que los límites son cada vez más imprecisos, por lo que el vínculo y la sensación de pertenencia no se asocian a la localización espacial y temporal.
Son muchos los investigadores que han querido ver en esta crisis el reflejo de otra concerniente a la modernidad misma y el advenimiento progresivo de una época postmoderna. La modernidad habría estado incidiendo en la aplicación de criterios racionales y de una lógica formal a la solución de problemas, todo
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ello vinculado a una historia cuyo eje se pretendía el progreso lineal. En definitiva se trataría de una forma de ver el mundo y de enfrentarlo mediante una acción orientada a su transformación poniendo en juego estructuras muy formalizadas y sometidas a control. Las posiciones reactivas de una autodefinida postmodernidad, por el contrario, enfatizarían los aspectos culturales y la información difundida en redes flexibles y descentralizadas, frente a estructuras jerarquizadas y basadas en reglas. Las organizaciones postmodernas (Gergen, 1992) intentan convertirse en vehículos expresivos de la heterogeneidad (incluyendo la reivindicación de singularidades como etnias, sexos, etc.) por lo que, supuestamente, darían más espacio al desarrollo de la autonomía profesional. En definitiva, pretenden representar una ruptura radical de los supuestos weberianos y los desarrollos fordistas.
La importancia otorgada al simbolismo organizativo conduce a enfatizar los aspectos expresivos, lingüísticos y, en consecuencia, a intentar aplicaciones del pensamiento postestructuralista; siguiendo, por ejemplo, a Derrida, se trataría de “deconstruir” los signos y símbolos con los cuales habíamos venido levantando nuestra interpretación del mundo. Pero, sin ninguna duda, un giro tardomoderno tiene que ver con las transformaciones que en estos últimos años han venido sufriendo los ámbitos productivos, así como la recomposición de las fuerzas del capital, todo lo cual ha llevado a reorganizar el trabajo en
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términos de la llamada especialización flexible, con el énfasis consiguiente en el incremento de la responsabilidad de los trabajadores, su formación polivalente, la comunicación, el poder difuso, etc. a fin de acomodarse a una nueva lógica mercantil orientada al consumo de masas.
Las implicaciones del desplazamiento de la modernidad en el campo organizativo se han traducido en ‘normalizar’ la aceptación de la variedad de formas en que las organizaciones materializan a las instituciones, a la vez que la complejidad de la vida organizativa. Pero también, lo que no es de menor importancia, en los planteamientos epistemológicos relativos al estudio y análisis de las organizaciones. En este sentido, al acentuar el carácter construido de la realidad y, en consecuencia, su fragmentación y pluralidad, la aceptación de los múltiples puntos de vista o perspectivas reemplaza las identidades fuertes asociadas a hechos y verdades objetivas. El problema, ahora, no será tanto descubrir la verdad cuanto permitir la expresión más fiel de las diferentes voces que, calidoscópicamente, configuran la realidad (puesto que realidad y representación se presumen inseparables). Es necesario resaltar, sin embargo, que cualquier aproximación epistemológica está referida a prácticas materiales al menos dobles: la del investigador, pero también la de las personas a las que se estudia o describe. Y las prácticas que constituyen la vida cotidiana de los sujetos en las organizaciones
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tienen efectos objetivos sobre el mundo y eso significa la posibilidad de incrementar injusticias y sufrimientos.
La llamada modernización organizativa, que pretendía superar los principios del taylorismo basados en la división del trabajo y en el control de tiempos y tareas, ha cambiado los supuestos de racionalización de la producción en términos tales que los subordina a su capacidad para dar respuestas inmediatas a las demandas del sistema cliente. Lo cual resulta, por cierto, coherente con el predominio sin cortapisas de las reglas del mercado bajo el capitalismo. Se producen así cambios de roles en la organización, como era tradicionalmente entendida, de modo que a los principios mecanicistas les suceden otros de corte organicista; la estructuración jerárquica se sustituye paulatinamente por una aparente y progresiva horizontalidad de las relaciones y la configuración de equipos flexibles y multitarea se plantean como alternativa a la división del trabajo.
La corriente dominante entendió las organizaciones construidas y diseñadas para lograr objetivos preestablecidos. En consecuencia, el problema principal planteado desde ese supuesto es cómo acomodar los sujetos humanos a esas peculiares estructuras. En las dos últimas décadas del siglo XIX y dos primeras del XX se rediseña el trabajo en las organizaciones industriales desarrollando un nuevo modo de supervisión que reemplaza al jefe de cuadrilla por funciones más reguladas y especializadas; estableciendo un nuevo sistema de pagos que da la
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responsabilidad directa al empleador, lo que supone instituir un sistema de medida del trabajo (taylorismo); disminuyendo progresivamente la cualificación necesaria para situarse en determinados ámbitos del proceso productivo, lo que permite reemplazar a los trabajadores más caros y aumentar las reservas laborales. La modernidad organizativa consiste en la interrelación de: a) una teoría del conocimiento por la que se confía en que los principios racionales y las prácticas de producción del conocimiento conducirán al progreso social y al desarrollo personal; b) una teoría sociopolítica que pone el énfasis en la objetivación de la vida social a través de la racionalidad instrumental; c) un cuerpo disciplinar de carácter tecnológico que produce un sometimiento de todo medio físico y social a control a través de prácticas de sometimiento.
Respecto al control, el capitalismo, a lo largo de su historia, ha puesto en marcha principalmente tres grandes estrategias: a) control directo sobre los trabajadores y el proceso de trabajo (como en los primeros momentos del industrialismo); b) interiorizado por los mismos trabajadores (que se convierten en agentes del mismo bajo argumentos de autonomía o responsabilidad); se trata de una forma aparente de ganar control que implica de hecho su pérdida; c) incorporar los mecanismos de control en la propia estructura organizativa; esto último puede, a su vez, realizarse de dos formas posibles, mediante elementos técnicos que regulan el flujo de la producción o la cualificación de
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los trabajadores (de forma que cuanto menor sea ésta, más se incrementará el ejército de reserva); por adopción de reglas y procedimientos que especifican los pormenores del proceso de trabajo (mayor burocratización).
En este punto, conviene revisar las relaciones entre trabajo y capital, puesto que para el capitalismo la naturaleza del trabajo deriva de forma causal de los requerimientos del capital para organizar el trabajo: se actúa bajo el principio de la acumulación y no, contra lo que se ha pretendido argumentar, al dictado de la tecnología. Los requerimientos aludidos implican direccionalidad del control sobre el trabajo y el refuerzo de las actividades directivas para incrementar fuerza de trabajo y control, a través de una sistemática y progresiva fragmentación de las tareas. Maximizar el control y la explotación incrementa el beneficio, pero también destruye progresivamente la inteligencia obrera y reduce la implicación de los trabajadores, que es el soporte básico de la productividad.
Bajo el capitalismo, las organizaciones productivas, y por extensión el resto, se han estructurado subordinando la producción al beneficio. Eso implica una mayor concentración que repercute en la necesidad de organizar y gestionar a los trabajadores mediante mayor división del trabajo y los consiguientes incrementos de la coordinación y el control. Estos flujos de trabajo requieren, a su vez, disciplinar al trabajador (sirva de ejemplo la regulación del contexto moral operada por el
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fordismo). El disciplinamiento toma la forma, en un primer momento, del reclutamiento forzoso (respecto a la ‘evolución’ de las formas disciplinarias hay que remitirse a la obra de Gaudemar, 1991), la obediencia, regularidad, puntualidad, respeto a la propiedad ajena, etc. En suma se hace necesario coordinar los comportamientos, haciéndolos previamente regulares y predecibles, estandarizándolos, ordenándolos... e inculcar los valores correspondientes.
En definitiva, así como la modernidad de las organizaciones queda asociada en las prácticas a capitalismo, relaciones de producción, métodos fordistas, racionalidad burocrática, jerarquía, segmentación, linealidad, etc., en el ámbito teórico se asociará al diseño racional de límites, estructuras y metas, lo que convierte a los aspectos más formales y formalizados de la organización en su exclusivo objeto de análisis. Las teorías organizativas dominantes asumían que el desarrollo de las sociedades post-industriales conduciría a sistemas más ordenados. En cambio, la modificación de las estructuras sociales conduce, a largo plazo, al desorden. La organización se ha visto también afectada por la crítica a los grandes relatos en que fundó la construcción teórica del campo, porque sus bases racionales han sido progresivamente sustituidas por una aceptación de la naturaleza caprichosa e incierta de las organizaciones; su pretensión de totalidad, reemplazada por una dinámica fragmentaria que tiende a una pluralidad, ambigüedad,
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contingencia y arbitrariedad que se oponen a consenso, objetividad y racionalidad.
Por todo ello durante los últimos años ha podido presenciarse un reemplazo de las formas organizativas de la modernidad por una organización tardo-moderna que tiene, entre otras, las siguientes características: es pequeña o localizada en pequeñas sub-unidades; su objeto no es la producción sino la información y los servicios; se dota de una tecnología computarizada; basada en una división del trabajo informal o flexible; sus formas de gestión se estructuran en términos eclécticos juntando descentralización funcional, participación, solapamiento funciones directivas y no directivas, etc.
Como consecuencia, asistimos a una diversidad organizativa caracterizada por la combinación de culturas fuertes y redes de información; la predilección por estructuras de acoplamiento holgado, matriciales, adhocráticas, nomadismo, autoridad plural, sistemas de rendición de cuentas incorporados; el desplazamiento del poder fuerte a otro débil: descentralización, autorregulación y, en definitiva, fluidez y flexibilidad como principios organizativos básicos opuestos a la modernidad de reglas, jerarquía, predicción y centralidad. En el presente nos encontramos frente a organizaciones más complejas que hacen uso de una creciente sofisticación y alcance del control, una nueva definición del rol de profesionales y expertos, el desarrollo de diversas formas de flexibilización, los efectos de la tecnología de la información
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sobre gobierno y gestión, una redefinición de las posiciones estructurales. Todo lo anterior da lugar a procesos de largo alcance en los diseños organizativos orientados a la transición de unos a otros formatos, incluyendo la reescritura de las metáforas (ver capítulo posterior) y de los mitos institucionales a través de los que actúan, y que ahora se basarán en la construcción de discursos de conocimiento-poder a través de la “normalización” de las identidades y de la constitución de nuevas subjetividades.
Si a principios de los años 70 del pasado siglo se pone en crisis la perspectiva dominante y a finales de ese mismo decenio hablar de crisis refuerza el sentido de campo e impide la emergencia de alternativas, en los años 90 un análisis organizativo que ya había dejado atrás la edad de la inocencia e ingresado en la madurez, renunciaba a verse a sí mismo como una narrativa totalizadora e integrada. A partir de ahí serían posibles nuevos desarrollos del discurso organizativo que reasumen su herencia intelectual compartida y cierta continuidad histórica reconocible. Abandonada la pretensión de totalidad, se instala la convicción de que la incertidumbre epistemológica y la diversidad metodológica no llevan necesariamente a un campo de estudios desordenado y carente de problemática propia, de fundamentos filosóficos o de marcos conceptuales; la reacción contra cierto relativismo extremo de los 70 y 80 define la tarea, desde entonces, en términos de establecer relaciones entre discursos y prácticas que, alejadas de reduccionismos y mediante la localización de
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desarrollos analíticos en un contexto socio-histórico más amplio, permitan reestructurar el campo.
En conclusión, los participantes de las organizaciones, debido a lo que en otro lugar hemos llamado la institución invisible, se ven sujetos a presiones normativas y constreñimientos de carácter cognitivo que adoptan la forma de regulaciones consideradas como propias o legítimas. Así, todos los cambios señalados en los últimos párrafos tienden a reflejarse en disposiciones normativas que se justifican por una evolución “natural” de las mismas organizaciones. Del mismo modo, las nuevas estructuras organizativas no se diseñan en respuesta a problemas sentidos como tales por los afectados por el campo organizativo, sino que obedecen a una selección de entre las opciones consideradas posibles. Todo ello desemboca, entre otras consecuencias, en una reducción de la diversidad de la vida organizativa (la inhibición de las posibilidades de adoptar soluciones organizativas peculiares implica una progresiva reiteración en fórmulas ya acuñadas); la generación de expectativas de correspondencia entre las normas y las actividades (en tanto la norma pretende derivarse de la misma naturaleza organizativa, se supone que las actividades propias de la organización deben asimismo corresponderse con dicha norma, de ahí que los agentes de la organización se vean progresivamente reducidos a un mero papel de ejecutantes o ‘actores’); la difusión de la idea de un orden
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social natural (los planteamientos de cambio radical son abandonados a cambio de un reformismo permanente que consiste en el continuo perfeccionamiento de lo que ya es de por sí bueno o, al menos, de lo que no puede ser de otro modo).
Esa es la vía por la que en la actualidad ciertas teorías organizativas colaboran en la construcción de una hegemonía conservadora caracterizada por la tendencia hacia posiciones en las que la capacidad de transformación organizativa -y social- se establece entre aquellos que pueden pronunciarse acerca de determinados problemas “profesionales” y aquellos otros a quienes se les discute tal capacidad. Hasta la burocracia, entendida como aparato para la ejecución de las políticas, resulta negada por quienes hicieron de ella el recurso por excelencia de la dominación bajo supuestos de legalidad. El concepto de democracia se pervierte al asociarlo al libre juego del mercado y, a salvo de enemigos de consideración, el capitalismo adopta su faz más agresiva. Las organizaciones, que el discurso dominante pretende formas naturalmente evolucionadas a partir de las adoptadas en otros momentos del desarrollo capitalista, se convierten bajo el neoliberalismo económico en vehículos de nuevas relaciones hegemónicas consideradas resultantes de la espontaneidad del mercado, a partir de lo cual la propia acción organizativa queda despolitizada.
Para resistir las tendencias disgregadoras inherentes a la crítica de la modernidad, cabe entender el análisis organizativo
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como una práctica intelectual que implica necesariamente a los participantes en una actividad social cooperativa; una tradición de normas históricamente generadas y de reglas y convenciones sujetas a evaluación, crítica y transformación y, en fin, una estructura narrativa a través de la cual cobra sentido y significado la participación social.
La Organización escolar y/ o educativa, como ámbito de conocimiento, remite al campo de la teoría organizativa que, a su vez, se remonta a los referentes ya mencionados y, por lo tanto, es el correspondiente ‘moderno’ de la, actualmente reivindicada, Organización ‘Educativa’. La contribución de Weber permitirá explicar el dilema del educador en cuya definición laboral coinciden rasgos de profesional y de burócrata, cada una de las cuales obedece a lógicas de actuación distintas (el funcionario o burócrata, por ejemplo, funda sus acciones en el principio de jerarquía; el profesional, en cambio, justifica sus actos refiriéndolos al campo de conocimientos y, en todo caso, actúa por fidelidad a las demandas del cliente). Pero, puede resultar todavía de mayor relevancia detenerse en la introducción de algunos supuestos básicos del taylorismo, fayolismo y hasta fordismo, en las organizaciones educativas. La influencia directa de Taylor, por mucho que se diga, nunca fue excesiva en el campo escolar, aunque siempre hay quien cae en excesos; en cambio los principios de Fayol, mucho menos aludidos
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explícitamente, han calado con mayor profundidad, quizá porque resultaban más congruentes con la organización burocrática del sistema educativo (cadena de mando, segmentación, etc.). Sin embargo, durante los dos primeros decenios del siglo XX, la producción teórica referida a este tipo de organizaciones estuvo subordinada a la de otros ámbitos. Probablemente, en su momento tuvo mayor importancia la aplicación escolar de los principios organizativos, no directamente a la estructura de las organizaciones educativas, sino a los sistemas escolares y el currículum, como prueba que las consideradas entre las primeras aportaciones teóricas a ese campo fueran formuladas bajo la influencia directa de todos aquellos supuestos; tal es el caso de Bobbitt, por ejemplo, cuya considerable influjo ha perdurado hasta nuestros días.
Ese dato permite contradecir la extendida creencia según la cual la Organización del Sistema y /o las Instituciones Educativas ha dictado las condiciones de posibilidad de los contenidos y métodos de enseñanza. Durante aquellos primeros años, la organización de los centros escolares era tan poco sofisticada como la de los productivos y solo irá cobrando complejidad con el tiempo y por influencia de las transformaciones producidas en otros ámbitos, como la universalización en los países occidentales de la escolaridad obligatoria y el consiguiente crecimiento de los sistemas educativos que daría lugar a la creación de nuevas fórmulas, planteando exigencias de racionalización del sistema al
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margen de la comunidad y más dependientes de los aparatos administrativos de los Estados, que también crecen -para algunos de manera desmesurada- en estos años.
La aplicación de criterios de racionalidad, fundados en la producción, extensión y consolidación de los nuevos conocimientos teóricos da lugar a una fuerte homogeneización de las pautas organizativas de los centros de enseñanza, con relativa independencia de los países y de sus respectivos sistemas educativos. Pero al mismo tiempo, y quizá a causa de ello, comienzan también a plantearse problemas de falta de ajuste o adaptación a las situaciones particulares. Por otra parte, la consideración de los profesores y alumnos como elementos de la organización casi del mismo nivel o rango que los de orden material o funcional, introducen mecanismos muy formalizados en la gestión organizativa que dan como resultado una creciente desprofesionalización de los docentes. A ello se une el dominio, prácticamente indiscutido, de los planteamientos empírico-positivistas que restan valor, cuando no lo niegan, a todo intento de hacer conjugar, en las organizaciones, variables culturales, ideológicas o, simplemente, creencias.
Un breve repaso a la historia reciente de las instituciones educativas en España y sus reformas, apunta a cuatro grandes etapas: 1.- socialización política; se corresponde con el nacional-catolicismo; 2.- tecno-burocracia; se corresponde con la pedagogía por objetivos; 3.- crítica sociológica y derrumbe
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postmoderno; se corresponde con el abandono de la hegemonía escolar; 4.- absolutización de los mercados capitalistas; se corresponde con las pseudo-reformas. Cambiando los enunciados en términos organizativos, encontramos cuatro grandes momentos: 1’.- del olvido de la organización a las previsibles reformas organizativas (las organizaciones educativas como estructuras que pueden ser racionalmente gestionadas); 2’.- de los agentes sociales a la mente administrativa (las micro disposiciones y su impacto desmovilizador en el profesorado); 3’.- vacuidad e institucionalización de las reformas y demostración de la inutilidad de reformar las estructuras para introducir cambios culturales; 4’.- de lo global a lo local: la descentralización como excusa para la participación y la des-burocratización (conduce a la fragmentación de la política y la despolitización).
En lo que se refiere a temas priorizados, según momentos, por una u otra escuela de pensamiento, varían también en razón de circunstancias políticas. Si en determinado momento se multiplican los estudios sobre participación, luego serían los de evaluación institucional, autonomía y variedad organizativa de los formatos educativos, incorporación de las nuevas tecnologías de la información. A pesar de todo, el mayor número de aportaciones al campo organizativo siguen ancladas en perspectivas funcionalistas; algunas de ellas le han puesto disfraz ‘tecnológico’ a su discurso utilizando términos talismán (cuya mera
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enunciación parece convocar y / o conjurar magias distintas: participación, autonomía, calidad, profesionalismo, democracia).
De hecho, algo de eso puede decirse de las organizaciones educativas en el presente. El discurso organizativo referido a la educación ha reflejado, al menos parcialmente, las transformaciones teóricas del campo por efecto de la crisis. Sin embargo las prácticas organizativas no han sufrido, aparentemente, demasiadas modificaciones. Una mirada a las instituciones de educación mostraría organizaciones muy semejantes a las de hace cuarenta años; de igual modo se parecen las tareas formativas. Sin embargo lo cierto es que su organización ha cambiado de maneras acordes a los supuestos comentados; centralización, jerarquía, control, etc. se han visto afectados en términos de su progresivo abandono o mutación formal. Ahora bien, ¿qué ha supuesto eso para los diferentes actores? El efecto más aparente sobre los trabajadores ha sido la sensación de intensificación laboral y su contribución a un malestar subjetivo traducido en síntomas múltiples; para las familias, una transformación de las relaciones en términos clientelares, con la consiguiente modificación en la forma de entender el conocimiento, los aprendizajes infantiles y, en último extremo, la educación; para todos, la falta de criterios y parámetros definidos de control, con lo cual las instituciones educativas se han vuelto mucho más sensibles a su instrumentalización gubernativa.
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Mientras las discusiones giraban en torno a los cambiantes contornos del campo profesional, las formas organizativas de las instituciones educativas se empeñaban en consolidar viejos planteamientos tecnológicos, ya superados por los análisis críticos. De este modo el despertar del sueño racionalista es desconcertante y carece incluso de categorías analíticas, necesarias para enfrentar la nueva etapa; de hecho todavía en muchos casos se sigue sumido en una aparente pesadilla que se niega, a sí misma, a la lucidez de la vigilia. Si la post-modernidad se define en parte por la incertidumbre, ese es también el término que puede aplicarse a las instituciones educativas y a la organización de otros modelos formativos. Además se trata, al parecer, de una incertidumbre que ha pasado a ser ya constitutiva, de modo que nadie parece estar ya suficientemente legitimado para tomar decisiones relevantes. Los estudiosos y analistas de las organizaciones, por su parte, obedeciendo al dictum epistemológico postmoderno, parecemos resignados a dejar que las organizaciones se muestren sólo a través de las voces de los protagonistas, olvidando que aquéllas utilizan las categorías expresivas difundidas, casi impuestas, por los medios de comunicación, quienes, a su vez, forman parte de la extendida red de los mecanismos de dominación. Quizá sea oportuno, a la vista de esto, utilizar nuevas vías para revisar la situación actual de las organizaciones inscritas en instituciones educativas, para derivar
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qué responsabilidad nos corresponde en mantenerlas o cambiarlas.
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ORGANIZACIÓN Y GESTIÓN DE INSTITUCIONES SOCIOEDUCATIVAS
Es sabido que no existe una teoría unificada de la organización. En consecuencia, los términos usados para referirse a los diferentes aspectos organizativos han de situarse en un contexto teórico de referencia o, de lo contrario, serán portadores de los significados asociados a la teoría dominante. Es lo que ocurre con el concepto de gestión que, al referirse a una pluralidad de prácticas, podría camuflar lecturas del fenómeno organizativo sesgadas hacia modelos mecanicistas. Desde éstos, la organización se concibe como un conjunto de elementos –personales, materiales y funcionales- que se articulan entre sí con una finalidad específica; en ese contexto, se entiende por “gestión” el conjunto de operaciones conducentes al logro de objetivos. La organización, por tanto, se presupone integrada por un número finito de elementos cuya combinación algorítmica, según reglas precisas, se resolverá en términos predecibles. La comprensión implícita del concepto de gestión plantea problemas a otros modelos teóricos de la organización que, a diferencia del funcional, no adopten como criterio de definición la universalidad de las metas. Si se admite que los objetivos no están todos ni siempre predeterminados, la organización es más que un recurso instrumental, orientado a logros, compuesto por el ensamblaje de medios entre los cuales figuran actores desinteresados. En tal
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caso, ¿cómo confiar en la precisión de las operaciones que se lleven a cabo en su seno?
Bajo el orden analítico de los modelos mecanicistas, cada fenómeno se compone de datos cuya agregación da cuenta del todo. Sin embargo, otro criterio de orden, holístico, permitiría tener una aproximación de la realidad global partiendo de algunos de los aspectos parciales. Se trata de dos modos distintos de entender la organización: como una suma de fenómenos independientes o como un fenómeno integrado que tiene capacidad para mostrarse a través de sus partes. Desde la perspectiva holística, cada fenómeno se manifiesta en su totalidad, pero lo hace de manera pertinente al contexto en el que se genera; en lugar de verse como si estuviera desarrollado sobre un plano, su descripción se relaciona con la posición adoptada por el espectador o protagonista. Esta perspectiva nos apea de la ilusión de acceder a una mirada objetivada al conjunto de la organización o a cualquiera de sus partes, como si el observador fuera ajeno a lo observado. La organización que vemos es en realidad un complejo integrado por los aspectos percibidos, quien los ve y el modo en que se los ve. Esas miradas, que no pueden ni tienen por qué ser idénticas, no ponen en duda la objetividad de la ‘figura’ organizativa sino la de su caracterización. En el orden holístico, constitutivo de una nueva episteme, cada mirada es significativa, no a pesar de contar aspectos diferentes de la totalidad organizativa sino precisamente porque los cuenta. Cada
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parte remite a su modo al significado global, siendo éste global, que contiene al observador, lo que confiere significado a su descripción parcial. El mismo fenómeno sería portador de un significado diferente si se lo contemplara en un contexto por completo distinto o si el observador fuera otro. El ‘observador’, en consecuencia, ya no es tan sólo eso, sino que cobra protagonismo como participante de una situación que, siendo observada, resulta re-significada y reconstruida.
El orden holístico no excluye al analítico y causal sino que contiene también su posibilidad; la explicación causal de fenómenos que se presentan como independientes o separables no es necesariamente incorrecta desde una perspectiva global más amplia y genérica, puesto que se trata de un orden posible dentro de otro más inclusivo. El modelo mecanicista puede ser válido, pero sólo en la medida que abstraiga aspectos particulares sin pretender explicar el conjunto (las explicaciones basadas en el orden mecánico cobran sentido porque dotan al fenómeno de una aparente autonomía respecto a la totalidad de referencia). Quizá no sea necesariamente falso explicar las dificultades de escritura por una deficiente escolarización previa (orden restringido), pero eso lleva a aislar el efecto y la atribución de causa, como si se cumplieran de forma necesaria y universal, permitiendo excluir cualquier otra explicación como si sólo su deficiente escolarización explicara su mala escritura. Una explicación más amplia y seguramente más correcta debería acudir a otros criterios
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de orden que implicaran al anterior (circunstancias familiares, psico-biológicas, sociales, etc.).
Aceptada la existencia de diferentes criterios de orden, algunos de los cuales forman parte de otros de rango superior al que están subordinados, los fenómenos organizativos se analizan en modos cualitativamente distintos cuando se los explica desde un nivel micro o macro. No limitarse al orden causal implica renunciar a la búsqueda de una causa única que haría un aspecto más significativo que los otros al dotarle de significado universal. La tendencia dominante a dar cuenta del comportamiento organizativo en términos unidimensionales incapacita para adoptar soluciones originales al impedir establecer otras relaciones no causales que permitirían construir explicaciones de rango superior. Cuanto mayor sea la jerarquía sobre otros niveles del modelo utilizado, mayor será su capacidad explicativa y mejor mostrará la conexión entre diferentes fenómenos que, de otro modo, parecerían inconexos. La utilización del término “gestión” por la perspectiva dominante reduce las acciones organizativas al inscribirlas en el marco de límites operacionales que, desde un criterio de orden más amplio, se sabrían puramente simbólicos. Existen, por tanto, al menos, dos modos radical y razonablemente distintos de aproximarse a la gestión en las instituciones educativas, que la contarán de manera diferente según se sostengan en un criterio de orden mecánico y causal (lógico, formal) u holístico (narrativo, discursivo).
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En consecuencia, una tarea previa a caracterizar la gestión en este ámbito consistirá en desentrañar los componentes narrativos adoptados por la institución educativa para dar cuenta de sí misma. Ninguna institución es inocente respecto a esa elaboración discursiva. Sus aportaciones han sido y son contribuir a una comunicación racional expresada en términos que puedan justificarse sin apelar a la autoridad ni a poderes superiores (la gran llamada de la Modernidad) y procurar inducir socialmente consensos argumentativos (aunque, desde el momento en que las narrativas modernas, ilustradas, han sido puestas en entredicho podemos encontrar ciertas dificultades, incluso incapacidad, para ubicarnos). Lo que hace de la ‘organización’ un referente objetual dotado de aparente entidad; lo que, por tanto, permite dar cuenta de su existencia empírica, es la construcción de una peculiar lógica narrativa en torno al concepto y un discurso epistemológico que le preste valor de verdad. El estudio de las organizaciones socioeducativas pasa por descubrir la lógica y la epistemología al dictado de las cuales se describen las formas empíricas de su representación.
Desde el orden discursivo, la narración sobre las organizaciones educativas se construye con la aportación de, al menos, tres miradas a la realidad: la disciplinar (a veces interesadamente confundida con la del conocimiento formal (teoría); la del educador, quien está inmerso en la situación
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(práctica); la de las autoridades políticas y /o administrativas (prescripción normativa). Esas tres miradas no coinciden. La mirada teórica se enfoca críticamente hacia las prácticas; pero, para el educador, el referente de esas mismas prácticas es más la regulación administrativa que el conocimiento teórico.
Los constantes desencuentros producidos por este cruce de miradas aconsejan detenerse en la dimensión institucional subyacente, puesto que la institucionalización permite recurrir a argumentos legales, cuando no los hay racionales, para justificar la estructura de las organizaciones socioeducativas. Esta elusión de criterios racionales hace tan rígidas las justificaciones referidas a lo que ocurre en el seno de las instituciones que las limita al ‘se hace así porque así es como se hacen las cosas’ (Pfeffer, 1982).
La institucionalización supone estandarización de procedimientos, principios e ideas, a la vez que dota a procesos, lugares y personas de regulaciones legalmente sancionadas. Los poderosos mecanismos de control de que se dotan, invitan a realizar una lectura negativa de la condición institucional (Rowan, 1981). Sin embargo, la relación entre institucionalización y organización educativas no es unívoca porque la institución se ve reconfigurada si y cuando alberga formatos organizativos emergentes. Por tanto, la institucionalización explica a la organización; pero ésta, por su parte, implica lo institucional al forzar aquélla, como concesión
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necesaria para prevenir pérdidas de legitimidad, a asumir y reconocer desviaciones de la norma.
La institución educativa realiza simultáneamente distintas operaciones. Por un lado, encauza y regula los flujos entre los conocimientos socialmente valorados y los desigualmente distribuidos; a la vez, dota a algunos conocimientos de aparente objetividad al declararse ajena a su producción; por último, declara su universalidad al asegurar su persistencia en el espacio global. Pero, dado que la sociedad no es un bloque homogéneo, se producen discrepancias entre los supuestos de valor adoptados por los distintos grupos sociales en función de sus intereses específicos. De ahí que las organizaciones traduzcan el enfrentamiento entre esos grupos, cada uno de los cuales emprenderá acciones encaminadas a lograr, conservar o acrecentar el poder necesario para satisfacer sus intereses frente a los del resto. Ese conjunto de acciones, constitutivo de la política, convierte a la organización en una representación micro de esas luchas.
La dimensión institucional permite identificar a las organizaciones educativas como condensaciones de procesos específicos de construcción social que ponen en entredicho todos los intentos de naturalizarlas. Al mismo tiempo, el reconocimiento del factor institucional permite caracterizar el fenómeno organizativo como una compleja trama de relaciones derivadas de las interacciones entre los agentes o sujetos
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protagonistas. Algunas de esas relaciones son muy sólidas, fuertes, estables puesto que gozan de un soporte de naturaleza jurídica. Las normas legales que regulan las relaciones institucionales y organizativas hacen a éstas más duraderas, aunque también más rígidas y resistentes al cambio. Pero el conjunto de estas relaciones, que integra la dimensión estructural, no agota todas las posibles; las procedentes de la socialización en otros marcos institucionales, transportadas por los agentes, dan lugar a modos específicos de hacer la organización; su presencia impedirá la uniformidad de los casos singulares, no obstante compartir soporte estructural. Por simplificar, damos el nombre de dimensión cultural al conjunto de esas otras relaciones.
Las organizaciones se estructuran tomando como referencia el marco institucional y las relaciones culturales se traman en torno a la estructura, de modo que hace falta un mínimo estructural sin el cual no pueden emerger culturas organizativas. Algunas relaciones culturales, aun careciendo de soporte normativo, cristalizan y actúan como elementos estructurales; éstos, recíprocamente, pueden flexibilizarse con el uso, cobrar mayor holgura y actuar como rasgos culturales; sin embargo, la emergencia de formas culturales propias será menos posible cuantos más componentes estructurales tenga una organización. La red cultural opera dentro del sistema formal, pero tiene una relativa autonomía respecto al mismo que le permite dar
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respuestas inmediatas a las necesidades de los miembros de la organización, disolviéndose y reconstituyéndose bajo otras formas; aunque cualquier formalización lleva asociado el riesgo de tener que ocuparse más de la conservación formal que de su operatividad.
Toda organización requiere poseer estructuras claramente delimitables, estables, fijas, formalizadas; pero junto a esa tendencia a configurarse sobre lo estructural, también cabe contemplar la organización como un ámbito de acción colectiva, un espacio, esfera o lugar cuyas fronteras indefinidas albergan movimientos espontáneos que, trazados sobre el soporte rígido de las estructuras, destacan la fluidez, lo emergente, lo informal (carente de forma). Este componente informal, difícil de reducir al cálculo y la previsión, se construye sobre la renovada implicación en una causa compartida que, a su vez, se va redefiniendo según sea el juego de los actores. De modo que la igualdad estructural de origen no puede impedir que se generen singularidades. Aunque la gestión tiende a operar en términos reproductivos debido al isomorfismo estructural de las organizaciones, esa reproducción no es idéntica sino que resulta en producción de un orden nuevo. La resultante provisional de la simultánea producción y reproducción de orden: en eso consiste, con toda propiedad, el fenómeno organizativo.
El orden emergente tenderá a estabilizar interacciones, consolidar relaciones y con-formarse culturalmente; pero los
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actores están insertos en una trama institucional ya muy estructurada que motiva nuevas readaptaciones o reformulaciones del complejo estructural-cultural, a la vez que produce consecuencias en él. Esta dinámica autoriza a desplazar el foco de la gestión desde las reglas que estructuran las operaciones a los sujetos colectivos de las acciones y sus contextos. Se trata de un enfoque que persigue, ya que no la racionalización (buscar las razones por las que se hace eso y no otra cosa), cuanto menos la razonabilidad (hacerlas presentables y justificables ante el resto); al mismo tiempo, apuntará hacia otras acciones que, siendo posibles, no se acometen. De ahí el énfasis en una interpretación de las prácticas en términos no sólo de lo que muestra sino también de lo que silencia. El estudio de los discursos y prácticas de los actores remite a aquello que estructura sus creencias haciendo posible o impidiendo otros modos de actuación que, aun teniendo la misma posibilidad contingente, no se han adoptado. Ampliar la indagación a las razones por las cuales han sido descartadas otras actuaciones posibles permite ubicar los cambios en el universo de posibilidades de nuevas respuestas organizativas, lo que conduce a procesos de re-interpretación (re-aculturación) y re-construcción (re-estructuración).
La peculiar relación entre lo estructural y lo cultural puede describirse a partir de una metáfora. Considérense dos tipos de energía, formal e informal, que interactúan de tal modo que la formal es la única visible y apreciable, mientras la informal (en el
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doble sentido de no tener forma y de ‘in-formar’) se activa en presencia de la formal. Los aspectos externos, aparentes e inmediatos de la organización, los estructurales, constituyen la condición necesaria pero no suficiente; sólo en presencia de un mínimo estructural será posible que comiencen a tramarse otras relaciones, culturales, que en parte emergerán y en parte quedarán sumergidas. Sólo entonces podrá hablarse con propiedad de la existencia de organización puesto que toda manifestación organizativa es simultáneamente de orden estructural y cultural. Si la información está potencialmente contenida en lo formal, tiene que proceder de algún lugar externo o ajeno a lo que se está constituyendo; para identificar de dónde se extraen sus componentes hay que remitirse a un orden más amplio que permita explicar el orden implicado de lo organizativo. Los elementos que van a informar a la organización, dotándola de un aspecto cultural y una configuración propia, son portados por los agentes que construyen las tramas organizativas y proceden de ámbitos cognoscitivos más amplios, de órdenes de rango superior que los han constituido previamente.
La energía informal potencialmente contenida en lo estructural, que se despliega a través de las formas organizativas, procede de la mera agregación de los agentes (y otros elementos) en relación con las condiciones en que se produce esa agregación. Es decir, de la materialización en el seno de la institución de determinadas
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relaciones sociales. El conocimiento de los aspectos formales o técnicos de una organización es imprescindible pero escasamente significativo; su significación radica en la presencia de información y conocimientos procedentes de otros ámbitos más amplios que todos y cada uno de los agentes activos incorporan (literalmente, portan en su propio cuerpo). Las posibilidades de ‘informar’ sobre una organización tienen que ver, en consecuencia, con la formalización de los conocimientos aportados por cada agente, así como de las estrategias que pone en juego para la construcción colectiva. Centrar el análisis de la gestión en la dimensión estructural y sus reglas de operación proporciona una información muy pobre para singularizar los casos y caracterizarlos en su configuración propia. Si alguien preguntara ‘¿cómo es o actúa la organización X?’ una respuesta del tipo ‘tiene tal o cual estructura’ sólo comunica la información contenida en la forma, pero no esa otra que porta la carga de significado, la que ‘significa’, siendo por ello relevante (de ahí la pertinente respuesta que cabría esperar de tal información: ‘eso ¿qué significa?’). La dimensión cultural es, por lo tanto, la que dota de sentido propio a cada organización y la singulariza confiriéndole una cierta identidad; pero ésta no se deja reducir a operaciones algorítmicas.
La gestión es deudora de aportes procedentes de otras instancias, lugares y ámbitos diferentes, lo que implica que su construcción
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vaya tejiéndose sobre acuerdos, explícitos o implícitos. Puesto que la riqueza cultural de una organización procede de la energía informal contenida en su formato, ¿existe algún modo de comprobar su mayor o menor presencia? Hay, al menos, un dato que, si bien para la lógica causal sería un elemento final -consecuencia de una causa-, desde una perspectiva holística actúa como indicador: el comportamiento como unidades independientes o interdependientes de los actores organizativos. La interdependencia es inversamente proporcional a la posibilidad de aludir a las tareas o funciones que cumplen a cada elemento, o que desarrolla cada miembro individualmente, sin hacer referencia al conjunto. Para saber si un formato organizativo tiene potencialidad para hacer emerger y manifestar riqueza cultural habrá que observar la interdependencia de sus actores que será mayor cuanto más difícil resulte explicar las acciones de cada uno sin hacer referencia al resto.
Es difícil cambiar la lógica subyacente a una construcción organizativa cuando esa lógica está inserta en otra de orden mayor, por ejemplo, la institucional, la del sistema educativo, productivo o cultural dominantes; por eso existe un requerimiento, aparentemente paradójico, para el cambio de las organizaciones: hay que actuar más allá de las mismas, en los ámbitos de rango superior en que se tejen algunas de las relaciones que se portarán al orden inferior. Una organización ‘tradicional’ (utilizando el término en sentido coloquial) puede
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quedar definida como aquella en el cual la energía necesaria para que resulte activada la informal, es despreciable. A veces estas organizaciones coinciden con una estructura muy simple; aunque no siempre la simplicidad estructural indica pobreza cultural. La cultura de cada organización implica un universo de referencia (lo que hace, cómo se disponen sus elementos, bajo qué normativa se ampara o se rige, dónde está emplazada, quiénes son sus agentes y /o protagonistas, su cultura en sentido amplio, etc.) respecto al cual se definen sus límites. La introducción de nuevos elementos fuerza esos límites y, en consecuencia, amplía las posibilidades de emergencia cultural. Las posibilidades de expansión de los límites dependerán de la capacidad puramente formal, es decir, de la estructura. Cuantos más elementos se introduzcan en la organización, más compleja y contradictoria será ésta; pero más rica culturalmente, lo que significa más información y más posibilidades de emergencia de formas propias, distintas, de singularidades (siempre con la precaución de evitar que llegue a saturarse, porque existen umbrales máximos y mínimos).
El diseño de estructuras que hagan posible o incluso compelan a la emergencia de una variedad más amplia de formas culturales, pasa por considerar las organizaciones educativas como campos simbólicos dotados de ciertas características: ser complejos de relaciones pautadas entre quienes han sido previamente socializados en una organización semejante; en segundo lugar, al operar con elementos muy codificados de la
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realidad, tienden a interpretar ésta en términos de aquéllos; por último, al adoptar las pautas dominantes en sus medios de inserción, funcionan como registro holográfico dotando de significado a otros fenómenos sociales más amplios. Por todo esto, las organizaciones educativas se constituyen en una especie de mediador a través del cual se valoran o interpretan, cargándolos de significado, hechos que quedan fuera de la vida institucional. De lo dicho se desprende una mutua dependencia entre la gestión y los procesos por los que se reconfiguran o reconstruyen las identidades personales en el marco de la organización. La aproximación a estos últimos puede hacerse mediante el recurso a dos vías complementarias. La explicación psicológica recuerda que no se procesa toda la información de cada situación en que se actúa sino sólo algunas partes que se abstraen y con las cuales luego se reconstruye el todo. Esas abstracciones, que se sitúan en una dimensión no racional, se convierten en marcos que dotarán de significado a situaciones semejantes de modo que, al enfrentarse a ellas en el futuro, resultarán ya significativas. La explicación sociológica tiene que ver con determinados supuestos subyacentes que hacen posibles variaciones en la emergencia del poder o su circulación predisponiendo al grupo a actuar como tal en unos modos y no en otros. Dado que la distinta conformación de cada grupo les lleva a afrontar de diferentes modos tareas idénticas, estas estructuras profundas de poder tienen que ver con formas, aceptadas
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implícitamente por parte del grupo, de interpretar y reaccionar ante determinadas situaciones. Esas reacciones subyacen al propio grupo como colectivo y no pueden expresarse conceptualmente. En síntesis, estos marcos de atribución no pueden aprehenderse o manejarse racionalmente; pero son ellos los que prestan una peculiar identidad y determinan las culturas organizativas.
Todo esto convierte en un reto concebir la gestión como escenario de innovaciones. Se requiere construir explicaciones enfocadas al protagonismo de los sujetos en la definición y orientación de los cambios en lugar de mostrarlos como instrumentos de su adopción. Las nuevas culturas emergerán tramándose en torno a las formas estructurales existentes en una ‘ideología organizativa’ que, al implicar simultáneamente las ideas que presiden y subyacen a la organización y las acciones emprendidas por ésta, no sólo guía a la acción sino que también permite dotarla de racionalidad retrospectiva. De este modo, la ideología cohesiona la organización y dota de sentido de identidad y pertenencia a sus actores, que tienden a definirse en relación a ella compartiéndola u oponiéndose.
Al afrontar el nuevo orden emergente, que no es mecánicamente reproductivo, conviene evitar describirlo en términos de causalidad cronológica o mecánica respecto a la gestión. Foucault (1973) aconsejaba concebir los discursos como prácticas que ejercen efectos materiales y derivaba la regla de ir del discurso hacia sus condiciones externas de posibilidad;
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proponía, para ello, la oposición término a término de acontecimiento y creación, serie y unidad, regularidad y originalidad, condición de posibilidad y significación. Cada acontecimiento queda así definido como una relación que se produce como efecto de, y en, una dispersión material. La categoría ‘práctica discursiva’ (Foucault, 1997) designa a los discursos en tanto están insertos en un sistema de relaciones materiales que los estructuran de acuerdo a ciertas reglas objetivas. Estas reglas, a las que queda sujeto el sujeto desde el momento en que interviene en el ‘discurso’, determinan el haz de relaciones que permiten tratar acerca de determinados objetos. Puesto que las prácticas discursivas educativas se escriben en reglas organizativas, para poder interpretarlas resulta imprescindible contar con la institución socioeducativa de referencia. Pero es importante insistir en que la organización no tiene más entidad sustantiva que la conceptual; no pueden aislarse objetos llamados organizaciones; se dice, por el contrario, de tal o cual agregación que se trata de una organización al efecto de poder atribuirle las notas que conceptualmente hacemos que la definan. Si el concepto organización no puede ser aislado, su definición resulta la de sus formas de representación, su historia, sus culturas.
Puede leerse esto en clave de argumento frente a las compulsiones reformistas: los cambios inducidos, que pretenden a un tiempo sancionar prácticas preexistentes e implantar otras
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nuevas, nunca logran la fidelidad perseguida a pesar de la presión conformadora de la norma, nunca cierran definitivamente los asuntos que las plantearon, nunca suturan, sino que engendran nuevas y consecutivas reformas. Las normas son traducidas culturalmente, reinterpretadas y vividas de un modo peculiar, al igual que algunas pautas culturales acaban convirtiéndose en norma. Como ya se ha comentado, existe una continua transmutación entre los componentes de las dimensiones estructural y cultural. La dependencia de los sujetos a la trama institucional explica que el comportamiento general se reproduzca en lo micro, en lo grupal, porque la mirada del sujeto es la misma mirada de las instituciones que lo han constituido como tal; en consecuencia, aplica criterios no explicitados, subyacentes al modo de construir la realidad y a las explicaciones sobre la misma, por lo que no se puede evitar adoptarlas.
Las instituciones socioeducativas tienen un funcionamiento en apariencia muy estable, desde el punto de vista organizativo, que preserva su identidad a lo largo del tiempo. Lo que permite explicar esa estabilidad no hay que buscarlo en su apariencia sino en lo que le subyace. La dimensión institucional subyacente permite explicar las homogeneidades o isomorfismos entre unos y otros formatos organizativos escolares. Puede hablarse también de dos niveles, superficial y profundo, formando parte del mismo objeto. Ciertas explicaciones se limitan al nivel más superficial,
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donde se establece el orden estructural formal, reconocido, que tiene que ver con los roles o centralización, burocratización, participación formal, relaciones con el medio, etc. Pero al quedarse ahí se ignoran, o al menos se omiten, los procesos subyacentes en un nivel más profundo que sirve de soporte y sostiene todas aquellas regularidades. Ese nivel más profundo, constituido por algunas peculiares relaciones a través de las cuales se va reproduciendo lo organizativo desde el punto de vista formal, está, por definición, oculto a la vista y, como no se puede acceder a él de manera inmediata, constituye un ámbito que escapa a las racionalizaciones. Eso quiere decir que las relaciones que se traman en ese ámbito oculto componen una red no sujeta a regulaciones formales, como la gestión, sino a unas reglas peculiares que le permiten no responder a decisiones externas. Sólo puede saberse más del mismo cuando algunas de estas relaciones se manifiestan emergiendo a la superficie, lo que ocurre en formas y bajo circunstancias que sí pueden ser estudiadas.
Dicho de otro modo, cuando las organizaciones se dotan de mayor riqueza cultural, todos los actores se ven forzados a revisar los soportes estructurales sobre los que basan sus actuaciones. Ponerse en disposición de cuestionar la validez o utilidad de los criterios básicos que estructuran la organización puede conducir a demostrar su incapacidad para gestionar nuevas situaciones llevando a cambiarlos, flexibilizarlos, hacerlos más rígidos o
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definir otros nuevos. Rechazar la interdependencia puede perpetuar los formatos organizativos porque las estructuras están diseñadas para garantizar cualquier organización funcione... al mínimo, lo que presta la apariencia de inercia institucional y resistencia al cambio. El funcionamiento inercial resulta difícil de cambiar por el riesgo, que todo cambio supone, de que resulte afectado lo que actúa como cláusula de garantía o llave de seguridad; la gestión garantiza homogeneidad y estabilidad mínima, lo que es positivo mientras no se tome como referente único y exclusivo, porque ello empobrecería culturalmente a la organización. Puesto que habitamos las organizaciones, hay que ser capaces de reconstruirlas permanentemente, lo que no se consigue restringiendo los límites para impedir la presencia de lo considerado ilegítimo porque introduce elementos de disrupción en el orden parcial. En relación con esto, puede formularse un principio de fragilidad: todo intento de canalizar o de formalizar la energía informal deriva en su pérdida de significado. Por eso, enriquecer las respuestas organizativas no requiere inducir otros contenidos culturales sino diseñar estructuras tales que hagan posible la ampliación cultural.
Siempre hay una pérdida de significado implicada en la formalización; de eso no se desprende que las organizaciones no deban formalizarse; por el contrario, tiene que haber formalización; pero hay que ser conscientes de que en cada paso hacia ésta se va perdiendo parte del significado; además, la
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formalización cambia la capacidad significativa de lo informal perdiéndose unos significados y cobrándose otros nuevos Cuando se dictan reformas hay que valorar cuáles son los significados que se pierden y hasta cuánto se pueden asumir esas pérdidas. El principio se anuncia en términos de ‘fragilidad’ porque las organizaciones no cobran sentido pleno sólo desde la dimensión estructural, sino que han de incorporar la cultural y, además, vivificarla. Si una organización llegara a tener mucha rigidez formal podría llegar a ahogar la emergencia de cualquier forma cultural; traspasar el umbral mínimo representa la muerte clínica. La fragilidad de una organización consiste en que ésta, por su propia constitución, tiende a formalizar; pero un exceso de lo formal, superar el umbral máximo, supone también su muerte. En apariencia, cuanto más fuerte y rígida fuera su estructura, más consistente sería la organización; sin embargo es más frágil. Si solamente hay una estructura muy fuerte y no hay emergencia cultural, cualquier elemento de la estructura que se vea modificado por la menor circunstancia puede amenazar la vida total de la institución. Este principio pone de manifiesto, en último extremo, que algunas de las informaciones generadas en el juego de relaciones libres, constitutivas de la faceta organizante, no pueden ni deben ser gestionadas. En consecuencia, habría que diseñar estructuras que desde su misma condición estructural exigieran un trabajo interdependiente en lugar de un trabajo independiente.
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Los límites entre la dimensión visible y la invisible son variables; hay veces que emergen o se sumergen más o menos aspectos. De igual modo resultan imprecisos Como los límites entre algunos aspectos culturales dominantes y otros de rango estructural resultan también imprecisos, su peculiar intercambio no está exento de contradicciones. Es en ellas donde habría que buscar las claves que nos permitieran avanzar un poco más en el conocimiento y análisis de la gestión como escenario de cambios; pero las contradicciones se generan precisamente en la zona de incertidumbre que resulta al solaparse una y otra dimensión y, de este modo, ponen de manifiesto dónde se establecen en cada caso los límites. A partir de ese reconocimiento se hace posible definir de nuevo qué pertenece a la dimensión superficial o a la oculta, estructural o cultural. Eso permite reestructurar la organización y reacomodarla al servicio de innovaciones que tengan a los actores institucionales como agentes y no como meros adoptadores. Las contradicciones constituyen la puerta de acceso a la dimensión oculta y hacen posible trabajar sobre las cuestiones no racionalizables cuya emergencia provocan. La re-delimitación se descubre así como una estrategia de transformación institucional.
Lo anterior indica que no se puede pretender de una organización que obedezca a los mismos criterios de desarrollo que otra de diferentes dimensiones estructurales y culturales. Al ampliar los límites de la organización, ésta incorpora elementos de otros órdenes superiores y ello implica que se introducen como
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elementos de la cultura escolar otros procedentes de distintas culturas institucionales (familiar, club deportivo, vecindad, ámbito laboral, partido político, etc.). Por tanto, la cultura de una organización educativa no es singular ni homogénea sino que se refiere más bien a una pluralidad de formas emergentes de otros depósitos culturales todas las cuales adoptan una peculiar configuración en la que alguna de aquellas sub-culturas resulta dominante.
La modificación de límites o re-delimitación, en el sentido de incorporar más o menos referentes externos al formato estructural, da carta de legitimidad a la presencia de otros ‘modos de hacer’. Pero, por lo mismo, introduce también variaciones en la estructura total. La manipulación de los límites introduciendo mayor riqueza cultural tiene una inevitable traducción estructural, sea por desplazamiento y ampliación o por relectura y readaptación cultural de la norma. Se trata de una modificación de la zona imprecisa o de incertidumbre donde radican las contradicciones, pero también las posibilidades de cambio en tanto constituye una zona ligada a la acumulación de poder. En cualquier caso, esa relación entre procedimientos y estructura merece ser estudiada con mayor detenimiento, lo que nos llevará, en el capítulo posterior, a revisar el concepto de tecnología organizativa. Pero antes conviene detenerse en las posibilidades
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de manejarse lingüísticamente con la compleja realidad de la vida organizativa.
Metáforas y realidades organizativas complejas
Como se ha señalado en capítulos anteriores, la corriente dominante aborda las organizaciones educativas como si se tratara de un conjunto de individuos, medios y funciones (recuérdense los "elementos personales, materiales y funcionales" de la defi-nición clásica). Cada una de estas categorías se considera con independencia del resto, pero como si estuvieran agregadas de tal modo que de su particular interacción nace el ‘objeto-organización’. Este modelo mecánico, que considera a la organización una máquina compuesta de partes intercambiables, no consigue dar cuenta de la manifestación de algunas de sus propiedades. Dado que, en realidad, el todo resulta siempre más que la suma de sus partes, el incremento diferencial resultante se presupone un efecto perverso de cada peculiar configuración o de la propia naturaleza organizativa; de ahí que todos los intentos de cambiar la organización se dirijan a experimentar nuevas agregaciones que den por resultado la suma exacta de los componentes y no a integrar en una explicación más comprehensiva la naturaleza de lo emergente.
¿Qué hace de un buen estudiante un mal profesor, de un buen profesor un mal compañero, de un buen compañero un mal director? ¿Cómo se explica que habiendo órganos de
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participación social en el gobierno de ciertas organizaciones no se participe, habiendo órganos de control se llegue a situaciones límite y habiendo recursos no se utilicen? ¿A qué se debe que estando claramente definidas las funciones no se funcione, que habiendo roles diferenciales asignados todas las personas actúen igual, que estando algunas organizaciones hiper-reguladas se sometan cada vez a más regulaciones, mientras en otras ocurre exactamente lo contrario? Las respuestas a las preguntas anteriores se persiguen, en la mayor parte de los casos, mediante investigaciones, el protagonismo de cuyo diseño y realización es monopolio de especialistas por lo que no conducen a una inmediata modificación de las prácticas, sino a la configuración de nuevos campos de super-especialización. Sin embargo, al menos en el caso de las organizaciones educativas, su estudio y comprensión no tiene por objeto incrementar la especialización de los pocos sino extender el conocimiento general de la institución, traduciéndolo, simultáneamente, en su progresiva mejora.
La tendencia dominante en las diferentes aproximaciones a las instituciones educativas ha mantenido en los últimos decenios su presencia teórica pese a la crisis del campo; una nueva perspectiva que subvirtiera la anterior no partiría, a diferencia de aquélla, del supuesto según el cual para generar cambios relevantes en sus efectos educativos se puede prescindir de la comprensión de la organización. Por el contrario, se asume que puede haber nuevos modos de vivirla a través de los cuales
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instalarse y desarrollar nuevos cercos a la licitud institucional. Un cambio significativo no pretende dictar propuestas diferentes de actuación, pero dentro de los mismos límites, sino inducir altera-ciones que permitan a los agentes educativos situarse en una perspectiva que subvierta la dominante.
La propuesta es elaborar un nuevo mapa de las acciones potencialmente educativas en el entramado institucional de las sociedades contemporáneas, que señale rutas alternativas a las seguidas hasta ahora. Para su elaboración no basta con adoptar una hipótesis de partida diferente; se requiere cambiar algunos significantes utilizados hasta ahora. La aproximación analítica a las organizaciones educativas se asemeja a la lectura de un mapa donde se encuentra cartografiado el entramado institucional que acostumbramos a nombrar como ‘realidad’; ello significa que: a) tal realidad no es estable, sino una representación en permanente cambio; b) el substrato de los cambios es un conjunto de ideas tácitas, una “ideología organizativa básica”; c) los agentes educativos comparten buena parte de esa ideología básica que les permite inscribirse y satisfacerse con dicha realidad (aunque sea parcial y / o engañosa). Cartografiar la realidad es un modo de imponerle cierto orden convencional; pero, perseguir un sistema ordenado no significa asumir la creencia en la posibilidad de predecir y controlar todos los factores. Otras consideraciones analíticas, por ejemplo siguiendo al físico Bohm, permiten anticipar, que si bien la predictibilidad es la propiedad que
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permite determinar un orden total mecánico, pueden existir otros órdenes más complejos que resulten incompatibles con ella.
La organización puede ser vista como una selección de experiencias colectivas, ordenadas de acuerdo a cierta lógica, que resultan de un proceso de socialización que simboliza experiencias, tras intentar asignarles significados atribuyéndoles propiedades procedentes de otro ámbito de realidad. Esta perspectiva adopta para la “organización” términos metafóricos o metonímicos para las imágenes o símbolos que traducen la realidad. La estructura de la organización funciona entonces a modo de registro holográfico que atribuye a los fenómenos significantes significados cuya apariencia de cambio no es sino un proceso que altera la proporción forma /contenido del campo simbólico. La transformación se realiza en dos dimensiones: diacrónica (representada por símbolos e imágenes) y sincrónica (representada por metáforas).
La dimensión diacrónica explica cómo los agentes organizativos intentan fijar sus experiencias anclándolas en puntos de referencia de un universo simbólico cuyo contenido proviene de objetos que extraerán su significación de la sincronía con otras imágenes; al operar en lo emocional y no en lo racional, el cambio, en términos diacrónicos, crea como contexto unos referentes éticos que dan a los miembros sentido de dirección y propósito. La dimensión sincrónica, integrada por supuestos
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subyacentes que gobiernan la organización, provee códigos lingüísticos que permiten interpretar los significados como puntos de referencia; al operar en el aspecto cognitivo de la experiencia, proporciona los referentes que cobrarán significaciones en la dimensión diacrónica, generando políticas y planes.
El cambio trata de modificar las representaciones simbólicas de dos modos: redefiniendo los viejos puntos de referencia (significantes) o creando y procesando nuevas experiencias, que se asocian como significados a los anteriores. Si afecta a la dimensión sincrónica, cambia la metáfora radical, que estructura del campo simbólico; el pensamiento metafórico contiene elementos paradójicos y al no cambiar el objeto sino su contexto de interpretación, genera significados constantemente. En consecuencia, el cambio organizativo consiste en una redefinición simbólica, si afecta al contenido, o bien a la re-delimitación de su imagen, si afecta a la forma. Lo primero supone re-significar conceptos, objetos, categorías, personas, etc.; lo segundo, re-estructurar el campo a través de una reubicación de las imágenes en diferentes contextos.
El interés del estudio de las metáforas, aplicado a las organizaciones educativas, se deriva de su papel mediador entre lo racional y lo ideológico. La naturaleza conflictiva de las organizaciones propicia la generación y uso de metáforas porque, al dar expresión a sus contradicciones, delatan como
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irreconciliables a significante y significados, al supuesto fundamento y a sus manifestaciones operativas. Una segunda razón del interés de las metáforas en este campo es que, en razón de lo anterior, hacen visibles, aunque distorsionados, los niveles más profundos de las organizaciones, a los que no se puede acceder por vía analítica, posibilitando su comprensión, dando pistas para encauzar los conflictos y señalando las fisuras por donde introducir cambios.
Las metáforas son comparaciones implícitas que permiten acceder a una determinada realidad, desconocida, en términos de otra conocida. Toda metáfora se compone de un vehículo o signo, que es lo que se dice de la realidad, y uno o más contenidos o significados, que se comparan al primero. Su propósito es, así, nombrar lo innombrable o definir lo indefinible, por lo que, al decir de Ricoeur, establece una relación entre asuntos u objetos que hasta entonces parecían totalmente ajenos. Según Cassirer todo el lenguaje es, por naturaleza, metafórico porque apela a modos indirectos de descripción; también Gramsci recurre a la misma expresión (“todo lenguaje es metáfora”). Pero la metáfora, además de la ya clásica que le fuera asignada por Aristóteles en el libro tercero de la República: permitir la expresión de juicios de valor, cumple múltiples funciones, entre ellas las de definir una realidad inabarcable por la razón (Lakoff y Johnson -1980- han señalado la importancia de las construcciones metafóricas para dotar de sentido a nuestra realidad cotidiana); resolver aparentes
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paradojas y contradicciones; ayudar a integrar partes en una totalidad significativa; permitir organizar hechos objetivos en la mente de los participantes; dotar de una cierta lógica a lo que carece de ella; permitir que la nueva lógica sea compartida por todos los miembros; servir a un tiempo como modelo de y para las actuaciones; establecer los límites de la actuación; ofrecer explicaciones más allá de la duda y la argumentación; evocar detalles que sobrepasan a la lógica; establecer puentes entre lo familiar y lo extraño, proveyendo de un a modo de mapa del territorio desconocido, etc.
El discurso filosófico dice que, puesto que se designa para nombrar al enigma, está relacionada con el origen de la sabiduría (Colli) y, en efecto, al margen de su uso literario, han destacado la relación de la metáfora con modos de conocimiento, entre otros, Vico, Nietzsche, Ortega, Zambrano, Heidegger o Bachelard. Se distinguen metáforas puras de impuras; vivas y gastadas; radicales (analogías básicas que cualquier persona utiliza para comprender el mundo -Black 1966). Las nuevas metáforas se establecen no sobre el referente original sino sobre otras metáforas en uso, lo que permite, además, hablar de metáfora continuada, red metafórica o, en terminología de Black, arquetipo. A destacar que las metáforas derivan su potencialidad de su asociación a tópicos y lugares comunes, operando por selección, primero, y posteriormente por sustitución.
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Tan importante como las metáforas es el contexto en que surgen y que les da sentido. A ese contexto se suele aludir como metonimia, aunque en ciertos casos y con escasa propiedad se utilicen para ello indistintamente subtexto e, incluso, contexto. La dependencia metafórica del contexto ha sido destacada por Dorfles al indicar que no se trata de procesos subjetivos, sino que siguen vías de relación de carácter objetivo, revelando procesos aperceptivos que podrían rehuir un análisis lógico. También Luria afirmó que la capacidad metafórica representa un aspecto especial de la actividad psíquica que no está correlacionada con el pensamiento lógico.
En el campo de la organización las metáforas despertaron el interés de las escuelas o corrientes interpretacionistas, de orientación fenomenológica y, muy en especial, el del interaccionismo simbólico; pero, como veremos poco después, eso no las hace incompatibles con otra construcción objetivista y dialéctica. Conviene precisar que la utilización en teoría organizativa de los términos “imagen” y “metáfora” se ha extendido recientemente ampliándose su espectro semántico. Ello permite encontrar ambas expresiones utilizadas para referirse a las corrientes, perspectivas, paradigmas, modelos, teorías, etc. de la organización, lo que permite catalogar las imágenes (Morgan, 1990) como políticas, culturales, etc. En tal sentido las metáforas
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se muestran tanto en las conversaciones habituales entre los miembros como en sobrenombres, chistes, historias, etc.
Además de permitir la expresión de las paradojas y contradicciones generadas por la vida organizativa, las metáforas dan claves para la resolución de los conflictos -al referir la situación desconocida a otra bien conocida a la que se compara-; integran los diferentes acontecimientos organizativos, a menudo contradictorios o carentes de lógica, en una totalidad significativa; posibilitan a los miembros de la organización claves para la comprensión de ciertos hechos objetivos; generan una lógica compartida por todos los miembros de la organización, que dota a ésta de mayor cohesión; establecen los límites para la actuación de los miembros; ofrecen explicaciones de lo acontecido que se sitúan más allá de posibles dudas y cualquier argumentación; evocan detalles en relación con lo metaforizado que sobrepasan la mera observación y el sistema lógico de análisis.
Pero además de todas las funciones señaladas, que se podrían caracterizar como secundarias, la metáfora cumple otras dos principales, aparentemente contradictorias. En primer lugar, permiten que el sistema continúe funcionando sin cuestionar su legitimidad, puesto que refuerza los valores tradicionales creando consenso y favoreciendo la estabilidad; en segundo lugar, facilita el cambio de la organización al establecer un puente entre lo familiar y lo extraño, al permitir comprender lo desconocido en términos de lo conocido. Como síntesis, el interés de las
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metáforas en relación con la organización radica en que posibilitan el cambio al descubrir las contradicciones, pero sin permitir que el tejido organizativo llegue a desintegrarse por efecto de esa revelación y de las acciones subsiguientes de los miembros.
El punto de partida para la aplicación de las metáforas al análisis organizativo es el concepto de ideología organizativa, olvidado, cuando no negado, por las escuelas y modelos racionales de organización. De su definición se desprende que la ideología implica, simultáneamente, tanto las ideas que presiden o subyacen a una organización como a las acciones emprendidas por ella. La ideología guía a la acción a la vez que le ofrece legitimación retrospectiva (pero es evidente que entre el ser y el poder ser de la organización existen diferencias: referida sólo acción debería hablarse más bien de ‘pre-ideología’; si sólo ideas, ‘meta-ideología’). De la definición se desprende también que la ideología presta sentido de pertenencia, de tal modo que todos los agentes de una organización se definen en relación a la ideología de ésta, compartiéndola u oponiéndose.
Ahora bien, conviene explorar algo más la composición de la ideología a fin de precisar mejor sus relaciones con los miembros de las organizaciones. Existen en éstas ciertos elementos o componentes estructurales por virtud de los cuales se definen las situaciones conduciendo a modos de acción; a diferencia de ellos,
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los culturales resultan específicos de cada situación. Nuestro interés se centrará, por el momento, en los estructurales ya que hablamos genéricamente; de entre éstos destacaremos las prescripciones morales y las técnicas, que se refieren respectivamente a lo que se debe hacer y a lo que de hecho puede hacerse. Las primeras definen la dimensión fundamental de toda organización, estática, y que, de algún modo, le presta sentido. Las segundas, la dimensión operativa, dinámica, por la que la organización es reconocida externamente. De ahí que la ideología, situada en la base de los principios, permita explicar contradicciones: entre ambas dimensiones surgen conflictos derivados de hacer operativos, o no, los principios en que se fundamentan.
Los conflictos son, por tanto, inevitables en la organización y se muestran también irresolubles analítica, individual o racionalmente, porque son colectivos e ideológicos (Beltrán, 2000); pero, se les procura encontrar resolución porque la incertidumbre que genera su existencia amenaza la estabilidad estructural de las organizaciones. Los intentos de solución de los conflictos operan en un doble ámbito; en el individual, se acude a creencias pre-ideológicas, lo que en cierta manera supone escudarse en la racionalidad técnica para negarse a reconocer la existencia del conflicto; en el organizativo, encuentran expresión por medios que incorporan lingüísticamente la contradicción, generalmente metáforas u otras imágenes.
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Hasta el presente los modos de aproximarnos a las organizaciones educativas han venido guiados por explicaciones que se basaban en una cierta metáfora (arquitectónica, geométrica, mecánica) asociada a la ideología básica dominante que subyace a las organizaciones productivistas. Por tal motivo esas explicaciones, aún conteniendo buen número de contradicciones, han permitido que se edificara y mantuviera erguido el edificio de las principales teorías organizativas. Todas ellas se estructuran sobre un sentido de orden, basado en la lógica cartesiana, que da cuenta de los acontecimientos organizativos singulares e intenta su descripción coherente recurriendo a la homogeneidad que debe existir entre ellos, a los que parte de considerar vinculados por apenas unas pocas relaciones básicas y constitutivos de la totalidad. Se describen los fenómenos y se buscan leyes causales que pueden enlazar los unos con los otros hasta tener una aproximación comprensiva que parezca coherente a nuestro entendimiento ajeno, a nuestra percepción externa a la organización.
Pero se podría también recurrir a otras metáforas que, por el contrario, partieran como hipótesis de la existencia de ciertos principios, subyacentes a los fenómenos aparentes, tratando de mostrar que éstos no son sino distintos componentes de la compleja y contradictoria unidad de lo ideológico. El orden que preside la organización sería, en ese caso, de tal naturaleza que se mostraría sólo como tal a través de la selección arbitraria de
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algunas de sus manifestaciones que, junto a las no seleccionadas, le prestan su formato aparente.
En el primer caso, el orden es analítico porque parte de una realidad fragmentada a la que debe buscarse coherencia. En el segundo caso, el orden es holístico porque atribuye a lo particular las características de la totalidad, obteniendo de la parte información global respecto al conjunto organizativo. Cada fenómeno manifiesta un aspecto diferente de la totalidad organizativa, no porque evidencie sólo una parte de la misma sino porque, siendo limitado, muestra la totalidad de manera pertinente al contexto que lo genera. Cada manifestación es “significativa” respecto al conjunto (lo particular, reconocido como portador de significado global) precisamente porque su significado puede referirse a la totalidad y dar cuenta de ella. El mismo fenómeno, al margen del contexto o en otro muy diferente sería portador de un significado distinto.
La metáfora mecánica, también llamada ‘maquínica’, permite explicar los fenómenos que aparentemente tienen alguna relación entre sí ‘ordenándolos’ según relaciones sometidas al criterio de causa - efecto. Una metáfora holística conduciría a otra interpretación. Se trata de fenómenos que responden al mismo tipo de orden, es decir, tales que cualquiera de ellos remite al mismo criterio de explicación en el conjunto organizativo total. Algunos fenómenos pueden presentarse de manera que parezcan casi independientes, separables y explicables por leyes de
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causación, lo que permite comprender que el orden mecánico es, en realidad, una de las manifestaciones del holístico. La metáfora mecanicista será válida en la medida en que se refiera a este otro orden total, pero dejará de serlo cuando no entienda que la autonomía de los fenómenos que explica es relativa al contexto específico de la totalidad organizativa.
Cuanto más potente sea la metáfora utilizada, el criterio de explicación derivable de ella tendrá mayor nivel jerárquico respecto al resto y se mostrará con mayor facilidad la naturaleza conectiva de los fenómenos expresados en órdenes inferiores. La expresión “institución educativa” es la metáfora de mayor orden de explicación para los fenómenos organizativos relativos a la educación (aunque a su vez está contenida en otros órdenes -social, político, administrativo, etc.). Cada metáfora puede explicarse a través de otras diferentes, como es el caso de la institución educativa si consideramos las unidades organizativas u otros componentes complejos de la trama de la que forma parte.
La capacidad de lo implicado para explicarse en cada una de las otras metáforas se genera en el movimiento configurador del orden total, que es dialéctico, al igual que lo es la comprensión de las conexiones entre teoría y realidad analizando el contexto social de referencia, en la medida que la dialéctica opera sobre la base de cuatro principios fundamentales: 1.- producción: la construcción de un orden social no es un proceso plenamente racional y dotado de propósito (de hecho la producción de la
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estructura social ocurre en el seno mismo de la estructura social); 2.- totalidad relativa o relacional: el orden social debe ser tratado como una relación de orden total entre otras totalidades menores, complejas e interrelacionadas con partes relativamente autónomas; 3.- contradicción: el orden social no es un continuo sino que contiene rupturas, inconsistencias, incompatibilidades, contradicciones; 4.- praxis: se puede reconstruir, en el orden práctico, lo social sobre la base de análisis racionales de los límites y potencialidad de otras formas sociales actuales; es a ese conjunto indisociable de trabajo sobre supuestos teóricos o analíticos al que se llama, a estos efectos, praxis.
En organización, la dialéctica se enfoca al proceso a través del cual se ha producido la forma actual, las fuerzas que mantienen ese orden y los mecanismos de su continua reconstrucción. Las estructuras suponen cristalizaciones de los procesos constantes, luego racionalizaciones (que, no obstante, no pueden explicar las contradicciones generadas por el principio de totalidad y el de producción). Es, por tanto, la emergencia de las estructuras, su mantenimiento y eventual transformación lo que requiere ser explicado. Ello es posible reconociendo dos niveles en la realidad organizativa.
Un primer nivel es superficial, morfológico. Sus aspectos son las implicaciones ideológicas (que proveen metas y técnicas); el orden estructural legítimo, formal, reconocido (roles, centralización, burocratización); la constitución de la
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organización (participación e implicación) y las relaciones con el medio. Las teorías convencionales se quedan en este nivel de análisis; pero el análisis dialéctico se ocupa en desvelar a través de qué se produce y reproduce lo formal organizativo; para atender a los procesos subyacentes que sostienen las regularidades observadas hay que referirse a un segundo nivel profundo, sub-estructural, una esfera no racionalizada, constituida por una compleja red de relaciones en una multiplicidad de modos no sujetos a regulación. Las contradicciones generadas en este nivel pueden dar pistas para conducir a una reorganización drástica del sistema, puesto que, en tanto dan cuenta de los límites, apuntan hacia las posibilidades de reconstrucción.
Según sea ese movimiento dialéctico, la totalidad organizativa se mostrará bajo una u otra metáfora. El cambio de las metáforas en uso o su relativa permanencia se debe a la diferente sucesión de las relaciones al constituirse y reconstituirse, al igual que la forma de las nubes o la orografía, muestran diferentes velocidades que las hacen aparecer, en el último caso, inmóviles a nuestra limitada capacidad perceptiva. Presenciamos, por ejemplo, el desarrollo de una reunión del equipo de profesionales de una organización educativa. Todas las visiones particulares de esta organización; todos los modos de vivirla sus agentes, pero también sus intereses no manifestados, sus peculiares coaliciones pactadas para el caso, las pautas dominantes de su socialización profesional, su experiencia
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individual y como colectivo, sus posiciones ideológicas frente a lo social y lo educativo, etc. se encuentran presentes. Lo que se plasme en una hipotética acta de la sesión no pondrá de manifiesto sino una ínfima parte de todo ello; pero ni siquiera eso podría predecirse exactamente, porque a su vez existen variables que hacen a la vida familiar de los presentes, a sus intereses culturales, al clima laboral, a otros elementos que configuran la explicación total.
Para entender mejor los diferentes modos en que se manifiesta metafóricamente la totalidad en las organizaciones educativas podemos recurrir a la vez a una metáfora según la cual consideraremos dos formas interactivas de energía, formal e informal, siendo la formal la única que actúa en tanto la informal dirige, la informa. Desde el punto de vista cuantitativo, la mayor es la formal. La informal, por su parte, es una energía potencial que sólo se activa en tanto se halla en presencia de la otra. En el caso de las organizaciones en general y de las educativas en particular, la energía formal radica en su dimensión estructural, mientras la energía informal se halla en la dimensión cultural. Los aspectos estructurales son menos visibles en la organización, pero sólo puede hablarse de la existencia de una cultura organizativa cuando existe una cantidad mínima, discreta, de elementos estructurales; de hecho, sólo entonces existe organización, aunque su mera existencia sea insuficiente para constituirla; se trata de una condición necesaria pero no suficiente.
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Dicho de otro modo, toda manifestación organizativa es potencialmente de orden cultural y esa potencialidad cultural se activa sobre la estructura de la organización; no obstante, la mera existencia de los componentes estructurales es insuficiente para configurar una organización porque carece de la energía que informa y dota de sentido –organizativo- esa estructura. Esta otra energía, contenida potencialmente en los elementos organizativos pero sólo actualizada cuando se da una masa crítica estructural, es la cultural. La fuente de la energía formal radica en su forma misma (derivada de su componente institucional-instituido, burocrático), por lo que la información que contiene es muy específica, casi podría decirse especializada, y muy escasa. La energía informal, en cambio, mana de la propia información contenida en la institución, que permite su reconstrucción permanente (lo instituyente) y con la que se informa y dirige la energía formal. A su vez, la información-fuente procede de la participación en la dinámica social, considerando lo social en su conjunto, como algo integrado, total.
Tomemos, sólo a efectos de ejemplificación, dos elementos de la dimensión estructural en organizaciones educativas, las funciones del o los órganos de gobierno y las sub-unidades organizativas (cuya existencia obedece, en ambos casos, a normas de la administración) y otros dos de la dimensión cultural, como los intercambios entre los agentes de información relativa a los procesos educativos y las relaciones de cada uno con sujetos
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distintos a los que tiene institucionalmente asignados. Las primeras, al ser más aparentes que las segundas, tienen mayor peso a la hora de plantear un análisis organizativo del que derivar alternativas. Los intercambios de información entre todos los agentes no podrían actualizarse (ponerse de manifiesto, evidenciarse) si no existiera una mínima estructura determinada por la existencia normada de órganos de gobierno y/ o sub-unidades organizativas. Sin embargo, la información de ambos elementos referida a la realidad de la organización, aunque muy precisa, es insuficiente. No se puede diferenciar entre organizaciones del mismo espacio institucional recurriendo sólo al conocimiento de esos elementos. Lo que las dota de sentido propio, lo que diferencia las distintas configuraciones organizativas concretas, los dirige en uno u otro sentido y provee información significativa, es el conocimiento de los intercambios y las relaciones. Estos últimos elementos, culturales, ya están contenidos de manera potencial en los estructurales. Basta asignar funciones a los órganos de gobierno y regular normativamente las sub-unidades organizativas para que comiencen a emerger ele-mentos culturales. ¿De dónde procede esa energía, informal, potencialmente contenida en lo estructural, pero sólo desplegable a partir de la formal? De la mera agregación de elementos, siem-pre que se produzca bajo un orden determinado de relaciones; pero no del orden mismo, sino de la integración de los elementos bajo determinadas condiciones en una ‘totalidad’ relacional, (es
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decir de la materialización de la trama institucional en cada manifestación organizativa). No basta poner juntos a educadores y educandos o a adultos y jóvenes, con el encargo de trabajar ciertos aspectos de la autonomía y la construcción de la subjetividad para poder hablar de la existencia de una organización educativa; ni basta con elaborar las normativas que deben regir un hipotético centro educativo. Se requiere que todos los agentes establezcan ciertos modos particulares de relación. Es un error considerar que el sentido de la organización, su impulso y dirección, procede de la normativa, de lo estructural. Pero de igual modo sería erróneo considerar que existirá ese impulso si se carece de los medios formales mínimos necesarios.
Los aspectos formales son, en consecuencia, aspectos técnicos de la organización imprescindibles, por tanto, a efectos de su corrección funcional; pero a efectos de su funcionamiento absoluto los aspectos técnicos no son significativos, puesto que la significación radica en la presencia de información derivada de una totalidad integrada representada, una vez más, por la trama institucional. Como se ha señalado, se requiere un mínimo estructural necesario para que la energía organizativa informal se actualice, para que la información resulte activada. Uno de los indicadores externos (desde una lógica puramente causal sería el elemento final) de la presencia activa o no de la energía informal es el comportamiento de los miembros de la organización como unidades independientes (inactiva) o, por el contrario,
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interdependientes (activa). La medida de la interdependencia la da, de manera inversamente proporcional, la posibilidad de aludir a las tareas o funciones desarrolladas por cada miembro individual sin hacer referencia al resto o al conjunto.
Teniendo en cuenta que todo lo anterior no es sino una metáfora organizativa ‘raíz’, puede apreciarse cómo éstas se originan en los individuos aunque su causa se encuentre en el complejo organizativo mismo o, con mayor precisión, en las relaciones entre los miembros de la organización, mediadas por el tipo de tareas que cumplen en ella. Puesto que el origen de las metáforas es individual, pueden existir múltiples metáforas para referirse a un mismo fenómeno o acontecimiento organizativo. Algunas, coherentes entre sí, se distinguirán de otros grupos; algunas de entre esas diferentes agrupaciones metafóricas se erigen en dominantes, configurando una determinada imagen de la organización. Pero las metáforas no son estables, sino que desaparecen, se reafirman, cambian, en un proceso constante como resultado del cual la propia imagen de la organización va sufriendo modificaciones. Además, la imagen dominante de la organización es la que permite, a su vez, que afloren nuevas metáforas definidas por relación a ella (congruentes u opuestas); de ahí que el proceso de configuración de la imagen organizativa vaya cambiando igualmente. Este movimiento dialéctico, que ya se mencionó con anterioridad, es de la mayor importancia para
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comprender el papel de las metáforas en el cambio de las organizaciones.
Una doble vía da cuenta del proceso de configuración de la imagen organizativa, tanto en cada uno de los miembros individuales (explicación psicológica), como en el colectivo de los participantes en la organización (explicación sociológica). Las dos explicaciones permiten precisar los principios teóricos sobre los que se desarrollan y en el marco de los cuales cobran sentido. La psicológica indica que los individuos, como procesadores de información, derivan abstracciones significativas de las situaciones en las que actúan; las abstracciones operan como marcos para dotar de significado a sus acciones futuras, porque su cristalización permite asociar situaciones por venir a los significados atribuidos; bajo esta forma no lógica de las abstracciones, las nuevas situaciones se leerán en clave de las antiguas, lo que resulta en comportamientos metaforizados. La explicación sociológica parte de la existencia en todo grupo humano de estructuras profundas de poder no articuladas, pre-conscientes y que se revelan como predisposiciones a actuar de formas determinadas; esas estructuras implican modos socialmente aceptados de interpretar y reaccionar ante acciones de otros y se manifiestan en actuaciones o a través del lenguaje; dado que son pre-conscientes, no se conceptualizan y entonces se expresan por comparación (metonimias).
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Metáforas y metonimias, que parecían ofrecer una comprensión subjetiva de la realidad organizativa, se muestran así como instrumentos adecuados para explicar con mayor objetividad la organización y el cambio inducido por sus agentes, contribuyendo a elaborar un discurso respecto a estos fenómenos que cuente con mayor legitimidad científica.
Las metáforas generadas individualmente pasan a ser colectivas mediante procesos de significados compartidos. Pero, ¿cómo explicar el cambio de las metáforas si se trata de experiencias cristalizadas? Los paradigmas racionalistas ignoran la existencia de dimensiones profundas de la organización, por lo que parece que no haya otro recurso que las tradiciones interpretativa y crítica para buscar los principios con que analizar este fenómeno. Pero, también se puede dar respuesta a esta cuestión acudiendo a la dialéctica, como parte de otro paradigma alternativo sobre el cual se erigen las ya comentadas explicaciones psicológica y sociológica de las metáforas organizativas. El puente entre ambas, a la vez que las posibilidades de transformación del análisis lingüístico en acción organizativa, lo establece un proceso por el cual resulta posible avanzar desde el mero conocimiento (o re-conocimiento) de las metáforas en uso hasta las explicaciones racionalizadas de los fenómenos de referencia.
La organización convencional, entendida como aquella en la cual el potencial final /causal necesario para que resulte activada
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la energía informal es despreciable, es, pese a las apariencias, un caso particular para el cual factores supuestamente ajenos, como los personales o privados, u otros en apariencia externos y remotos, resultan la causa exclusiva que explica la dinámica organizativa. Es un caso particular porque la organización, como metáfora, implica siempre un universo de referencia que define ‘su’ totalidad. Tal universo se expande y contrae de manera continua en función de la propia energía organizativa, de tal modo que, cuanta más energía informal actualice una organización, mayores serán su universo de referencia, su totalidad relativa y, por lo tanto, su complejidad y potencial energético. La expansión o contracción vendrá determinada por la capacidad de la energía formal para que su presencia active más energía informal.
Cabría estudiar la existencia de umbrales máximo /mínimos y puntos de reversión que quizá no tengan relación directa con el tamaño aparente de la organización, sino con su función relativa al nivel siguiente en el que ésta se encuentre implicada. Los umbrales están, por tanto, relacionados con los límites de la totalidad organizativa. Que la organización esté supra-ordenada significa la existencia de metáforas de rango inferior y de límites que definen los diferentes ámbitos lingüísticamente estructurados. La modificación de esos límites se traduce en variaciones acordes de la estructura total. Sean cuales sean los umbrales, el potencial causal obedece a un “principio de fragilidad organizativa”, relativo a la conservación del equilibrio inestable entre lo
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instituyente y lo instituido: ‘Todo intento de canalizar o formalizar la energía informal deriva en su pérdida de significado’ (todo intento de estructurar los componentes de la dimensión cultural supone que los miembros de la organización se sientan más ajenos al significado conjunto de ésta). La formalización de la energía informal es una transformación energética que pasa de una forma a otra; en la medida en que la energía formal se caracteriza como puro significante, carente de información, cuando la energía informal cambia a formal el potencial de ‘información’ (significados) de aquélla, se pierde.
El principio enunciado explica por qué muchas de las informaciones emergentes de las relaciones libres generadas en el seno de la organización no son reutilizables tal cual a efectos de reestructuración organizativa. Pero, la posibilidad de modificar los límites parciales permite tratar el principio en sentido positivo: se pueden diseñar estructuras formales capaces de actualizar mayor cantidad de energía informal (aflorar más significados) que la presumible en los significantes. La rutina principal a seguir para el diseño de tales estructuras es la utilización del indicador externo antes mencionado: el comportamiento de los miembros de la organización como unidades independientes o interdependientes. Con las distintas ‘figuras’ de las sub-unidades organizativas se genera una variedad definida de posibilidades estructurales, algunas de entre las cuales dominan en el presente. Si se trata de crear estructuras que incrementen las posibilidades
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de aludir a las tareas individuales por referencia a la totalidad, habrá que transformar esas sub-unidades, de forma que por su efecto, otros tropos de rango inferior establezcan sus propios límites en el sentido de la relación perseguida.
El sentido tradicional del concepto “organización” venía definido por la existencia de metas a las que se orientaba toda la dinámica organizativa. Pero la organización puede igualmente definirse en relación a las categorías puestas en juego a lo largo de los procesos de percepción-comunicación que tienen lugar en el contexto global de una estructura social dinámica. Por ejemplo, la explicación tradicional se basa en la percepción de diferencias y el intento consecuente de destacar similitudes sobre ese fondo; basta un cambio de perspectiva para generar una nueva explicación que utilizaría como criterio el reconocimiento de las diferencias y no un consenso previo, implícito, sobre las seme-janzas.
En algunas organizaciones educativas existen categorías plenamente aceptadas, tales como, en las escolares, profesores, alumnos, padres, asignaturas, horas lectivas / no lectivas, materiales didácticos, órganos unipersonales / colegiados de gobierno, etc. El recurso a estas categorías incrementa la energía formal de la organización, pero no garantiza más comunicación ni más interdependencia. Existen, igualmente, otras categorías implícitas que intentan dotar de mayor significado a la dimensión
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estructural, por ejemplo, agentes más o menos conservadores, mujeres o varones, jóvenes o viejos, equipo de gobierno o camarillas, etc. Sin embargo estas categorías corresponden a la dimensión cultural, por lo que, en virtud del principio de fragilidad antes enunciado, los intentos de formalizarlas para introducir orden estructural, derivarán en pérdida de significados, luego de potencial. A esos efectos no tienen, por tanto, más valor que el de otras categorías, arbitrarias, tales como gordos o flacos, altos o bajos, deportistas o intelectuales, etc. Su única posibilidad de utilización significativa residiría en diseñar desde un orden mayor, incluyente del organizativo, estructuras capaces de enriquecer las relaciones significante-significados. La energía informal para el diseño procedería de la dimensión cultural de un contexto más amplio, mientras su energía formal procedería de la dimensión estructural. Se construiría de tal modo y de manera progresiva una nueva metáfora radical en la que quedara contenida la información que define los diferentes aspectos parciales. Tal proceso de construcción, en consecuencia, sólo puede ocurrir en íntima dependencia de los contextos particulares.
La metáfora radical de la educación ¿hace posible predecir y controlar todos los fenómenos organizativos escolares? ¿Sería posible predecir el comportamiento global de las instituciones educativas sin obviar los diferentes contextos de cada una de sus organizaciones? El propio contexto tiene una naturaleza
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perceptiva dual, que podríamos llamar objetiva y subjetiva, recurriendo a una convención, según se refiera al conjunto de con-diciones estructurales o al determinado subjetivamente por los actores-observadores (cultural). Toda organización pasa desde una explicación limitada, de grado bajo, a otra explicación compleja que resulta casi aleatoria puesto que cada elemento -portador de baja significación- afecta y resulta afectado por todos los demás, quienes actúan de hecho como fuerzas externas, deter-minantes, modificadoras de su propio comportamiento.
Desde este punto de vista, la entropía de la organización, esto es, la medida del desorden existente, no es sino un tipo particular de cambio de contexto de explicación y la estructura puede ser vista como una metáfora que relaciona y conecta otras manifestaciones organizativas; una determinada metáfora radical de entre un conjunto de posibles, que explica, a su vez, la naturaleza dinámica de la propia estructura (su apariencia estática se deriva de que la movilidad de las fuerzas disgregadoras, que tienden a romperla, se compensa con procesos que tienen lugar dentro de la estructura misma y la refuerzan o sostienen). En definitiva, la estabilidad de una estructura depende de su movilidad. Las “normas” organizativas no operan como fuerzas externas, ajenas a aquellos sobre los que actúan, sino que son la expresión de los mismos agentes organizativos, a la vez que contribuyen a configurarlos como tales. Cualquier elemento de la estructura, en realidad, lo es en tanto existe en el contexto de la
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estructura misma; por ejemplo, la tarea de dirección de una organización se define sobre el fondo de la institución de referencia, pero dejará de tener sentido desde la perspectiva de otra familiar, política, artística, etc.; la toma de decisiones organizativas nada significaría si, considerando sólo uno o varios miembros de la organización, dejara al margen el contexto institucional.
Se ha dicho que las contradicciones establecen límites y posibilidades de reconstrucción; también que el cambio organizativo es re-delimitación. Los límites no son parte de la estructura sino relaciones y sólo pueden ser comprendidos en términos de relación. La re-delimitación opera al nivel de meta-realidad porque toda comunicación se conduce de acuerdo a reglas que no pueden ser discutidas mientras la comunicación está en proceso; si se las discutiera sería meta-comunicación, que requeriría otro conjunto de reglas, etc.
La función configuradora de la metáfora radica en su propiedad de delimitar marcos interpretativos; a su vez los miembros de la organización tienden a reducir los límites físicos de la organización a los establecidos por esos marcos. Tanto la re-delimitación simbólica como la reconstrucción de la imaginación dialéctica afectan los límites de la organización al mostrar y resolver las contradicciones manifiestas por el análisis de las estructuras profundas de poder. Los tres componentes del poder en la organización son, según Clegg (1989), la dimensión
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superficial, la estructura profunda y las estructuras de interpretación que relacionan a ambas. Comprender las relaciones de poder implica tratar con las tres dimensiones, lo que se logra mediante un programa de investigación interpretativa que analice las formas simbólicas, reflejo de las tres dimensiones. Pero esas estructuras se resisten al análisis por ser pre-conscientes. El método a seguir para iluminar o desvelar las estructuras profundas, teniendo en cuenta el texto en su contexto de producción y de interpretación, parte de la presencia de una metáfora –que habla de la subjetividad de los participantes- para llegar a reinterpretar la situación en términos de un significado común –objetividad acordada-. El proceso completo arrancaría con la identificación de la metáfora (observación), una atribución de causalidad simple (hipótesis), la configuración de una imagen dominante (interpretaciones de los participantes), una re-visión del conjunto a partir de la imagen dominante (contraste entre los resultados derivados de los dos últimos momentos), atribución de causalidad múltiple (redefinición simbólica de la causalidad simple y, en consecuencia, modificación de los resultados de la primera observación) llegando, por último, a su asunción en términos de razonabilidad. De modo que son figuras literarias –o semánticas- las que permiten mostrar las contradicciones, proponer vías para la reconstrucción y el cambio y elaborar un discurso científico sobre la organización.
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Queda por plantear si la metáfora radical implica jerarquía respecto el resto de metáforas explicativas, lo que, en el ámbito organizativo, conduciría a explorar el tema de la dirección y el control. Si se acepta la naturaleza supra-ordenada de los conjuntos organizativos, ¿cuál sería la lógica por la que podría o debería regirse el trabajo directivo? Y aún antes que esa cuestión, ¿se deriva de la nueva perspectiva algún tipo de prescripción o, al menos, de artefacto descriptivo que haga posible el ejercicio del control externo a la propia organización? ¿Qué persigue el conocimiento organizativo, prescripción o descripción? Desde el supuesto planteado, y al contrario de lo que sugiere la ciencia positivista, cuanto más se conocen los fenómenos, mayor es también el desconocimiento de las leyes que rigen la totalidad, ya que ésta, por definición, se resiste a cualquier comprensión analítica a pesar de que los fenómenos que la representan se manifiestan en aparente desconexión, propiciada por el aislamiento situacional del contexto. La descripción, por su parte, se agota en lo manifiesto; por el contrario, las explicaciones van siempre más allá. Los significados, en realidad, dependen de la comprensión de lo subyacente, donde se encuentran las razones de la estructura profunda, ya que en lo aparente sólo son apreciables discontinuidades, las más de las veces contradictorias, que emergen ocasionalmente, los significados de las cuales, trascendentes al mero fenómeno, sólo se encuentran remitiéndolas a la totalidad (entendida como sucesivos contextos
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progresivamente más amplios de interpretación) o, si se prefiere, al desordenado conjunto que compone la trama de lo real. Pero, a la vez, el principio de totalidad de ese orden permite que cada uno de sus fragmentos, luego también los que se manifiestan en lo aparente, sean auto-referenciales, de tal modo que cada uno de ellos contiene la información referida a aquélla totalidad. Es decir, resulta posible aproximarse al conocimiento positivo de esa totalización de lo real a través del conocimiento profundo (transversal, sincrónico) de sus fragmentos.
Cartografiar la organización consiste en trazar el mapa de las sucesivas explicaciones por las que ésta se encuentra limitada, o mejor de que forma parte, para derivar de ese trazado itinerarios posibles conducentes a explorar sus relaciones con la metáfora radical o la imagen dominante. A la inversa, se puede también realizar la misma tarea cartográfica respecto a las sucesivas metáforas comprendidas bajo aquélla otra de “organización educativa”, tomando como referencia una configuración organizativa concreta. Existe, de hecho, toda una geometría de la organización cuyas leyes se ponen de manifiesto en el curso de su propio desarrollo; de modo que resulta imposible conocer el nuevo trazado como no sea en su misma realización. Ello conduce a revisar los aspectos de orden más procedimental en las organizaciones y que, provisionalmente, abordaremos bajo el nombre de tecnología en el capítulo siguiente.
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TECNOLOGÍA(S) Y ORGANIZACIÓN
En literatura organizativa existen, al menos, dos acepciones comunes de “tecnología”. La primera hace referencia a los artefactos o máquinas relacionadas con la organización del trabajo (Castillo, 1988). La segunda requiere una explicación algo más detenida. Alcaide Castro (1983: 220) distingue
(…) entre una tecnología de las operaciones, una tecnología de los materiales y una tecnología de los conocimientos. La tecnología de las operaciones se refiere a las herramientas físicas, máquinas y operaciones necesarias para la obtención de las metas. La tecnología de los materiales se refiere a las características intrínsecas del material que se procesa. La tecnología de los conocimientos hace referencia a las capacidades cognoscitivas que el individuo tiene que utilizar para la ejecución de las tareas.
En este último sentido cabe hablar de “recurso” para referirse de manera generalizada a la segunda de las acepciones, mientras que la primera coincidiría exclusivamente con la tecnología de las operaciones.
Si se admite que las actividades a desarrollar en una organización afectan a la naturaleza de su estructura, la tecnología de la organización le está tan estrechamente ligada que, incluso, la determina. Tras las investigaciones realizadas hasta mediados de los sesenta, la época más clásica del desarrollo de los estudios organizativos, Perrow (1970), al explorar las relaciones entre tecnología y estructura organizativa (que desde entonces vino a
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llamarse el “imperativo tecnológico”), establecía que su índole depende del número de casos excepcionales –también expresable como grado en que los estímulos se perciben como familiares– y de la naturaleza del proceso de indagación acometido por los agentes de la organización ante las situaciones excepcionales. Este proceso puede ser a su vez de dos tipos: si se conduce con lógica, desde planteamientos analíticos, o si el problema parece tan vago y pobremente conceptualizado que resultar imposible someterlo a análisis y se lo aborda desde la experiencia o intuición.
Ese podría ser el caso de las relaciones entre tecnología y estructura en las organizaciones educativas, caracterizadas, entre otros rasgos, por la discrecionalidad de sus actores y la puesta en juego de juicios emergentes de la iniciativa de sus integrantes, lo que las sitúa lejos de contar con tareas tan especificadas que puedan acometerse aplicando reglas previas. Por contra, las organizaciones cuyas tareas están muy estandarizadas pueden permitirse un alto grado de centralización y jerarquía; de hecho, resultarán más eficientes cuanto más fuertemente estructurados estén los roles y haya menor posibilidad a las iniciativas particulares.
Si la primera consecuencia es que la tecnología apropiada a cada organización tiene que ver con su estructura, la incorporación de nuevas tecnologías, en según qué entornos organizativos,
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requeriría una modificación estructural en consonancia. Para explorar con mayor detenimiento las relaciones entre tecnología y estructura organizativa hay que volver a las acepciones plurales del primer concepto. Ampliando lo afirmado en la apertura de este capítulo Mintzberg (1984) en uno de sus clásicos trabajos, señala que si bien en literatura organizativa la tecnología tiene casi tantas acepciones como autores, en términos genéricos coinciden en referirse a lo que permite a la organización abordar su tarea específica transformando determinadas entradas en ciertos resultados. A modo de ejemplo sirva la aproximación que hacen Levinthal y March (1988):
Por tecnología queremos decir cualquier especificación semiestable del modo en el cual una organización trata con su entorno y funciones y prospera. Por eso, puede ser una función productiva, como en las teorías empresariales; puede ser una estructura normativa, como en las teorías de las organizaciones profesionales de servicios; puede ser una estructura de circunscripción electoral, como en algunas teorías de organizaciones políticas (p.: 187)
A la luz de este párrafo parece obvio que no cabe identificar exclusivamente a la tecnología con los instrumentos o el ‘utillaje’ utilizado por los miembros de la organización, quienes podrían ser, ellos mismos, recursos de la organización y, en consecuencia, formar parte del sistema tecnológico; sería un error del tipo ‘tomar la parte por el todo’. Mintzberg (op. cit.) describe cuatro dimensiones del sistema técnico que, enunciadas y descritas de manera muy abreviada, son: regulación (influencia del sistema
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técnico sobre los trabajadores); sofisticación (complejidad y dificultad de comprensión del sistema técnico); ritmo del cambio; divisibilidad (facilidad con que puede dividirse en sistemas técnicos inferiores). Las dos primeras le llevan a enunciar las siguientes hipótesis: cuanto más regulador sea el sistema técnico, más formalizado resultará el trabajo y más burocrática la estructura; cuanto más sofisticado sea el sistema técnico, más elaborada será la estructura y mayor la descentralización y coordinación. Convendrá retener estas formulaciones y las hipótesis a que dan lugar puesto que, como se verá más adelante, la incorporación de nuevas tecnologías de la información y la comunicación a los usos y prácticas cotidianos en educación introduce un elemento de fuerte capacidad reguladora, a la vez que de gran sofisticación. Sin entrar en el análisis del detalle, una nueva hipótesis asociada a lo anterior es que la incorporación de las nuevas tecnologías a las organizaciones educativas representa un incremento en la formalización y burocratización de las tareas; de igual modo que su mayor complejidad estructural requerirá descentralización y, por tanto, coordinación.
En síntesis, cabe volver a dos grandes categorías de acepciones para ‘tecnología’. Una primera referida a los medios y los recursos, siempre asociada a los procesos a que su uso da lugar. La segunda categoría tendría que ver con lo anterior pero también con el modo en que personas, tareas, funciones, etc. quedan
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dispuestas y se relacionan entre sí. Llámese “software” o tecnología social, este último aspecto de la dimensión tecnológica de la organización conduce a pensar que tecnología y estructura no están implicadas causalmente (si A, entonces B) sino que se trata de una relación recíproca, aunque asimétrica, de establecimiento de límites: una organización dotada de cierta composición estructural admitirá sólo determinado tipo de tecnología y no otra; viceversa, la introducción de una nueva tecnología en una organización sólo será posible dentro del rango de posibilidades permisibles por su estructura. Ambas cuestiones son a su vez susceptibles de determinación por un tercer factor: el poder ejercido por los miembros de la organización cuya posición, ideología o intereses les se traduzca en mayor protagonismo en las decisiones organizativas.
Todo lo señalado hasta ahora sugiere la necesidad de asumir las relaciones entre tecnología y estructura organizativa en términos complejos, lo que en una primera lectura significa incorporar al estudio una serie de variables mediadoras; de hecho, el análisis de la tecnología en una organización sólo resultará fiable cuando se aborden de manera simultánea otros aspectos, entre los cuales tienen particular importancia la incertidumbre respecto a metas o resultados y las formas peculiares del control. Al respecto, resultan significativas las últimas páginas del trabajo de Braverman (1974) cuando recuerda que la “educación” de los
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trabajadores acaba justamente en el momento en que éstos demuestran estar capacitados para realizar su tarea independientemente de la comprensión que tengan sobre los procesos o del control sobre la misma. A propósito del control, Pfeffer (1982: 152) señala un argumento implícito subyacente a la mayor parte de literatura sobre tecnología organizativa: que según sea ésta más o menos habitual, analizable o compleja, afecta las habilidades de la fuerza de trabajo y, en consecuencia, al control a emplear. Así, diferentes emplazamientos estructurales implicarán procedimientos de control variados. Las tecnologías rutinarias permiten formas que se basan en la facilidad de comprensión del tipo de tarea y su carácter repetitivo u homogéneo; pero tareas difícilmente analizables exigen sofisticaciones del control. Por ejemplo, Hart (1995) contrapone al modelo de características de la tarea el socio-técnico. Según el primero, los elementos que componen las tareas (variedad, identidad y significación) pueden predecir el potencial motivador del trabajo. Por el contrario, el modelo socio-técnico afirma que:
(…) las técnicas usadas para estructurar el trabajo dependen tanto de las tareas y de la cultura organizativa como de los procesos a través de los cuales tecnología y estructura afectan los logros de las personas y su satisfacción (op cit., p. 166).
De lo cual se desprende que el diseño de la organización requiere una tecnología, estructura y procesos sociales al unísono y, en lo que respecta a las instituciones educativas, el replanteo de
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métodos, formas y vías de actuación profesional a la luz del nuevo desarrollo tecnológico; aunque no se trata de adopción ni adaptación pasiva, ya que ciertas organizaciones disponen de una tecnología confusa o incierta. En palabras originales:
A pesar de que la organización se propone perdurar e incluso producir, sus propios procesos no son comprendidos por sus miembros. Opera sobre las bases de procedimientos simples de ensayo-error, el residuo de los aprendizajes de los accidentes ocurridos en experiencias pasadas y las invenciones pragmáticas de la necesidad (Cohen, March y Olsen, 1988: 295).
Demostrada la inexistencia de correlación directa entre tecnología y estructura, hay que descartar privilegiar ciertas tecnologías usando como única justificación perseguir un incremento de la eficiencia organizativa. Procede detenerse en considerar por qué se elige una determinada tecnología para una organización y si esa elección depende de la configuración de una u otra. No se puede obviar que ciertas máquinas, herramientas o recursos, permiten procedimientos prescindir de los cuales conduce a métodos disciplinarios; por ejemplo, ciertos procedimientos mecánicos (propios de las máquinas y el ensamblaje de sus piezas) permiten adoptar decisiones lejos de los lugares de producción. La tecnología, pues, no sólo posibilita imponer características a la naturaleza de los procesos de trabajo sino que, además, los integra formalmente en un sistema más amplio de control social. Aunque ya hace años deberíamos haber despertado
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del sueño inocente de suponer a la tecnología políticamente neutral, una hipótesis fuerte de este texto es que el gobierno de la educación todavía actúa como si ese fuera el caso.
Sigue dominando la aceptación de la bondad inherente al desarrollo tecnológico como recurso para cualquier situación laboral o humana; pero explorar ese mito en todas sus dimensiones requeriría un análisis más Su asociación con el progreso, por ejemplo, ponía bajo sospecha de negarse a los avances sociales a quien pudiera poner en duda la conveniencia de un determinado uso tecnológico. Esta ideología se ha visto reemplazada de unos años a esta parte por otra más afín a la lógica mercantilista, tan extendida desde la difusión neoliberal, que se define en términos de acomodación a las demandas, intereses y /o necesidades de la sociedad, los usuarios o los consumidores.
En ese último sentido, Grint (1995) explora la tecnología organizativa como un recurso retórico utilizado por los directivos. Si bien este autor se detiene en los efectos sobre la igualdad de género en la organización no es éste el aspecto que se quiere destacar aquí, donde se trata de sacar a la luz algunos supuestos subyacentes a la concepción dominante en torno a la tecnología y sus efectos. La hipótesis de partida es que se suelen atribuir las desigualdades a las personas y no a la estructura de las organizaciones o las condiciones del desempeño de las tareas (por
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ejemplo, cuando se habla de la importancia de los “intereses” en la determinación de los hechos organizativos). Según el autor existe una perspectiva esencialista (sic.) en torno a la tecnología que hace derivar los atributos técnicos de sus propias características internas, a las que se supone resultado de la aplicación del método científico o bien del desarrollo de otras tecnologías preexistentes.
La aproximación alternativa sería la anti-esencialista, que propiamente no es sino una categoría que engloba perspectivas diferentes todas las cuales comparten una misma visión en torno a la naturaleza y capacidades de la tecnología: ser consecuencia de circunstancias que, implicadas en su desarrollo, acaban por quedar incorporadas en los productos o resultados finales. Las tecnologías, en este caso, resultan cristalizaciones de relaciones sociales. Por lo tanto, allí donde los esencialistas dirían intereses o estructura social, los anti-esencialistas se fijarán en las soluciones adoptadas por los grupos dominantes o socialmente relevantes y en la distribución de poder. Es evidente que esta última perspectiva conduce a analizar las implicaciones políticas del diseño, desarrollo y uso de las tecnologías. Desde el primero supuesto, su uso político es una posibilidad; el segundo recuerda que la politización es inherente y se pone de manifiesto a través de los discursos y las prácticas de orden ‘tecnológico’.
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Para el caso particular de las organizaciones educativas encontramos una definición de tecnología con la que se designa los procesos diseñados para transformar cualquier material en bruto (sea material, humano o simbólico) en bienes o servicios […] la tecnología abarca el conocimiento, materiales y operaciones relevantes al proceso de transformación (McPherson, Crowson y Pitner, 1986: 32). Estos mismos autores, siguiendo la tipología de Perrow (op. cit.), cifran en tres las dimensiones de la tecnología organizativa de las organizaciones educativas: incertidumbre -por impredecible-, interdependencia y complejidad -por diversa. La incertidumbre procede, básicamente, de la escasez de recursos, las metas confusas, el aislamiento y la dificultad de medir el efecto de las instituciones educativas sobre sus actores. Como se ve, se trata de una dimensión que difícilmente se puede transformar por incorporación de nuevas tecnologías o recursos, si bien la reducción de la incertidumbre puede venir de la homogeneización de los ‘usuarios’ o de la simplificación de las tareas de modo que se conviertan en más predecibles. Sólo en este sentido se puede pensar que operaría la introducción de nuevas tecnologías; es demasiado obvio comentar las implicaciones que ello tiene en la concepción del conocimiento y de los procesos educativos (cuestiones como el tratamiento de la diversidad, por ejemplo). La interdependencia se refiere al grado de coordinación entre el personal, necesaria para que se cumpla adecuadamente la tarea. Las organizaciones
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educativas se mueven aquí en un terreno contradictorio: desde el punto de vista teórico requieren mucha interdependencia; pero en la práctica las tareas se cumplen de manera muy autónoma por cada agente.
La estructura organizativa de las instituciones educativas parte del supuesto de la interdependencia; sin embargo, la introducción de nuevas tecnologías de la información ¿cómo afectaría esta dimensión? A primera vista, se reduciría la necesidad de coordinación (limitándola, por ejemplo, a registros administrativos). La dimensión de la complejidad puede tratarse a partir de indicadores tales como el número de tareas diferentes a abordar, la especialización laboral de los diferentes miembros de la organización, la formación requerida para cada uno de los roles organizativos, la dispersión espacial de la localización de las tareas, etc.; en resumen, el grado de segmentación de la organización (y las educativas están muy segmentadas: por edades y otros criterios de clasificación, además de tiempo, espacio, logros, etc.) genera tal grado de dispersión que ha dado lugar a diferenciaciones, verticales u horizontales, que parecen sugerir la necesidad de nuevos niveles o especialidades de coordinación, introductorias, a su vez, de mayor variación. ¿Cuál sería la contribución las nuevas tecnologías para detener esta espiral?
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A la luz de lo señalado, es inevitable plantear si el uso de ordenadores remite a un sentido restrictivo de tecnología o a recursos. Otra cuestión sería si el conjunto de recursos pudieran estar viéndose afectados por una lógica “tecno” (esto es, la que domina en esa acepción restringida de tecnología) y si ésta se inserta acaso en el contexto de las organizaciones con relativa autonomía respecto del discurso educativo. En cualquier caso, en la medida en que la introducción de los ordenadores representa una modificación organizativa, proceden algunas breves reflexiones.
Cualquier cambio va acompañado, con frecuencia, de componentes ideológicos heterogéneos. Brunsson y Olsen (1993), respaldándose en otras investigaciones, ponen de manifiesto la existencia de, al menos, tres ideologías recurrentes en el sector público: racionalización, desplazamiento de poder y democratización, atribuyéndoles ser, simultáneamente, medio para el ejercicio del control y propósito final del mismo. Afirmar que cualquiera de las ideologías mencionadas cumple un papel en relación al control, incita a hacerse alguna pregunta: ¿Cómo resultan afectadas racionalización, desplazamiento de poder y democratización, por la modificación de recursos en las organizaciones educativas? ¿Cuáles son las formas a través de las cuales se cumple el control? Su respuesta requiere complementar ideología y control con la socialización laboral y/ o profesional, entendida ésta como el proceso por el que los agentes de la
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organización contrastan aspectos de su identidad en tanto miembros de otras instituciones. Toda re-socialización pasa por implantar un vocabulario específico que permee el lenguaje ordinario (op. cit.: 173). Cualquier cambio que lleve aparejada una re-socialización, se vive como amenaza a la propia identidad; a la vez, la nueva legitimidad revela las estructuras de poder existentes.
Como señala Ajzenberg (1990), vistas desde un momento histórico determinado, todas las tecnologías puestas en juego en un marco social resultan coherentes entre sí, aunque en diferentes grados, tanto desde el punto de vista técnico como del productivo. Si en cualquier otro momento una de ellas se desfasara respecto del resto, el conjunto se iría desplazando hasta el nivel de rendimiento de ésta, puesto que el nivel del sistema está determinado por aquél en el que todas las tecnologías funcionan coherentemente. Hay que tener en cuenta que, en organización del trabajo, lo económico prima sobre lo humano; lo racional sobre lo irracional. Si la racionalidad significa un desencanto del mundo es a costa de reubicar lo irracional, que contribuía al ‘encantamiento’, en otros ámbitos. La presencia inevitable de lo humano en todo colectivo laboral proyecta los rasgos de irracionalidad que acompañan a la motivación personal, referidos a aspectos simbólico /míticos, hacia ámbitos de la organización del trabajo donde son tolerados porque liberan al resto de una
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influencia quizá dañina para el funcionamiento ‘ordenado’ del conjunto.
Las nuevas formas de la gestión y organización del trabajo imponen de modo inmaterial nuevos ritmos y cadencias; éste es el caso del “neo-taylorismo”, que asociar los nuevos ritmos a lo que los impone; un ejemplo es la mitificación del poder omnisciente de las máquinas (en este caso, electrónicas). El espacio de relaciones humanas se distiende cuando lo hace el espacio hombre-máquina que, en el presente, lo hace porque el trabajo resulta cada vez más una abstracción en que las distintas ocupaciones son mediadas por maquinaria informatizada. Dado que el elevado coste de estos equipamientos (teniendo en cuenta la brevedad de su vigencia) se hace necesario amortizarlos en un breve lapso de tiempo; lo que significa intensificar su utilización prolongando las jornadas de trabajo. Pero, puesto que estas tecnologías introducen modos neo-tayloristas en la lógica –extendida- del viejo taylorismo, la gestión se diversifica generando nuevos problemas. Por ejemplo, la coexistencia de una forma tradicional en las instituciones educativas con procedimientos informatizados de acceso y utilización de la información. La primera, fracciona el tiempo en unidades discretas que van desde periodos de internamiento obligatorio a sesiones puntuales, pasando por actividades periódicamente programadas, intercambios o solapamientos con los tiempos de
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otras instituciones, etc. Compárense ahora esas subunidades con las propias del ritmo de la máquina informática: tiempos de acceso a la red y de espera, de navegación, volcado de la información, etc. La enorme fragmentación de estos segmentos, prescindiendo además de unidades estandarizadas, hace que se disuelva el concepto tradicional de uso del tiempo a la vez que altera otras unidades organizativas asociadas: desde el espacio a la tarea; desde el grupo al monitor o educador; desde la propiedad de los útiles a su aplicación, etc.
A pesar de que los SI (sistemas informáticos) se han visto simplemente como un medio para proporcionar información más detallada, rápida y útil, los sistemas se comienzan a ver de manera progresiva como cambiando y a menudo estrechando los modos en los cuales se hace el seguimiento y control de la actividad en el seno de las organizaciones (Sewell y Wilkinson -1992-, tomado de Alvesson, M. y Willmott, H., 1996: 147)
Las organizaciones educativas se redefinen de modo continuo e imperceptible en razón de las transformaciones que se operan fuera de ellas, no siempre siguiendo supuestos racionales. De manera que tanto podría parecer que no se producen cambios significativos como que sus formas tradicionales están vaciándose de sentido. De hecho, que las organizaciones educativas sean ‘dispositivos’ modernos, significa que carecen de materialidad, como mostraría un análisis más detenido acerca de su ‘orden’ convencional (metas, jerarquía, comunicación, coordinación, proceso racional de toma de decisiones, control). Así que, del
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mismo modo que conviene desnaturalizar el hecho organizativo indagando los supuestos subyacentes a las notas tradicionales de la teoría de la organización, de manera simultánea hay que desmitificar las instituciones y actividades educativas enfrentando sus orígenes socio-históricos y la variación de sus formatos, en el transcurso del tiempo y en los diferentes países y regímenes de economía política.
Sin necesidad de entrar en mayores detalles recuérdese que las “modernas” instituciones educativas cumplían funciones sociales en relación con la creación de ciudadanía (socialización política en los modelos dominantes) y el desarrollo de ‘la personalidad’ o identidades acordes (racionalidad). La transmisión de esa moral racional requería ampliar espacios hasta entonces reservados a otras agencias de socialización (familia e Iglesia) introduciendo, e su vez, el paso de individuo a sujeto moderno y el reconocimiento de la alteridad induciendo y consolidando el sentimiento de pertenencia a una comunidad política. El presente se ha configurado como una situación significativamente distinta respecto a aquella; el rasgo característico que soporta las relaciones sociales en el presente es un mercado globalizado, basado en transacciones virtuales de mercancías financieras. ¿Cuál es y qué caracteriza la relación educativa en este medio mercantil?
En primer lugar, la progresiva destrucción del vínculo comunitario, asociado a otras formas de vida tradicionales; la
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diferenciación subjetiva y objetivación del mundo; la confusión entre las esferas de privacidad y publicidad en la creación de una conciencia de sí por parte de los sujetos; la configuración de nuevas identidades; cierta desconfianza hacia la idea de transformación colectiva, etc. En segundo lugar, la debilidad o destrucción de los tradicionales vínculos societarios deja paso a otros de naturaleza mercantil. La progresiva mercantilización de la sociedad conlleva la de las relaciones educativas; el ‘mercado educativo’ introduce nuevas formas de regulación y desregulación que afectan tanto a la estructura del sistema como a sus singularidades organizativas, en una articulación peculiar de macro y micro políticas. Es indudable, aunque excede este marco analítico, que se traducirá en la conformación de nuevas subjetividades, esto es, en nuevas ligaduras y posibilidades de acción de los agentes educativos que afectará sus interrelaciones. Otra dimensión de las transformaciones educativas la representa el cambio en los mecanismos del control político sobre la distribución social de los recursos públicos, que puede dar lugar a una mayor diferenciación entre los niveles de equidad en las mismas bases del sistema.
En otras palabras, expresado mediante un fácil juego de palabras, estamos presenciando –y somos protagonistas de– un paradójico desorden organizativo, que disuelve sus formas clásicas. Allí donde las relaciones organizativas tradicionales estaban presididas por la producción, ahora el imperativo ya no es
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siquiera el consumo, sino la distribución; donde la organización se conseguía violentando cuerpos y voluntades nos encontramos ahora con vínculos no coercitivos sino virtuales, de una materialidad tan etérea como las ondas y la comunicación telemática; donde la jerarquía de autoridad y la centralización del dominio estuvieron basados en la propiedad material, el poder radica ahora en la información y la posibilidad de acceso a las redes por las que circula; donde se hacían necesarios mecanismos de control externo, supra-individual, ahora se impone un control interiorizado. Las transformaciones operadas en los sujetos pueden resumirse en una exacerbación de la autoconciencia individual, si bien restringida a la condición de actor potencial.
Lo descrito está estrechamente asociado a las transformaciones operadas en la organización de las instituciones socioeducativas, en las que se ha introducido una nueva lógica coincidente con la empleada por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, particularmente los acelerados desarrollos informáticos. Una metáfora que podría servir para el caso es la de des-materialización de la solidez corporal o lo que Sibilia (2005) llama ‘el hombre post-orgánico’. En efecto, la sensación que preside al observar los nuevos formatos organizativos es que la organización pierde el cuerpo. Esta sensación es particularmente apreciable en, al menos, cuatro ámbitos de las instituciones educativas: En la participación; puesto que los límites de la
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organización se tornan más imprecisos, el vínculo y la sensación de pertenencia ya no depende de la localización espacial y temporal; pero no es sustituida por otro marco referencial sino que se diluye. En la dirección; los elementos clásicos del control: jerarquía, rendición de cuentas, rendimiento o logros, adoptan formas ‘blandas’ con lo cual la dirección pasa a ser un elemento que hace sólo a la simbología, manteniéndose resignadamente como la presencia inevitable de un cierto atavismo. En el núcleo; el trabajo sobre conocimientos, hábitos… socialización en fin, cobra virtualidad en detrimento de otros ámbitos de densificación: los conocimientos se encuentran cada vez más fragmentados y su especificidad es menor; los roles de los educadores, la erosión de cuya figura como agentes socializadores viene acompañada por una pérdida en la significación social de las experiencias de aprendizaje realizadas en las instituciones y por un debilitamiento del vínculo de autoridad educativa.
La incorporación de las nuevas tecnologías a las organizaciones educativas supone su progresiva des-materialización aunque paradójicamente semeje una ampliación de la dimensión estructural. El efecto perceptivo se produce al considerar la totalidad organizativa como una entidad sustancial, homogénea, independiente de las relaciones que se tejen entre aquellos que la integran. Cuando la organización pasa a ser una entidad virtual, en consonancia con la disolución de las formas que la integran, su trama se debilita y es reemplazada por una
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amplia colección de disposiciones normativas referidas a cuestiones puramente funcionales, sin la menor alusión a la socialización, originaria o emergente, de los agentes. Esta progresiva modificación de las estructuras organizativas va acompañada por la emergencia de nuevos formatos y nuevos papeles educativos, lo que a su vez implica una transformación de las condiciones de conformación de la subjetividad, de las identidades sociales y de las tramas institucionales.
Creándose silenciosamente sobre el depósito de las anteriores instituciones, de las cuales, no obstante, conservan muchos elementos, pautas y regularidades, las nuevas pueden significar el fin de la segmentación, linealidad y jerarquía, tres notas características de los sistemas tradicionales de socialización. Pero debido precisamente a la convivencia simultánea de las nuevas y viejas estructuras, éstas no traducen con fidelidad los nuevos planteamientos, aunque modifican suficientemente los anteriores como para generar situaciones confusas a efectos de la gestión ordinaria y el abordaje efectivo de las tareas. Dado que se produce de manera simultánea un progresivo desvío de mayores cuotas de responsabilidad hacia los agentes de la organización, estos se encuentran sometidos a una presión cada vez más alta, que ya no puede atribuirse a instancias externas puesto que pasa por la interiorización de los procedimientos del control. La nueva paradoja indica que el sentimiento de identidad respecto a la institución es a costa de una creciente enajenación.
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La institución educativa mercantilizada asume, o lo pretende, parte de la retórica que circula en otros sectores de los mercados. Libre elección, calidad o excelencia, por ejemplo, son términos que se predican de las instituciones educativas, como desiderata o como criterio de comparación. Hay en ello un olvido, quién sabe si deliberado, de aspectos que subyacen a todos los conjuntos sociales entre los cuales el poder es, quizá, el más relevante. En este sentido podría hablarse de ciertas falacias anidadas en la teoría organizativa de la era post-industrial: la auto-regulación de la sociedad -nueva edición de la mano invisible de Adam Smith-; la a-historicidad; el descrédito de centralización, la burocracia, la jerarquía o las reglas como componentes de un discurso y una práctica organizativas que ya no satisfacen las nuevas representaciones sociales. Se olvida que el modelo organizativo que se desacredita y desdeña debió su implantación a una construcción obediente a la racionalidad científica que, habida cuenta de los parámetros históricos y sociales en los que se generó, implantó, difundió y pervivió, no pudo ser otra. Han sido necesarias varias conmociones de la envergadura de las sufridas a lo largo del siglo pasado para que se operaran ciertas transformaciones que, inevitablemente, encontrarán tarde o temprano reflejo en las organizaciones.
Mientras tanto, asistimos a un proceso de neo-tecnocratización (en propiedad, ‘tecno-mercantilización’) y
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despolitización consistente el primero en una tendencia a naturalizar relaciones escindiendo ese ámbito relacional (cuyo mayor valor radica en sus propias manifestaciones culturales), de la aplicación de técnicas y conocimientos especializados, en apariencia ajenos a aquellas relaciones. Esta reducción, que conduce a buscar soluciones técnicas para los problemas, disminuye las oportunidades de establecer discusiones públicas acerca de sus causas y efectos: lo que constituye la política en su sentido más ajeno a cualquier connotación ideológica o partidista. Se minimiza el universo de las posibles soluciones, tácitamente restringidas a quienes se confiere capacidad científico-técnica para hacerlo.
Los procesos de construcción de la identidad de los agentes en ámbitos organizativos se ven igualmente afectados. Existe una estrecha conexión entre las relaciones de significado y las de producción (en el medio educativo, pueden añadirse otras). El individuo moderno tiene que esforzarse continuamente para reconocerse como una persona cargada de valor; pero en el mercado, los valores están preestablecidos y los vínculos de solidaridad entre individuos definidos como libres e iguales, operan siempre desde el cálculo egoísta. En la confusión entre subjetivación, subjetividad y subjetivismo se sientan las bases de una determinada manera de concebir las instituciones, dispositivos de ‘sujeción’ a los cuales quedan ligados los individuos, categorizados en organizaciones de semejantes con
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individualidades homogéneas, como nuevos formatos del ejercicio de poder.
Pese a todo, parece que la institución educativa todavía puede cumplir su compromiso con la modernidad. Como nunca fue un encargo explícito, algunos trabajos recientes hacen cumplir a la Ilustración el papel de mito de los orígenes donde flotan los astillados maderos del naufragio contemporáneo. Según otras versiones, la forma institucional ‘escuela’ puede sostenerse como uno de los pilares que permitirán restaurar un espacio público-político, maltrecho por el mercado; como principal argumento, que posibilita el restablecimiento de vínculos de sociabilidad pre-mercantilistas. Esta confianza en la ‘comunicación libre basada en el conocimiento’ para la elaboración de proyectos colectivos de transformación, provocó, tras su enunciado original, una inversión en la mirada del fenómeno organizativo.
Hasta ahora se esperaba que las instituciones educativas se adaptaran a intereses nacionales, históricos, políticos, económicos, laborales... El nuevo desafío sería hacer frente a otra demanda: abandonar la difusión universal del principio de racionalidad y, siguiendo el modelo de la tecnología, reemplazarlo por posibilidades más pragmáticas de igual modo que en otro momento pasó con la organización mecánica. La imposición de la tecnología sobre la razón, para planificar, guiar y realizar transformaciones sociales, tendería un sólido puente entre
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las pretensiones mercantiles de articulación social y el sueño decimonónico de una filantropía universal.
Desactivados los argumentos que cuestionarían las posibles funciones educativas de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación podemos, a cambio, sumirnos en el sueño tecnológico de suturar la escisión entre objeto y sujeto sobre la que se habría venido sosteniendo el mito de la autonomía de la organización (debida a que funciona de acuerdo a reglas internas cuyo conjunto constituye la propia organización) y de sus miembros (condición para los necesarios ajustes de las reglas a propósitos predefinidos). La tecnología permitiría procesos coherentes para la homeóstasis de las organizaciones y su entorno, a la vez que obviar la materialidad de sus miembros; no quiere decir que volver innecesarias las personas de la organización sino que, para cobrar existencia, su presencia física resultaría prescindible. Ello representa una especie de estado a-nómico, un aparente des-condicionamiento organizativo que, si bien puede ser vivido como una liberación o ‘des-sujeción’ por parte de los actores, supone al mismo tiempo, una ‘des-subjetivación’ -pérdida de la conciencia sobre la propia subjetividad- y una indiferenciación de los agentes.
En esta última fase, las organizaciones educativas asumen como propia e integran en sí la descomposición de sus asuntos nucleares en aras de una mayor operatividad pedagógica; una función que, hasta casi los años setenta del pasado siglo, se había
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atribuido a la tecnología (didáctica). Esta ‘vieja’ tecnología pretendió someter todos los procedimientos, pero siempre quedaba un resto que impedía afectar la totalidad, tanto de los saberes como de los sujetos. Hoy, ese resto es casi inapreciable (en el sentido literal de la palabra: ‘sin precio’) porque lo imperceptible de su presencia convierte en trivial computar, a efectos educativos, la existencia de más o menos recursos tecnológicos, su calidad o el grado de utilización por parte de los actores.
Mayor repercusión ha tenido la ampliación de la tecnología al ámbito cultural de la vida organizativa, que puede enfrentarse cada vez menos como un conjunto homogéneo y más como universo calidoscópico. Sin necesidad de entrar en pormenores acerca del concepto de cultura organizativa, en este contexto entendemos por tal el conjunto de relaciones entre los elementos de la organización siempre que no respondan a regulaciones normativas, de carácter jurídico o determinadas por la tecnología. Expuesto en los términos más sencillos, quizá se previó que la implantación de una tecno-lógica produciría una deriva organizativa conducente a la desaparición de ese resto de valor no computable inherente a este tipo de relaciones, puesto que las tareas podrían cumplirse igual o mejor sin la presencia de distractores humanos. No se tuvo en cuenta, sin embargo, la mutua implicación entre estructura y cultura organizativa, de modo que la significativa transformación estructural asociada a
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las variaciones en la tecnología, supuso también cambios culturales, cuyo signo es la proliferación de in-formaciones, probablemente asociadas a la discrecionalidad inherente al uso de los nuevos recursos tecnológicos, aunque quizá también a un desplazamiento del ethos social hacia la aceptación de la presencia simultánea de formatos culturales diversos.
Las organizaciones educativas se encuentran ahora frente al dilema de afianzarse reforzando entre sus miembros una identidad respaldada por el sentimiento de pertenencia a una comunidad de intereses y, en el otro extremo, refundar un nuevo espacio público político, que requeriría un refuerzo institucional. Las respuestas frente a la atomización social y a la fragmentación educativa consisten en apelaciones a la responsabilidad de los agentes; no a una identificable con solidaridad, puesto que ésta requiere el reconocimiento previo de una condición básica de igualdad, sino a una más próxima al deber de dar respuestas convincentes a quienes, democráticamente, se haya atribuido capacidad de exigirlas. El debilitamiento de los vínculos conduce a que cada miembro de la institución asuma esa responsabilidad, puesto que la explicación de las actuaciones ya no puede remitirse a las condiciones organizativas ni al rol jerárquico ocupado en la urdimbre estructural; el uso de los recursos que se provean a los agentes y los resultados obtenidos sólo pueden ser imputables a quienes los manejan.
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Otro tanto puede decirse de las sub-unidades organizativas del sistema. Las instituciones socioeducativas se relacionan entre sí virtualmente a través de las conexiones establecidas, en un primer momento, desde un nódulo central bajo tutela y control de las autoridades; pero la incorporación de programas más sofisticados, que excluyan las respuestas o datos ‘no computables’ por el sistema, las inclinan hacia su auto-regulación, con lo que la estructura global tenderá a una atomización de unidades independientes entre sí y respecto a una instancia central definida, identificable con personas y ubicable físicamente.
El dilema es, en último extremo, que si la educación se adapta a pautas post-industriales de organización, cumple con su propósito de ajuste social, pero lo hace a expensas de acomodarse a las dinámicas mercantilistas dominantes que no son educativas. ¿En qué formatos organizativos podría articularse la resistencia a una mercantilización cuya dinámica se opone a la lógica de la autonomía de los sujetos lograda a través de la apropiación de los conocimientos generados por ellos mismos? Si el énfasis se sitúa en su circulación, pero no en su producción, ¿quién producirá conocimientos socialmente valiosos? Y ¿a partir de qué pautas cabrá definir ahora el valor de esos conocimientos?
La corriente dominante acerca de las organizaciones las mostraba como instituciones construidas y diseñadas, más o menos consciente y deliberadamente, para lograr objetivos preestablecidos. Desde esa peculiar racionalidad la cuestión
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principal era cómo acomodar los sujetos humanos a estructuras predefinidas. La naturaleza del trabajo bajo el capitalismo deriva de manera causal de los requerimientos de cada fase de su desarrollo y sus formas de organización del trabajo, pero no del dictado de la tecnología. En un estadio anterior, digamos en torno a la segunda revolución industrial, se trató de expropiar el control sobre el trabajo mismo, para lo cual se constituyó la función directiva (Pollard, 1987), y por otra parte se consignaron actividades específicas que se atribuyeron a esa dirección para incrementar el control de la fuerza de trabajo a través de una sistemática y progresiva subdivisión de las tareas (Braverman, 1974). Como consecuencia se produjo una paradoja que hábilmente detectaron (y procuraron en la medida de lo posible solucionar) los teóricos de la escuela de relaciones humanas: el aumento del control y de la explotación laboral acortaba los costes incrementando el beneficio; pero, como pudo comprobarse, también destruía el sentido de la implicación en la tarea, la voluntad de acometerla y, lo que se ha demostrado más perjudicial, la actitud inteligente requerida para abordar nuevos cometidos.
Los formatos organizativos clásicos adoptaron su estructura subordinando la producción al beneficio, lo que condujo a la concentración, y en consecuencia a la necesidad de disponer de los trabajadores mediante una división del trabajo simple, que
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luego se pretendió natural, y que llevaba consigo la necesidad de coordinación y las transformaciones de un control cuya aplicación individual fue demostrándose antieconómica, cuando no inviable. Hay que distinguir entre el control que se ejerce de manera directa sobre los trabajadores o el proceso de trabajo y otras modalidades que, interiorizadas por los trabajadores, los convierte en agentes del mismo, camuflándolo bajo los conceptos de autonomía o responsabilidad, siendo así que éstas, bajo la apariencia de incrementarlo, suponen una pérdida del control por parte de los trabajadores. Existen, además de esas dos formas, otras posibilidades incorporadas en la propia estructura organizativa, bien sea por adopción de elementos técnicos que regulan el flujo de la producción o la cualificación de los trabajadores –cuanto menor, más extenso el ejército de reserva– (control técnico); bien a través de reglas y procedimientos que especifican los pormenores del proceso de trabajo (control burocrático).
Aquellos flujos del trabajo requerían nuevas formas disciplinarias, como en el fordismo, mediante la regulación moral del contexto en que vivían y se movían los operarios fuera del lugar y horario laboral. El reclutamiento de los trabajadores se convirtió en forzoso en similitud a las levas militares y adaptando para el caso otras prácticas disciplinarias comunes a prisiones, hospitales, conventos o escuelas. Obediencia, regularidad, puntualidad, respeto a la propiedad ajena, etc., valores todos ellos de la burguesía ascendente (y propietaria de los medios de
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producción) pasaban a ser de necesaria inculcación entre un nuevo tipo de trabajadores cuya necesidad de coordinación exigía conductas regulares, estandarizadas, ordenadas, predecibles. Se rediseñaron los trabajos reduciendo su complejidad de modo que quienes realizaban las tareas pudieran intercambiarse, sustituyendo los trabajadores más caros por otros más baratos. Ese fue el contexto en que surgieron las innovaciones de Taylor, Fayol o Ford, que inauguraron la que se podría llamar ‘modernidad organizativa’.
La Modernidad se ha entendido como la interrelación de tres componentes: una teoría del conocimiento, una sociopolítica y un cuerpo disciplinar de carácter tecnológico. Desde el punto de vista epistemológico, el pensamiento moderno asume que los principios racionales y las prácticas de producción del conocimiento conducirán tanto al progreso social como al desarrollo personal. Desde la construcción social, la modernidad enfatiza la objetivación de los vínculos a través de una racionalidad instrumental que explica toda forma de relación como un problema de medios-fines. Por último, trata de controlar todo medio físico y social a través de disciplinas. En la teoría organizativa, la modernidad está asociada a un diseño racional de límites, estructuras y metas pre-especificadas para una organización formal cuyas prácticas se asocian a capitalismo, relaciones de producción, métodos fordistas en cadenas de
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montaje, racionalidad burocrática, jerarquía y líneas de autoridad, etc.
En el periodo de extensión y consolidación de la modernidad organizativa, las teorías dominantes asumían implícitamente que el desarrollo de las sociedades post-industriales conduciría a sistemas más organizados. Por contra, análisis más recientes muestran que el cambio de las estructuras sociales, a largo plazo, lleva a una dinámica de desorganización que desafía los principios ortodoxos de integración y regulación, propios de la racionalidad burocrática, reemplazándolos por el énfasis en la necesidad de formas organizativas más flexibles. La organización se ha visto afectada también por la crítica a los grandes relatos que fundamentaban el desarrollo teórico del campo; sus bases racionales se han sustituido por la convicción en la naturaleza caprichosa e incierta de las organizaciones y en lugar de su pretensión totalizadora, una dinámica fragmentaria de ambigüedad, contingencia y arbitrariedad. Pluralidad, relatividad e inconmensurabilidad reemplazan a consenso, objetividad y racionalidad (Hassard y Parker, 1993, 1994).
Todo ello ha provocado que, en los últimos decenios, se venga produciendo un reemplazo de las formas organizativas propias de la modernidad por otras vinculadas a los nuevos desarrollos capitalistas que introducen métodos de producción post-fordistas, renuncian a las líneas de montaje, suponen estructuras no jerarquizadas y reemplazan las líneas de autoridad
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por redes de gestión. Esta organización “tardo-moderna” es el contexto para cualquier reflexión en torno a la introducción de nuevas tecnologías de la información y la comunicación; éstas se caracterizan por ser pequeñas o localizadas en sub-unidades de organizaciones mayores; su objeto no es la producción (menos, automatizada) sino la información computarizada; implican una división del trabajo informal o flexible y estructuras de gestión, funcionalmente descentralizadas, eclécticas y participativas solapadas, en muchos casos, con la dirección.
Consecuencia de lo anterior, se genera una nueva diversidad organizativa caracterizada por tramar holgadamente la información procedente de culturas fuertes sobre una urdimbre de estructura matricial, “adhocrática”, generando líneas de autoridad plurales a las que somete a sistemas de rendición de cuentas (accountability). La rigidez del poder se reblandece en medio de esas descentralización, autorregulación, fluidez y flexibilidad estructural. La cultura dominante, al manifestar lo paradójico, indeterminado y heterogéneo, da la impresión de desorientación y caos. Conceptos tales como desorganización, diferenciación, fragmentación o diversidad, constituyen un vocabulario común entre los nuevos analistas, quienes asimismo abogan por el fin del racionalismo (¿de la racionalidad?) y de los proyectos políticos reformistas, argumentando que, para reflexionar acerca del estado actual del mundo, se requieren modos más apropiados.
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En los Estados de Bienestar, determinados servicios son organizados y prestados por un cuerpo de burocracia profesionalizada, pero se reciben por “derecho de ciudadanía”, lo que legitima las demandas frente al Estado. La reivindicación de participación ciudadana, por ejemplo, requería como condición el marco de un Estado-nación que, sin embargo, los actuales cambios han subsumido bajo una globalización económica, de la que después se pretende derivar una política, como la Unión Europea respecto a la anterior Comunidad Económica. La obsolescencia del Estado-nación introduce nuevas formas de ciudadanía y suscita la pregunta respecto al impacto de la tecno-mercantilización sobre el Estado del Bienestar. Los partidarios del mercado argumentan en favor de garantizar sólo los derechos mínimos de libertad y propiedad, definidos en sentido negativo; desde este punto de vista el Estado se ve reducido a la condición de vigilante nocturno (en terminología gramsciana) y la expresión de las preferencias de los ciudadanos a través del consumo, muta en relaciones clientelares.
El nuevo gerencialismo argumenta que la organización de los servicios públicos por medio de burócratas es la que ha contribuido a generar clientelismo y cultura de la dependencia; para reequilibrar eso, ahora se requeriría que el Estado cediera el control de dichos servicios a la comunidad. En el escenario del mercado, adaptaciones como los consejos, que permiten a ciudadanos-clientes más voz en el control y regulación de los
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servicios educativos, son consistentes, aunque subordinadas y marginales con el ejercicio de otra opción de éxito por parte de los consumidores. Porque, para que las comunidades gocen de mayor poder en el gobierno de sus propios asuntos, antes debe construirse un marco sólido de participación democrática, precisamente la que impide el mero desarrollo del consumo y la que, por el contrario, garantizaría una intervención fuerte por parte de los poderes centrales del Estado y una ejecución efectiva de los programas por parte de una administración profesionalizada. La falacia del discurso de la nueva derecha es que permite intercambiar el estatus de ciudadano con el de consumidor, de tal modo que no aparezcan diferencias entre los modos democráticos de tomar decisiones y las adoptadas en el marco del mercado (¿la mano invisible de Adam Smith?). Sin embargo, nada más contradictorio con la noción de comunidad que la imagen de los actores sociales comportándose como consumidores.
La izquierda ha tendido a enfatizar los derechos de la ciudadanía; la derecha replica, en su lugar, con deberes y responsabilidades -como puede apreciarse en las propuestas de acceso a los beneficios sociales del bienestar de sólo quienes, estando en edad laboral, formen parte del sector ocupado de la población. Son deberes, más que derechos, los que caracterizan al ciudadano activo (no obstante ser, los inactivos, producto de las mismas políticas que perpetúan su exclusión). Los momentos de
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auge económico de los ochenta condujeron a celebrar el esfuerzo individual, ignorando o incluso denigrando toda acción colectiva; se promocionó el consumo desaforado y se hizo burla de cualquier motivación que no estuviera basada en el incentivo de dinero en efectivo. Fue el periodo del yuppismo, con su ideal de ‘cuanto antes mejor’, del auto-empresario y de la soberanía del consumidor. La cohesión social se redujo a identificar ciudadanía con buena vecindad, con afiliación en organizaciones locales -no políticas o no gubernamentales- o con recogida de fondos con fines caritativos. Mientras, la ciudadanía activa buscaba refugio en posiciones defensivas.
De lo anterior no se desprende que todas las organizaciones hayan adoptado las pautas señaladas y que las interpretaciones de políticas educativas, básicamente semejantes, no varíen en función de posiciones ideológicas. Lo que, se ha mostrado cierto es que cada una de esas posiciones ha generado y difundido discursos diferentes, la mayor parte de los cuales (por no decir todos) incorporan las mismas categorías. Así es como, posiciones ideológicas enfrentadas utilizan términos semejantes: descentralización, autonomía, profesionalización, cultura, calidad, etc. (Popkewitz, 1996). La ideología organizativa tardo-moderna, propia de las formaciones sociales del capitalismo tardío, aun no siendo homogénea, ha atraído tanto a la derecha como a la izquierda. Caracterizada por un énfasis en las relaciones
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mercantiles, en el bienestar basado en una mezcla imprecisa de servicios públicos y posibilidades de gestión privadas (o viceversa), en la descentralización, la desregulación laboral y una acepción restringida de la responsabilidad, hace gala de un vocabulario cuajado de referencias a usuarios, clientes, productores, consumidores, excelencia, indicadores de logro, etc.
Claro que las organizaciones educativas preexistían a esta ideología; pero las reformas recientes las han vinculado casi exclusivamente a ella. Durante los setenta se persiguió consolidar una burocracia profesional que, respaldada en supuestos técnicos, sostenía unas relaciones de poder en el seno del sistema educativo congruentes con las que caracterizaban aquel Estado. El régimen tecno-burocrático fue acusado en la década posterior, y precisamente por los nuevos sectores que pasaron a ocupar posiciones conservadoras, de servir sólo intereses propios, no dar respuesta a las necesidades sociales -entendidas éstas, implícitamente, como las propias- y la consecuente falta de responsabilidad -como disposición a rendir cuentas. Fue así como una ciudadanía ‘light’ acabó reivindicando su posición cliente y consumidora de servicios y reclamando progresivamente mayores cuotas de participación. Pero ya no lo hacían, como en años anteriores, bajo argumentos de carácter político, sino en nombre de sus oportunidades de éxito, de los que suponían excluidos sus propios criterios de valor. Al mismo tiempo, el incremento de gastos para un sector siempre creciente de la administración
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pública, ocupado en el sostenimiento de un incipiente Estado de Bienestar, conducía a un progresivo incremento de cargas fiscales que generaba el rechazo de quienes más habían de contribuir.
Como respuesta a estas reivindicaciones, las políticas conservadoras asumieron la bandera y el compromiso de crear más capacidad de elección en el sistema educativo, lo que harían introduciendo mecanismos de mercado, bajo el argumento de que ello redundaría en un incremento de la calidad de la enseñanza. Un efecto paradójico de esta política fue desatender otras reivindicaciones de los progenitores, como su participación en el control de las instituciones educativas implicándose en su gobierno. Cuando se aprobaron medidas legislativas que optaron por potenciar lo segundo en detrimento de la primera opción, mientras la izquierda cerraba filas en torno a la participación, la derecha política, muy vinculada a sectores que habían controlado centros educativos ‘de élite’, adoptaba posiciones enérgicas en defensa de la elección.
Nunca será suficiente insistir en que es tan falso creer que la mera enunciación de una norma de carácter legal puede producir cambios significativos como creer que las nuevas políticas se generan automáticamente a partir de los cambios estructurales y como efecto de los mismos. Las disposiciones normativas y las regulaciones de las prácticas son atribuibles a determinados agentes quienes las formulan bajo condiciones estructurales muy precisas y diferentes a aquéllas con las que operan otros agentes,
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por lo que no cabe identificarlos. Como las políticas emergen de una variedad de redes estructurales, cada una de las cuales puede estar asociada a la consecución de objetivos diferentes, su ejecución transforma las relaciones de poder, la responsabilidad, el control, la cultura, en el seno de las organizaciones.
En el nivel local, las políticas educativas actuales, entre las que se cuenta la dotación de recursos, se aproximan a un híbrido de participación y nuevo gerencialismo, porque los ámbitos de la participación, han pasado a ser, en el mejor de los casos, espacios dotados de un poder escaso para el seguimiento, regulación y exigencias de responsabilidad a los educadores. Los cambios introducidos por la autonomía presupuestaria en la cultura institucional han ido aproximando cada vez más el sector público a la empresa privada. Curiosamente, allí donde el taylorismo había procurado concentrarse en lograr métodos para que todos los trabajadores se ajustaran mejor a las necesidades de la producción, ahora se lo asocia más a un supuesto neo-evolucionista de supervivencia mercantil vinculada a la excelencia; la moral del colectivo docente se encuentra minada porque, sin saber cómo, se descubre obteniendo resultados contrarios a su pretensión de incrementar la profesionalización. En su lugar se han instalado exigencias de mayor tecnificación.
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A TRAVÉS DE LAS INSTITUCIONES SOCIOEDUCATIVAS
La Educación no se agota en la enseñanza; la enseñanza tampoco es instrucción ni produce, automáticamente, aprendizajes. La enseñanza se ocupa, supuestamente, de la transmisión de conocimientos, como los centros de investigación (universidades y otras altas instituciones de carácter público y privado) lo hacen de su producción. Este itinerario simple es, en realidad, falso, porque ni explica que los conocimientos no se han producido en esos ámbitos ni permite entender los mecanismos de una transmisión que no parece funcionar como tal. La imagen vulgar asociada a esa visión primera -y primaria- es que el profesorado posee conocimientos de los que otros carecen y que, en un acto de magnanimidad, los reparte durante un tiempo, pasado el cual se comprobará la cantidad y fidelidad de la recepción por los otros. Precisamente, esa posible confusión reduccionista ha llevado a algunos autores a hablar de ‘transposición’ en lugar de transmisión; como este término no forma parte de nuestra tradición, no es fácil encontrarle un término sustitutivo, pero valga cuanto menos decir que en este último concepto incorpora un ‘plus’ a lo meramente transmitido, plus que se obtiene precisamente de transponer, es decir, de poner en otro lugar; es decir, es en el acto de moverse el conocimiento formalizado en el que se transforma cualitativamente.
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Es sabido que los conocimientos se generan en las relaciones que cada uno de nosotros establece con los otros y con lo otro, en el mundo social y en el natural, de modo que la transmisión es, en realidad, un mecanismo de distribución diferencial donde entra en juego, como tercer factor, la valoración del conocimiento. Los conocimientos sociales cobran diferente valor según los distintos criterios que se les apliquen (quiénes los posean, a qué efectos se destinen, de dónde procedan, si son o no intercambiables en el mercado, etc.). Tal valoración no es, en absoluto, ajena a su producción, de la que actuará como reguladora.
La principal vía utilizada por la sociedad para distribuir esos conocimientos son las instituciones educativas, ámbitos donde se producen conocimientos académicos y se seleccionan y distribuyen los considerados socialmente valiosos. Estas instituciones no realizan una distribución equitativa; eso lo prueba la estructura piramidal de los sistemas de enseñanza. También disponen de recursos propios para valorar los conocimientos distribuidos (y los exámenes no son la única forma) que determinarán, como se ha insinuado, continuar o no con su producción. A una distribución diferencial corresponde distinta valoración cualitativa; hay conocimientos que se distribuyen en razón de su valoración y otros que se valoran en razón de su distribución. Pero, como ambos remiten a criterios mercantiles, les es aplicable la distinción entre valor de uso y valor de cambio, que variará según el lugar, la época o las fluctuaciones del
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mercado. El manejo de ordenadores tenía un alto valor de cambio hace cuarenta años, pero hoy su valor es, básicamente, de uso y su valor de cambio se ha depreciado. Este ejemplo permite también apreciar cómo la diferente valoración del conocimiento afecta a su producción y distribución y llega a cambiar su propia naturaleza: puesto que los ordenadores de hace cuarenta años eran muy poco accesibles a la gran mayoría de la población se procuró el desarrollo de aplicaciones que requirieran muy poca especialización, lo cual contribuyó a su mayor difusión y, en consecuencia, a su devaluación mercantil. Obviamente no puede definirse el ciclo o la espiral de conocimientos escolares al margen de los sociales; inclusive los grandes centros de producción recortan conocimientos de los que, a su vez, sólo una parte se tomará como referencia para distribuirlo a través de instituciones educativas.
De todo lo dicho cabe destacar: A) Los procesos de producción de los conocimientos tienen que ver con el mundo del trabajo (no sólo remunerado), con las relaciones con objetos y personas; con el mundo natural y social. B) Los procesos de distribución no son mecánicos sino de re-producción, en un doble sentido: el conocimiento producido será idéntico (reproducción) al que circule, en algunos casos; en otros, sufrirá transformaciones cualitativas (re-producción) en función de su valoración.
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Si los conocimientos se producen en el trabajo, también los de los educadores se traducen en conocimientos pedagógicos; si bien es frecuente que éstos no lleguen a entrar en circuitos formales de distribución ni de valoración, porque quedan sujetos a otros criterios de valor. Algunas veces, circulan a través de redes paralelas y dan lugar a patrones de actuación duales, lo que, si bien resulta comprensible desde la resistencia laboral, repercute a la larga de modo negativo en el desarrollo de los trabajadores. Cabría reivindicar a propósito de estas cuestiones, y como garante, una acepción diferente de la supervisión; acepción que requiere elucidación, dado que en el presente puede ver tergiversados términos de anterior nitidez. En el presente texto el concepto de supervisión se mostrará indisociable de otros tres: democracia, ideología organizativa y profesionalidad.
Esta reubicación conceptual permite incluir los conocimientos profesionales entre los sometidos a procesos de producción, distribución y valoración. Muchas veces los educadores se ven a sí mismos como instrumentos a los que se pide aplicar decisiones profesionales en cuya definición no han intervenido, quizá por suponerlos desprovistos de conocimientos propios dotados de valor; pero en otras ocasiones las reivindicaciones de incremento de profesionalidad se plantean sin reparar en el significado de este término. Por una u otra razón es frecuente encontrarse diferentes expresiones prácticas del dilema relativo a si el educador pertenece a la categoría de profesional o
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de funcionario, siendo que cada una se define desde universos distintos. Uno de los elementos que diferencian a las profesiones es que en ellas se trabaja a demanda del cliente. El problema del educador es que actúa así en algunos casos; pero en otros como burócrata y aún en otros en una zona ‘de incertidumbre’, origen de conflictos. El empuje que realizan las políticas neoconservadoras respecto al sector de la burocracia estatal, para reducir al mínimo el Estado, se viene registrando en los últimos años como un desplazamiento desde la zona de burocratización hacia la de profesionalización. A este respecto, hay que tener en cuenta que la realidad educativa toma tres puntos de referencia distintos: el del conocimiento teórico; el de la inmersión en una situación práctica; el normativo o prescriptivo, de las autoridades políticas y /o administrativas. Así como la mirada teórica es, por definición, crítica (si no lo es, no es buena teoría), el referente para el ajuste de las prácticas educativas, en último extremo, es normativo; eso permite explicar en buena medida los permanentes desencuentros entre los educadores.
Llegados a este punto, conviene revisar algunos rasgos que caracterizan la organización de las instituciones educativas contemporáneas. Se siguen manteniendo roles jerárquicamente diferenciados, con predominio de una autoridad formal o legal, no moral; en términos vulgarizados, se entiende la formación de los educadores como algo que ‘se les imparte’; las tareas tienden a
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estandarizarse para posibilitar la medición de logros; la motivación es extrínseca y en las relaciones institucionales internas, impersonales (los dilemas implicados en cualquier juicio dejan de lado aspectos particulares), primando la definición de regulaciones y enunciados de control sobre el cumplimiento de ambos; la racionalidad dominante es, o pretende ser, técnica; etc. Todas estas cuestiones recuerdan la lógica que preside el funcionamiento empresarial, como si se pretendiera que las instituciones educativas redujeran las relaciones humanas y sociales a un modelo laboral. Si esa sospecha se demostrara cierta, exigiría tomar recaudos, pedagógicos y sociales.
Pero, ¿por qué razón habría de perseguirse articular la educación al mundo empresarial y no a otros ámbitos de las relaciones sociales? ¿Por qué las organizaciones empresarias reivindican que se adopten sus propios mecanismos de formación? Es cierto que en las empresas se cumplen procedimientos de socialización laboral propios y que una brecha los separa de lo ofertado por las instituciones educativas. Sin embargo, esa objeción tiende a minimizarse en la medida en que los empresarios consideran sus beneficios patrimonio colectivo, confundiendo la dimensión privada con la pública (o reduciendo lo público a una privacidad ampliada). Pero, como lo anterior es sólo ‘discurso’, mientras los beneficios del sistema educativo se consideren fines en sí mismos, se les otorgará un papel subsidiario para cerrar esa brecha: serán beneficiosos sólo en la
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medida en que permitan la obtención de valor económico. Incluso la expresión “valores educativos” pierde su carácter axiológico al reducirse a la obtención de plusvalía (valor sobreañadido al asignado en origen). La acepción económica del término valor conduce a considerar si la educación incorpora valores inmanentes o si los va construyendo; en algún momento tendrá que aceptarse que los llamados valores educativos provienen más de una especie de universo mítico que de los dominantes en ámbitos sociales, políticos o económicos. ¿Han de resistirse los educadores a otorgar valor económico a su trabajo? Desde el momento en que se lo reconoce como tal y comporta remuneración, dicho valor ya se encuentra presente; lo que no quiere decir que, dada esa articulación con el mundo laboral, se tome el aprendizaje de la lógica productiva y su correspondiente disciplina como la mejor socialización; aunque valdría la pena reflexionar un poco respecto a qué implica su total y sospechoso olvido.
En otros momentos, de hecho, las instituciones educativas sí han socializado en las pautas de relación laboralmente dominantes, sólo que, a diferencia de entonces, cuando se procuraba incorporar unos valores del mundo del trabajo convergentes, ahora las demandas planteadas por la producción difieren en sus exigencias de socialización. Hay intentos de reajustarlas que provienen generalmente de las instituciones proveedoras, que supuestamente mantienen su capacidad para
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hacerlo frente a las receptoras. También hay muchas vías para producir esos ajustes; pero introducirlos tiene un coste semejante a la reconversión de cualquier otro sector productivo (desplome de las demandas de formación, caída de los salarios y abaratamiento de la mano de obra, despidos, ejércitos de desempleados, trabajos temporales, subcontratados y en condiciones de máxima precariedad, etc.). Esta llamada, eufemísticamente, ‘flexibilización’ laboral se manifiesta en dos modos complementarios: entradas y salidas múltiples a cualquiera de los niveles o ámbitos del sistema productivo; pero también la posibilidad de que empleados que han accedido a los niveles más bajos se ocupen eventualmente de tareas correspondientes a cargos intermedios, aunque sin abandonar su posición estructural en la empresa (o, dicho al contrario, la reducción salarial de los cuadros medios sin cambiar de ocupaciones). Un argumento al respecto dictaría que sostener, enfatizar o incrementar la jerarquía en las empresas no tiene como correlato pedagógico un sostenimiento, énfasis o incremento de la democratización organizativa de las instituciones educativas; sin embargo, la entrada en el sistema productivo aportando escasa formación puede alternarse o complementarse con vías de formación cortas, reducidas a ‘competencias’ diseñadas o ‘sugeridas’ por las mismas empresas quienes, finalmente y con un coste mínimo, seleccionan y reclutan a los mejor adaptados a sus requerimientos y /o pautas laborales (producción mayor, disciplina laboral, etc.),
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lo que coincide con la demanda de polivalencia a las categorías laborales más bajas.
Aunque sigue habiendo alguna resistencia a asimilar la educación al sometimiento a mecanismos laborales semejantes a los de las empresas, como la posibilidad de ocupar eventualmente cualquier tarea en el seno de la organización, las instituciones educativas están adoptando cada vez más y con mayor indiferencia –cuando no complacencia- pautas organizativas del mundo empresarial. Es necesario un ejercicio socio-histórico para ver claramente cuál es la función real de la socialización temprana de los niños de clases populares, prestando atención a su positividad. Sin embargo, habida cuenta de los cambios más recientes, los viejos términos ya no significan lo mismo que cuando aprendimos a usarlos. Por ejemplo: “La familia como agente natural y primario de la educación” ¿Familia? ¿Natural? ¿Educación? El uso de términos con significados decimonónicos no puede sino sostener una concepción igualmente decimonónica que nos aprisiona en un doble lenguaje. Se aprecia entonces la necesidad de construir una especie de diccionario que, en lugar de registrar significados, los construya y actualice su sentido a los diferentes contextos. Esa práctica obligaría a pensar la educación en términos de justicia política. Pero durante demasiado tiempo se ha tratado de convencer a los educadores de la naturaleza técnica de su trabajo y por tanto de la ‘perversión’ de aplicarle criterios políticos –política que, aún ahora, se entiende, en su acepción
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restringida, como el quehacer de unos gobiernos enajenados y distantes. Eso ha llevado a que algunos jóvenes piensen en la función pública como viejos burócratas: “Puesto que existe la ley, ¿qué problema hay en que me limite a cumplirla?”
Cuando el interés en la educación no es ajeno a la democracia, la ciudadanía y lo público, proponerse construir otras instituciones pasa a ser un imperativo ético. El formato escolar de las instituciones educativas ha logrado ser preeminente tantos años porque, más allá de otras exigencias o demandas, era, y probablemente todavía sea, de los escasos capaces de crear identidades subjetivas por referencia a ‘los otros’ que comparten un mismo espacio, lo que sólo podrá seguir ocurriendo mientras la institución sea incluyente. Una institución que sólo resulte de interés a ciertos sectores, para quienes se trata de un ‘mercado de futuro’, requiere aplicar la piqueta a ese edificio, levantado sobre jerarquías de personas, bienes, instrumentos o funciones; segmentación y segregación del tiempo, del espacio, de los conocimientos, de las edades, de los sexos; orientación finalista en marcha ascendente hacia un destino mesiánico; indiferente a una u otra normativa que, en su voracidad, ha demostrado ser capaz de engullir y transformar. Pero, al tiempo que se intenta construir algo más próximo a lo que queremos, hay que habitar provisionalmente esta institución. Para ello, es ineludible plantearse cómo se constituye hoy un ciudadano y qué legitima a
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los educadores para decidir sobre una ciudadanía de la que podrían llegar a ignorarse sus deberes y derechos democráticos.
Quizá sea el momento de introducir una definición de referencia. La “democracia organizativa” es una práctica relacional entre los miembros de las organizaciones que, orientándolas hacia el reparto de poder, implica una reconstrucción de su dimensión pública. Cualquier organización que se pretenda democrática, con independencia de los propósitos que tenga asignados, ha de encaminarse a la redistribución del poder; de ahí que construir la democracia organizativa implica, a su vez, la reconstrucción de la dimensión pública del hecho organizativo. Algunas de las relaciones que componen la trama organizativa, generadas por la mera presencia simultánea de los agentes, hacen posible el debate, la deliberación y la más amplia participación en la toma de decisiones; esa es la dimensión a reconstruir en toda organización que se pretenda democrática; ello implica asumir su naturaleza política que, sin referirse específicamente a las organizaciones educativas, vale especialmente para éstas al hacer de ellas espacios privilegiados para el aprendizaje en vivo de la deliberación, el debate público y, en consecuencia, la construcción democrática. Por tanto, frente a la satanización de que ha sido objeto la política, hay que volver a reivindicar esa dimensión para las instituciones educativas, para las que ya estuvo en la intención fundacional, que las quería espacios de
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aprendizaje de la ciudadanía, aunque nunca llegara a incorporarse a sus formatos.
Para seguir re-significando las palabras, huyendo de la calculada ambigüedad de algunos de sus usos, añadamos otra definición. Más allá de la imprecisa utilización del término profesionalización, se propone entender como tal el empeño colectivo de los miembros de una ocupación para definir las condiciones y métodos de su trabajo, controlar los procesos de producción y establecer una base de conocimiento que legitime su autonomía laboral. La profesionalización es un proceso para conquistar el control sobre la cantidad y calidad de la producción y para formalizar los conocimientos derivados del trabajo; un proceso que preste legitimidad a los trabajadores para apropiarse, frente a otros agentes sociales, de las condiciones y métodos de su trabajo permitiéndoles desempeñarlo autónomamente; dicho en otros términos, se trata de construir un nuevo conocimiento y acciones derivadas del mismo, con que enfrentar lo que mengua la autonomía laboral. Todo ello es, obviamente, aplicable al educador y a su desarrollo como profesional.
Las anteriores definiciones permiten el paso a esta otra del desarrollo profesional democrático. Se trata de una dimensión constituyente del trabajo educativo por la cual se hace posible la reinterpretación y reconstrucción permanente de nuevas pautas de
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actuación profesional. La reinterpretación emerge de la progresiva formalización de nuevos conocimientos, manifiestos en la formulación pública de explicaciones coherentes relativas a los principios que rigen las prácticas educativas. La reconstrucción permitirá definir los principios que deben regir las transformaciones que tendrían lugar bajo los focos de las demandas sociales emergentes, la oferta institucional y la nueva comprensión de la respuesta institucional, brindada por el análisis de la acción colectiva.
Puesto que esta definición es algo más compleja que las anteriores, a las que en cierto modo integra, puede requerir alguna ampliación clarificadora. La determinación y definición de las actuaciones educativas se mueve entre dos ejes que van desde los intereses políticos a los prácticos y desde los principios a las metas. No son ejes polares sino continuos entre cuyos extremos se producen deslizamientos. Los grandes niveles de determinación de las acciones educativas institucionales, el político y el práctico, permiten mayor concreción si se interpola el nivel intermedio de la Administración, mediando entre los anteriores. Por otro lado, las lógicas de actuación se secuencian en tres momentos: principios, procedimientos y fines. El cruce de niveles y momentos permite inscribir la ocurrencia de las acciones o decisiones organizativas, operadas por diferentes instancias, que suelen ser flotantes –por lo que emplazar cada una de sus actuaciones, para ver dónde se ubica una u otra, en cada momento
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y situación, representa inscribirlas en las coordenadas de momentos y niveles.
En términos generales, el nivel político persigue ciertos fines en relación con determinados principios de naturaleza política, concepciones de la sociedad o de los asuntos públicos; las instancias de este nivel no se ocupan de los procedimientos para lograr los fines, porque para eso se dispone de otras, administrativas, a quienes encargar su desarrollo. Este otro nivel administrativo, al contrario que el anterior, no parte de principios y tampoco se plantea el logro de fines, porque asume los del nivel político, al cual está subordinado; en consecuencia, y debido a su propia lógica de funcionamiento, se ocupa solo de instrumentar procedimientos que los hagan posible; entonces formulan metas cuya consecución encomiendan a las instancias situadas en el nivel práctico, aunque demandadas en términos de objetivos.
Esta secuencia introduce una inversión en la lógica de los educadores, quienes también asumen principios que, además de ser de naturaleza política por su condición de ciudadanos y de carácter ético por su condición de personas, son de carácter pedagógico. Sin embargo, el itinerario descrito no cuenta con estos principios porque su lugar lo ocupan las definiciones realizadas por el nivel administrativo, puesto que son éstas las que se utilizarán como referentes para valorar las prácticas. Este desplazamiento, que suplanta los principios educativos por objetivos operativos, supone que el educador ya no remitirá sus
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actuaciones a justificaciones razonables sino a la racionalidad burocrática, dejando en suspenso criterios de profesionalidad y generando una progresiva minusvaloración de su saber propio.
Dos son las condiciones para que el trabajo educativo se oriente al desarrollo profesional democrático. En primer lugar, la reinterpretación de lo que ocurre en cada intervención educativa singular. ¿Por qué, cómo o cuándo un educador se ve en la situación de tener que reinterpretar lo que ocurre? ¿De dónde surge esa reinterpretación? ¿En qué términos se produce? Una reinterpretación auténtica sólo puede lograrse tras la formalización progresiva de nuevos conocimientos que no se reduzcan a un ‘saber hacer’ ni se expresen en términos de opinión; se trata de codificar el saber del educador en términos de volverlo susceptible de análisis objetivo, deliberación pública y, en consecuencia, de facilitar la justicia de su distribución. Los conocimientos más valiosos del saber profesional emergen en el propio proceso de trabajo; pero, en la mayor parte de los casos, no se formalizan. Para hacerlo, es necesario que el educador formule explicaciones que justifiquen públicamente los principios en que los basa, más que los procedimientos. Formalizar progresivamente los conocimientos que su práctica va generando, los somete a nuevas interpretaciones que contribuyen a su desarrollo.
Por lo que se refiere a la reconstrucción, no basta sólo con reinterpretar sino que las prácticas y actuaciones profesionales
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deben servir para construir nuevos modos de hacer. Esa reconstrucción mana de tres fuentes: En primer lugar, las demandas sociales emergentes (¿qué es lo que en cada momento y lugar se entiende socialmente como ‘educativo’? No hay que limitarse a las instancias legales ni empresariales, sino a otras que deberá procurarse explicitar). Una segunda fuente está representada por aquello que, frente a esas demandas, oferta la institución educativa. Por último, la nueva comprensión social de lo ofrecido por la respuesta institucional. El cruce entre lo que se le pide, lo que dice dar y lo que realmente se está dando indica por dónde iniciar el proceso de reconstrucción.
Una parte de esa reconstrucción organizativa sería la supervisión educativa (que no tiene nada que ver con la inspección, la jerarquía, ni la práctica supervisora habitual). Tal como aquí se concibe consiste en un proceso que se orienta a incrementar el desarrollo docente y a promover la democracia organizativa de las instituciones. Dicho proceso se materializa en a) la identificación de los problemas relativos a la educación en la ciudadanía, b) el debate relativo a las consecuencias derivadas de adoptar unas u otras decisiones al respecto (según Dewey, en la medida que las consecuencias afectan a quienes no han estado implicados directamente en la decisión o la acción, conforman un público) y, c) en función de ellas, el compromiso para procurar su resolución por parte de todos los que se sienten interesados o convocados por tales situaciones. En síntesis, detección de
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problemas, consecuencias previsibles asociadas a una u otra vía de solución y procedimientos para lograr la solución deseada.
Este proceso parece paradójico respecto al de reinterpretación porque omite los principios al remitir los asuntos educativos, como los de ordenación de la vida social, a un sustrato irracional; los acuerdos, por tanto, se construyen sobre procedimientos. Pero, en cualquier caso, la valoración de las consecuencias previsibles ya exige el debate previo sobre los principios (la teoría de la causación en Dewey es más compleja, pero apelo a la confianza de los lectores para obviar su desarrollo en este lugar, por otra parte inapropiado para ello).
La supervisión educativa está tramada, por tanto, con la democracia y lo público; pero, al haber estado tradicionalmente asociada a una dimensión organizativa, resulta inevitable un pequeño excursus. Supervisión y dirección son dos funciones relativamente próximas que la corriente dominante contempla como principios organizativos naturalizados. Esa misma corriente dominante ha venido analizando las organizaciones como entes que responden a un modelo universal y preexisten a las personas. La imagen ‘existe tal cosa como una organización, eventualmente ocupada o transitada por unos u otros agentes o actores’, sugiere: ‘introdúzcanse ciertos elementos en un recipiente opaco y tras un tiempo sus movimientos azarosos producirán combinaciones o resultados deseados’; si, en ese proceso, la organización sufriera transformaciones, éstas serán apenas superficiales. Este supuesto
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está tan extendido que ha afectado también a las instituciones educativas. Las viejas teorías de la organización, nacidas de la hibridación de las generadas por los pioneros del campo (Taylor, Fayol, Ford), establecen las que se pretenden como sus funciones propias; si también sus componentes se toman como a-históricos, resistirán las manipulaciones humanas (un texto ‘probaba’ la existencia inmemorial de dirección en las organizaciones, citando a Moisés como guía de su pueblo hacia la Tierra Prometida).
No hay un supuesto más erróneo que éste de la naturalización de las organizaciones, porque las sustrae a la acción de los sujetos humanos y la historia, se las aísla de cualquier otra circunstancia externa y, en consecuencia, para mantener su pretendida esencia a salvo de cualquier transformación política, social o cultural, las organizaciones se acorazan definiendo en torno a ellas un cerco, de límites muy precisos, que excluye también a quienes no ‘pertenecen’ a ellas. A su vez, las organizaciones se definen en relación con su capacidad para lograr determinados fines, metas o propósitos externos hacia cuya consecución se han de orientar al unísono todos sus recursos y procedimientos, incluyendo a las personas –también reducidas a recursos- a quienes se considera uniformes. Así pues, la corriente dominante de la teoría organizativa se ha caracterizado, principalmente, por tres notas: que las organizaciones son un conjunto definido, cercado por límites; que está integrado por elementos contingentes,
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homogéneos e intercambiables y que toda ella se encamina al logro de determinados objetivos predefinidos y externos.
Si reconocer las organizaciones como construcciones sociales permite poner en entredicho su naturalización y pensarlas bajo otros supuestos, ¿por qué no proceder igual con los rasgos que las definen? Hipotéticamente se podría partir, por ejemplo, de la posibilidad de que la organización carezca de límites precisos o que su cerco sea permeable; los elementos ¿son homogéneos entre sí y contingentes respecto al hecho organizativo? De no ser así, la presencia y acciones de unos u otros construirán de modos diferentes a la organización, lo que impediría hablar de un mismo objeto, puesto que los ‘elementos’ no sólo integran la organización sino que la configuran y redefinen. Las organizaciones socioeducativas, al menos, poseen límites imprecisos, porosos, modificables además según los elementos que las integren. Pero, referirse en estos términos, hace evidente una contradicción: ¿cómo referirse a ‘los elementos que la integren’ si son ellos mismos los que la van definiendo? De repente, desaparece lo que aparentaba ser esencia de la organización.
En cuanto a los objetivos, la corriente dominante plantea que las organizaciones se encaminan al logro de fines externos. Ciertamente, en el ámbito de la producción, donde comenzaron los primeros estudios organizacionales, pueden definirse con bastante precisión objetivos externos formulados al margen de los
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agentes directos; pero, demostrada suficientemente la imprecisión de las metas educativas, a mayor generalidad, más ambigua su definición y facilidad en generar consensos. Al contrario, una mayor concreción perfila más los fines genéricos, hace visibles las particularidades y hace aparecer contradicciones. Como, en último extremo, las metas educativas hunden su raíz en creencias, en cierto punto de su interpretación se generan desacuerdos que no pueden ser tratados racionalmente y por lo tanto se soslayan en pro de términos que generen una aceptación amplia, masiva. ¿Quién osaría decir que el sistema educativo no debe posibilitar la formación integral y permanente del ser humano? Ahora, qué signifique eso en el plano cotidiano, es otro asunto. Poner en entredicho el supuesto de partida desvela que no siempre las metas tienen una definición clara y precisa por lo que perseguir su logro es insuficiente para explicar el funcionamiento organizativo que, en cambio, habría que remitir a otras circunstancias o variables relativas a los agentes.
Frente a la concepción naturalizada de las organizaciones, que tiene como elementos claves límites, elementos intercambiables y objetivos predefinidos, puede definirse otra deudora, fundamentalmente, de sus componentes. Lo que determinará sus límites, funcionamiento y proyección hacia finalidades, serán sus elementos; según éstos, así también la organización. Pero, como asumir la existencia de elementos es, en cierto modo, adoptar uno
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de los supuestos antes rechazado, hay que pensar en otros términos: una selección de entre las relaciones múltiples que se establecen entre personas, objetos, momentos, espacios, etc., incluyendo sus mediaciones y los componentes materiales que las definen en esos términos. Es esto lo que va caracterizando diferencialmente al grupo respecto a los conformados por, para, frente a otros acontecimientos.
En tal caso, podría decirse que la peculiaridad de esas relaciones es lo que permite tratar ese complejo de personas-objetos-situaciones-tiempos, etc. en términos de ‘organización’. La renuncia a aceptar una esencia organizativa, cambia su consistencia, ahora atribuible a la solidez de algunas de esas relaciones cristalizadas; su fortaleza y estabilidad se deben a estar jurídicamente soportadas: la norma legal que las sostiene, las hace rígidas y duraderas, más resistentes al cambio. Las normas sancionan la naturaleza de las relaciones que componen la institución y sus organizaciones; cuáles serán sus criterios básicos de orden. Estos vínculos, que estructuran las organizaciones, no agotan todas las posibilidades de relación; aunque el soporte estructural sea idéntico, lo que impide la identidad exacta de organizaciones similares o construidas en el mismo espacio institucional es otro tipo de relaciones, el conjunto de las cuales constituye la cultura organizativa.
Toda organización, integrada por las dimensiones estructural y cultural, queda constituida fundamentalmente como un tejido o
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red de relaciones, algunas fuertes, otras más débiles. Como se carece de otro límite que el marco normativo de la institución, al que remiten y donde se anclan las estructurales, las de ‘orden’ cultural proceden del entramado en que cada quien ha sido institucionalizado, donde se definen modos sui generis de relacionarse que no tienen que ver especialmente con el soporte jurídico de referencia para la organización socioeducativa en particular. Al enfocar la mirada en los modos en que, al margen de lo dictado por la norma, se conforma la peculiaridad de la pertenencia de cada quien a la organización, puede comprobarse que aprender a vivir en el seno de instituciones implica adoptar como base y luego ir corrigiendo acciones, palabras e incluso pensamientos; este proceso de socialización demuestra que la existencia de la norma hace a las relaciones homogéneas, pero no las singulariza.
Una metáfora puede facilitar la comprensión aproximada de lo que se viene describiendo. Para realizar un tapiz artesanalmente, sobre un bastidor que sirve de marco al que anclar el tejido, se tiende la urdimbre: el mismo hilo, fuerte, que permanecerá tensado durante todo el tramado; esa ‘trama’ entre los hilos de la urdimbre se realiza con materiales varios al igual que sobre la estructura de la organización enlazamos otras relaciones. Siempre hace falta un mínimo estructural sin lo cual no podría ligarse lo cultural, como siempre han de haber hilos más firmes y sujetos, en torno a los cuales anudar el resto. La
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mera existencia de alguna relación estructural posibilita las de carácter cultural. Unas y otras tienen entre sí una proporción muy variable pero posible de precisar, porque si la urdimbre es muy densa la trama será más difícil y tenderá a ser más homogénea. Cuantos más componentes estructurales tenga una organización menos posible será que emerjan formas culturales propias. Existe alguna relación cultural que, aun no teniendo soporte normativo, se osifica, cristaliza y actúa como si fuera un componente estructural. Pero puede darse también la situación inversa: normas que, perteneciendo a la estructura, se flexibilizan con el uso hasta acabar cediendo, cobrando mayor holgura y actuando como relaciones culturales. No existe organización (tapiz) al margen de la trama de esas relaciones. Si bien la cultura tiene que ver con la poderosa influencia moldeadora de la socialización, no es seguro que pueda afrontarse su conformación sólo desde el acuerdo de voluntades; aunque sí es posible –y deseable- establecer negociaciones sobre procedimientos. No ‘tenemos’ organizaciones; no se las posee o se habitan, sino que se construyen cotidianamente; las definen las prácticas, lo que hacen sus agentes y/ o agentes (en función del protagonismo que estén dispuestos a mantener). Una buena caracterización de sus prácticas mostrará cómo se hace cada organización.
Respecto a las posibilidades de cambio, el tema ha ocupado, tradicionalmente, a muchos investigadores. Parece bastante claro, aun con todas las diferencias, que las instituciones no se
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modifican sólo a través de la estructura; pero, sorprendentemente, tampoco sólo a través de la cultura. Cualquier cambio estructural genera nuevas ‘adaptaciones’ culturales; pero es poco menos que imposible iniciar cambios –planificados- desde la cultura, porque habrían de basarse en criterios de orden normativo, lo que los convertiría en estructurales. La solución, tan complicada como obvia, pasa por introducir cambios estructurales a la vez que actuar sobre la cultura pero prescindiendo de normas coercitivas. Como la cuestión tendrá que retomarse en otro momento, es posible, por ahora, volver a los conocimientos.
Es posible, aunque tramposo, nombrar, definir o explicar la ‘posesión’ exclusiva de conocimientos, sea por personas singulares o grupos; tan difícil como responder con precisión a qué es el conocimiento individual, teniendo en cuenta la dificultad de precisar el límite del individuo, o a dónde comienza el yo y acaban los otros. En A hombros de gigantes el sociólogo Robert Merton demuestra, con tanta ironía como rigor, la dificultad de establecer límites individuales en relación a los conocimientos. ¿Acaso pueden pensarse también éstos como un conjunto de interacciones? Desde la educación, los conocimientos son medios para construir posibilidades de crecimiento autónomo en contextos democráticos (Dewey aborda los conocimientos como instrumentos de articulación social). La educación, como práctica democrática, permite incidir en el juego entre gobernantes y
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gobernados. ¿Qué aportan las instituciones a la construcción de esa práctica? Si son ‘educativas’, introducen la posibilidad de restablecer una comunicación que no requiera apelar a la autoridad ni a poderes superiores, porque induce consensos sociales argumentativos. Pero el hecho de que todas esas narrativas modernas, ilustradas, estén ahora en entredicho cuestiona el papel de los educadores: ¿Cómo y dónde se sitúan en los límites imprecisos de esta época, sujeta a las tensiones producidas por distintos modelos de convivencia social?
Dos nuevos conceptos permiten pensar nuevas posibilidades para reconstruir el espacio educativo en su dimensión pública: responsabilidad y control. En otros idiomas hay más palabras para nombrar matices peculiares de la responsabilidad; pero en español existe un sólo término, por lo que debe adjetivarse. ¿Qué responsabilidad tiene el educador y, por extensión, las instituciones educativas? Cada uno de los diferentes ámbitos se vincula a instancias, asimismo diferentes, ocupadas de ejercer un control particularizado. En términos muy generales, alguien tiene responsabilidad sobre algo cuando tiene que responder o dar cuenta de ello. Esto introduce un elemento nuevo: ante quién dar cuenta, responder o ser responsable. En consecuencia, la responsabilidad puede plantearse en términos de quién es responsable, respecto a qué y ante quiénes. Conjugar esos tres datos permite saber qué responsabilidad corresponde a educadores u organizaciones educativas.
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Un primer ámbito, de carácter legal, muestra la que se tiene ante las instancias de control que correspondan a la verificación del cumplimiento del desempeño laboral. Esta responsabilidad no es exclusiva de los educadores, porque es exigible por la existencia de la norma y se rinde ante instancias que vigilan su posible infracción. Puede decirse que se trata de dar cuenta de las exigencias legales implicadas en la tarea. En educación, por ejemplo, el recurso a la violencia física incurre en irresponsabilidad legal; no así en el caso de las instituciones llamadas ahora, eufemísticamente, de ‘defensa’ (los ejércitos). Es fácil ver que la responsabilidad legal incumbe a cualquier ciudadano en un Estado de derecho y que la instancia de su control no pertenece a la esfera de la educación, sino de la justicia.
Un segundo ámbito es el de la responsabilidad contractual, por la que se contrae compromiso de respuesta como parte firmante del contrato, explícito o no, relativo a las condiciones del desempeño de la tarea. Asumir el cumplimiento de un encargo educativo presupone su aceptación bajo ciertas condiciones que regulan la relación entre las partes contratante y contratada. Se incurre en irresponsabilidad contractual al incumplir algún término de ese contrato; por ejemplo, si un educador desatiende sistemáticamente sus obligaciones laborales. El control sobre esta forma de responsabilidad lo ejerce una agencia externa que verifica el cumplimiento de los compromisos acordados.
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Para los educadores existe todavía un tercer ámbito de responsabilidad: la contraída hacia el crecimiento autónomo de los sujetos a su cargo, hacia los demás colegas y, en último extremo, hacia uno mismo. Este tercera forma de responsabilidad, profesional o moral, es de ámbito casi estrictamente personal y tiene que ver con la respuesta ante uno mismo, los colegas y el resto de la sociedad, respecto a la ‘autenticidad’ de la tarea. Por ejemplo, es irresponsable un educador que, cumpliendo todos los términos de su contrato, somete a las personas a su cargo a una estricta heteronomía. En este ámbito ¿qué instancia podrá ejercer control sobre la responsabilidad de cada uno hacia sí? Ha de ser uno mismo quien se ocupe del control porque someterse a control externo desvirtuaría su carácter. Encargar a una instancia externa el ejercicio de este control, a una voz de la conciencia corporeizada que va diciendo: ‘desde el punto de vista profesional eso está bien o mal, haz o deja de hacer esto o lo otro’, genera problemas en educación, porque ésta se ocupa de acompañar a los educandos en su progresión desde la heteronomía hacia una mayor autonomía, por lo que el educador tiene que adoptar una posición autónoma porque, si él mismo obedece normas de actuación ajenas, reforzará su heteronomía y ¿cómo podrá enseñar autonomía quien no la posea?
Esa es una posición que ha intentado asumir también la instancia supervisora. Tradicionalmente la supervisión ha jugado el doble papel de velar por el cumplimiento de las condiciones del
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contrato pero, además, diciéndole también al educador de qué manera tenía que abordar su tarea profesional. Pero, al actuar de este modo y como el control sobre la responsabilidad contractual requiere una instancia jerárquicamente superior, alguien investido de autoridad legal, a diferencia de la responsabilidad moral (a nadie se puede obligar a que en conciencia piense tal o cual cosa; sí a que actúe, pero no a que su conciencia se contenga en límites legales), no siendo posible la obligación los ejercicios coercitivos tampoco surtirán los efectos pretendidos. Si la norma se impone, todo lo que se podrá obtener serán conductas reactivas respecto a ella, siempre limitadas al comportamiento más superficial. La jerarquía ostenta su posición diciendo al educador que debe ajustarse a la norma o términos del contrato; pero cuando le pide educar de un modo, y no de otro, va más allá del ámbito de su responsabilidad –contractual- e introduce un mecanismo de control externo en ámbitos de responsabilidad moral.
Lo anterior permite establecer una distinción entre supervisión administrativa y educativa. La primera, corresponde a una instancia jerárquicamente superior, donde ejercer autoridad para hacer cumplir una norma implica estar respaldado por la legalidad; pero hacer que otro actúe ‘en conciencia’ de modo diferente, no apela a la autoridad legal; requiere una autoridad moral, profesional… que quizá pueda tener también el superior, pero que, desde el momento que ocupa una posición jerárquica superior, transforma en legal. Es una especie de axioma,
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internacionalmente reconocido, que no se puede ejercer la supervisión educativa desde posiciones jerárquicas superiores, precisamente por la contradicción que introduce.
Una implicación, aparentemente paradójica, de este planteamiento es que la responsabilidad moral hay que construirla socialmente. La tarea educativa, por más que lo parezca, nunca es individual sino colectiva y asimismo lo es la responsabilidad por ella. Hay una dimensión del trabajo docente que, no pudiendo estar sujeta a control externo, ha de ser asumida colectivamente por los propios educadores. Si o cuando esa tarea fuera instrumentada desde una instancia externa, introduciría una disrupción. Un segundo argumento incide en que una instancia administrativa no puede ocuparse, con propiedad, de la supervisión educativa porque operará desde una lógica burocrática; Quienes cumplen tareas desde ella, no formulan metas políticas ni asumen principios diferentes a los de naturaleza administrativa. La administración es un cuerpo utilizado por parte de la instancia política para instrumentar determinados procedimientos encaminados a lograr las metas políticamente formuladas; de ahí que la lógica con que opera nunca sea de fines sino de medios. Las posiciones administrativas se ocupan de cuestiones instrumentales o de medios, al margen de las metas o fines a alcanzar. Ahora bien, la educación se preocupa (y ocupa) de fines y medios, por tanto la mirada del docente no puede limitarse a los medios; pero cuando las tareas orientadas a fines se
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regulan desde una lógica instrumental, se reducen a términos puramente burocráticos. Así, no es difícil escuchar a algún educador decir, por ejemplo, “la elaboración de un proyecto educativo, si seguimos las pautas dadas, carecerá de sentido porque no tendrá que ver con nuestra realidad, ni nos lleva a parte alguna”; la respuesta, dictada desde la lógica de la administración, puede ser del tipo: “Ud., como empleado, tiene la obligación de elaborar ese documento”. Al burócrata no hay que preguntarle por el sentido, que ignorará puesto que su tarea no es dar razón de fines sino instrumentar procedimientos. Este desplazamiento en las lógicas de actuación de unos y otros hace que resulten inevitables las discusiones entre los docentes y los cuerpos administrativos quienes, por último, van saturando la tarea educativa con su lógica de medios; finalmente, sólo se actúa bajo una obligación sentida. La lógica de la administración se justifica en la jerarquía, que es uno de los principios del funcionamiento burocrático; pero la educación no puede tener el mismo fundamento porque su razón última no es adiestrarse en la obediencia, sino la razonabilidad con que se argumenta la asunción o no de la norma.
Los educadores que a la vez son funcionarios y, por tanto, burócratas (quitándole al término cualquier connotación peyorativa, para aludir tan sólo a las condiciones del desempeño de la tarea), tienen, por esa misma condición, obligaciones contractuales que inscriben algunas actuaciones educativas en una
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zona moral, mientras otras lo hacen en una zona nítidamente laboral. En el cumplimiento de ciertas tareas esas dos zonas se superponen generando una tercera donde resulta incierto determinar si se actúa en respuesta a una lógica profesional o burocrática. La figura tradicional del supervisor tiende a instalarse en la zona administrativa, mientras los educadores tienden a hacerlo en la otra zona. Pero es en el intermedio solapado, de incertidumbre, donde se inscriben los principales conflictos en las organizaciones educativas y, por tanto, el terreno donde se libran las principales batallas por el poder. Es también el espacio de colisión entre estructura y cultura organizativa.
Así que los dos tipos básicos de supervisión parecen, en principio, incompatibles; pero la administrativa responde a la necesidad de mecanismos de control sobre lo público y la educativa, a una mirada crítica de los agentes hacia su desempeño. El énfasis en uno u otro de esos aspectos ha generado tipologías de modelos teóricos de la supervisión: El técnico, según el cual el supervisor posee un conocimiento cualificado distinto y superior al de aquellos otros a quienes supervisará, un saber experto que le permite distanciarse para enjuiciar y corregir las tareas de los otros; este modelo corresponde de manera muy precisa con la inspección, nombre que se ha tomado como sinónimo de la supervisión, aun no siéndolo. Otro modelo entiende que el supervisor, situado en el exterior de la institución y con un saber cualitativamente distinto sobre ella, posee
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capacidad para intervenir en sus dinámicas y corregirlas; este modelo, frente a una intervención técnica de ajuste al dispositivo, propone otra de naturaleza clínica, en la que se actúa como ‘terapeuta’ institucional. La supervisión técnica entiende que la institución ha de funcionar como un mecanismo ajustado -si una pieza no funciona se la reemplaza; el modelo clínico, más orgánico, considera la existencia de un déficit institucional patológico que exige una intervención especializada. Un tercer modelo, la supervisión como proceso de desarrollo, entiende la institución como un ámbito de desempeño colectivo, donde no cuentan tanto las figuras individuales sino el conjunto de la institución; desde esta posición resultan inaceptables intervenciones de carácter externo que dicten el desarrollo colectivo; es éste el que habrá de buscar, cuándo y cómo lo considere necesario, procedimientos propios para el desarrollo, transformación y cambio institucional.
El control ha de garantizar la prestación del servicio en condiciones suficientes de calidad, equidad, justicia, etc.; pero su formulación como estándares les resta cualidad educativa (autonomía) por lo que, antes de renunciar a cualquier pretensión de control sobre la educación de los ciudadanos, conviene reconsiderar los límites de lo público. Se ha dicho que el fenómeno organizativo es el resultado contingente de la construcción de un orden provisional en permanente recomposición. Contra la corriente dominante, que deduce de la
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esencia organizativa su necesaria existencia, puede defenderse que el proceso de construcción de ésta se debe a la combinación de muchos factores y con ritmos tan distintos como sus determinaciones. De modo que la descripción de una organización es la de su instantánea en el momento; nunca la misma que podría haberse observado tiempo atrás o poco más adelante.
Por mucho que se vea la organización como tejido o red de relaciones, existen ciertas características con autonomía relativa, ajenas a la intervención directa de los actores institucionales; pero son unas y otras, al constituir la trama básica sobre la que se tejen las demás relaciones, las que permiten estructurar la acción colectiva. Téngase en cuenta que todo ejercicio de poder siempre genera, simultáneamente, las reglas que permiten su contestación. Por tanto, el conocimiento de una organización educativa, lejos de ser el de algo inerte, es el de relaciones redefiniéndose y efectos derivados; es su comportamiento como actores institucionales colectivos, determinados a su vez en otros ámbitos de acción; de ahí que la organización o lo organizativo nombre a la vez continente y contenido, estructura y proceso, el determinante de la acción y los resultados. Manejar la categoría ‘organización’ obviando lo anterior tiende a excluir alguno de los extremos y, por tanto, es siempre reduccionista.
Por otro lado resulta difícil diferenciar de manera nítida la organización, del campo que genera. Ciertamente, las
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organizaciones tienden a poseer estructuras delimitables, fijas, formalizadas, que permiten representarlas; al posibilitar el cálculo y cierta forma de racionalidad, se persigue reproducir a través de ellas la acción idéntica; pero, frente a esa tendencia a la rigidez estructural, también puede verse en la organización un ámbito fluido, un espacio de acción colectiva o lugar sin fronteras precisas donde movimientos espontáneos hacen emerger manifestaciones literalmente informales: sin forma. A diferencia de la estructura, que permite cierta previsión, esta esfera, difícilmente reductible al cálculo, se construye sobre la constante renovación de un compromiso implícito por ‘un común’ que, al depender del juego de los actores, está en permanente definición. Esta dimensión pone en juego una lógica afectiva antes que instrumental. Por eso la construcción social del fenómeno organizativo es producción y reproducción simultánea de criterios básicos y del orden derivado de aplicarlos. Las organizaciones educativas lo ejemplifican a la perfección porque, si bien por un lado tienden a reproducir órdenes sociales, lejos de derivar en una reproducción idéntica, producen un orden nuevo, inestable por cómo se ha configurado, pero que tiende a estabilizar interacciones y consolidar relaciones, a conformarse culturalmente. Sin embargo, que los actores de una organización procedan de medios ya estructurados significa que las condiciones materiales y sociales de sus acciones, fuera de ese ámbito
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institucional, son, a la vez que consecuencias del entramado estructural-cultural, causa de nuevas reconfiguraciones.
Estas últimas observaciones permiten desplazar la prioridad o el interés en el estudio de las organizaciones desde las estructuras, e incluso desde los actores mismos, a las acciones y los procesos que tienen lugar, incluyendo los contextos de ambos. De ahí el énfasis en el análisis de los procesos organizativos no sólo en términos de lo que muestran sino también de lo que silencian, de sus vacíos. Tanta información aporta lo uno como lo otro y puede ser de mayor interés, antes que las prácticas de los agentes, aquello que estructura sus creencias y hace posible o impide otros modos de actuación que, teniendo la misma posibilidad, no han sido adoptados. Eso es finalmente lo que permite estudiar el cambio organizativo: las posibilidades abiertas, en el universo de contingencias, que permitan otros modos de ver, vivir y construir las organizaciones, en este caso educativas. Eso significa modos de acción política, en el muy amplio sentido de la palabra derivado de polis. Por ahí nuevamente aparece el espectro, con un cuerpo cada vez más sólido, de lo público.
Lo que se hace individualmente, como miembro de una organización educativa, implica entornos más amplios y colectivos heterogéneos. Ese es el ámbito de análisis de las prácticas, hacia cuya racionalización conviene encaminar las preguntas: al intentar buscar razones por las que se hace algo y no otra cosa se proyectan como sombras las acciones posibles no
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acometidas. Ampliar el universo de los posibles permite contemplar lo que se hace a la luz de todas las opciones; cómo hacer, también excluye una pluralidad de acciones factibles; en qué consistan y por qué decidir hacerlas o no, remite, una vez más, al proceso de reinterpretación y reconstrucción.
Como buena parte del funcionamiento organizativo es sincrónico y, por tanto, pluricausal, es conveniente resistirse a la facilidad de la causación cronológica o lineal. Por ejemplo, la vieja pregunta que formula si es antes el cambio social o el educativo contiene una doble falacia: porque siempre hay cambio y porque los dos términos no se pueden plantear en términos de un antes y un después. Los cambios introducidos, o lo son en prácticas preexistentes o se buscan mediante leyes que vienen a sancionarlas; sin embargo, cuando la norma pretende implantar prácticas nuevas, nunca lo hacen como pretendían y, a menudo, ni siquiera lo logran. El tiempo produce una especie de presión conformadora que tiende a aproximar resultados logrados y pretendidos; pero nunca se llega a la identidad; lo cual es una noticia dual para los que sienten la compulsión reformadora: como las reformas engendran nuevas y consecutivas reformas siempre tendrán qué hacer; pero como una nueva reforma proviene del fracaso de la anterior, siempre se sentirán frustrados.
Pueden registrarse invariantes genéricas: normas que, traducidas culturalmente, son reinterpretadas y vividas de un modo peculiar y rasgos culturales que acaban convirtiéndose en
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norma. El cumplimiento de toda nueva norma la somete a un peculiar ‘modelado’ por el colectivo al que obliga, quien la adapta a sus propios rasgos culturales. Un educador que se queda aislado cuando los demás salen a tomar el café, pronto tendrá que acomodar su comportamiento al del grupo o se verá sometido a ostracismo. Entre lo estructural y lo cultural hay una continua permeabilidad. De algún modo todos somos hijos de las instituciones, llevamos su ‘carga genética’ y tenemos mente institucional, así que no es casual que se reproduzca ese comportamiento general en lo individual y en lo grupal, porque miramos a las cosas con los ojos de las instituciones, del modo en que las instituciones nos han enseñado, con una mirada que es, fundamentalmente, de corte disciplinario. Aprendemos a mirar bajo determinados órdenes cuyos criterios, no siempre explícitos, subyacen al modo de construir la realidad y las explicaciones sobre la misma. La ‘realidad’ que vivimos se ha construido sobre esas explicaciones y el hábito hace que lo real nos sorprenda si nos ubicamos en otro lugar. Lo que hace interesante la tarea de educar es que ejercerla obliga a transmitir un orden junto a la autorización para subvertirlo. Ese es su desafío.
Cualquier colectivo de educadores permite apreciar visiones distintas acerca de la organización y modos distintos de vivirla, intereses de grupos y subgrupos, coaliciones, etc. Si todo eso se encuentra presente en la pluralidad, ni qué decir tiene de las posiciones ideológicas individuales respecto a la socialización
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profesional, la política, las formas culturales, etc. Lo que finalmente se plasme en un acta nunca podrá dar cuenta de todas esas cuestiones; en todo caso permitirá adivinar una parte ínfima que, dada la existencia de otro tipo de variables que hacen a la organización o a los sujetos, ni siquiera podría haberse predicho. Desde la ambición de explicación total habría que tomar en cuenta todas esas circunstancias y variables que, además, encuentran cruces y combinaciones múltiples.
Todo esto hace difícil hablar de las instituciones educativas como ámbitos de desarrollo, personal o social. Moverse entre toda esa complejidad para cambiar alguna posición, obliga a construir explicaciones que concedan mayor protagonismo a los sujetos, lo que es posible recurriendo a una categoría con capacidad para articular explicaciones o propuestas. Se trata de “ideología organizativa”, que Abravanel define como: conjunto de ideas fundamentales y de consecuencias operativas, ligadas en un sistema de creencias dominante, que produce contradicciones pero sirve para definir y mantener la organización. Esta definición tiene, al menos, dos connotaciones: A) La ideología implica, simultáneamente, las ideas que, subyaciendo a la organización, la presiden y las acciones que ésta emprende. Por tanto, además de guiar a la acción, permite legitimarla retrospectivamente. B) La ideología presta un sentido de pertenencia a los miembros de la organización, quienes tienden a definirse identificándose, compartiéndola u oponiéndose.
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Se ha señalado que las estructuras remiten a un orden normativo de carácter legal o jurídico y las culturas a la socialización, vida cotidiana, etc. Esto podría ser suficiente para dar cuenta de la solidez estructural; pero puede acudirse también a una dimensión institucional, subyacente al resto, que permite comprender las homogeneidades o isomorfismos entre unas y otras. Ello permite hablar de un nivel superficial y otro profundo. Por lo general las teorías de la organización más convencionales se han quedado siempre en la superficie, donde se establece el orden estructural, formal, relativo a roles, centralización, burocratización, participación formal, relaciones con el medio, etc., desde donde se ignoran u omiten procesos subyacentes, radicados en el nivel más profundo, que sirven de soporte y sostienen todas aquellas regularidades.
La organización funciona de modo aparentemente muy regular, estable, dotada de una cierta permanencia porque su identidad básica se preserva a lo largo del tiempo y su transformación formal es muy lenta. Pero lo que permite explicar la estabilidad superficial de la organización no se encuentra en su apariencia sino en un nivel más profundo, constituido por relaciones peculiares a través de las cuales se reproducen los aspectos formales de la organización. Como se trata de un nivel oculto, no se puede acceder a él de manera inmediata, por eso es un ámbito que generalmente no está racionalizado; las relaciones
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que se traman en él conforman una red que se sustrae a la regulación, funciona con una cierta autonomía y no obedece a decisiones externas. No puede saberse mucho más que algunas de esas relaciones, bajo ciertas circunstancias o condiciones, emergen y se manifiestan de en la superficie de modos inesperados. Quedan, pues, susceptibles de ser vistas y analizadas las condiciones de la emergencia y el aspecto externo bajo el que lo hacen.
Todo esto es bastante más complejo que lo anteriormente caracterizado como cultura. Los límites entre las dimensiones visible e invisible son variables; aspectos que en ocasiones emergen, en otras se sumergen. Así mismo, los límites entre lo estructural y lo cultural son imprecisos a causa de las posiciones relativas de los sujetos en la trama institucional. La interpenetración resultante recuerda que ese peculiar intercambio no está exento de contradicciones (recuérdese la zona de incertidumbre) entre unos aspectos culturales más o menos dominantes y determinadas cuestiones de rango estructural propias de la organización. Precisamente en esas contradicciones, fruto de la singularidad de los intercambios, habría que buscar las claves para avanzar en el desarrollo de los docentes en ejercicio, teniendo en cuenta que éste se potencia, posibilita o inhibe en razón de aquello genéricamente llamado organización. Ello nos retorna a los lugares de que partimos y que confieren su sentido a todo este escrito. En ese espacio de contradicciones es donde
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probablemente pudieran encontrarse con menos dificultad las claves para abordar las organizaciones educativas como ámbitos de desarrollo. Al generarse las contradicciones en la zona donde los límites entre las dimensiones estructural y cultural se inter-penetran, situar el foco en ese espacio permitiría explorar las posibilidades de reconstrucción (utilizando de nuevo esa idea, bajo el concepto de re-delimitación, como estrategia de transformación de la organización en términos de posibilitar mayores cotas de autonomía). Eso requiere la intervención sobre las organizaciones por parte de sus agentes. Las posibilidades de actuar en el nivel superficial se amplían cuando se consideran aspectos de éste como proyecciones de la dimensión oculta; el puente entre ambas es la contradicción, a partir de la cual pueden manejarse límites y redefinir dimensiones. Esto permite, a la organización, reestructurarse ajustando su funcionalidad y a los agentes organizativos, no habitar como individuos un espacio preconstituido. Como la mentalidad organizativa está muy conformada, ese paso puede ser difícil; de ahí que los intentos de restablecer esas condiciones pasen por desplazar su conceptualización a otros espacios de significado.
Entender la organización como un orden mecánico es suponerla una agregación de elementos sometidos a un orden analítico; la realidad aparece constituida por fragmentos que se pretende integrar para aproximarse al todo. Pero, si a través del
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funcionamiento organizativo se muestra, en realidad, el indicio de algo que, aun fuera de foco, permite explicar mejor lo visible, se puede recurrir a otro criterio de orden distinto, ya no analítico sino holístico, donde cada fragmento contenga información sobre una totalidad que deja de entenderse como la suma de todos lo fenómenos para apreciarse en términos de uno sólo cuya complejidad puede entreverse a través de cualquiera de sus aspectos.
Desde esta última perspectiva, la totalidad siempre se muestra de manera pertinente al contexto donde se genera el fenómeno –que no podrá verse todo, como proyectado sobre un plano, sino en relación a la posición del espectador. Ver una organización exige abandonar la ilusión de componer su totalidad a través de las partes, como si no se tuviera relación con ella. Según donde se sitúe el observador, destacará alguno de sus aspectos, al igual que una figura, situada sobre su peana, hay que dibujarla desde diferentes perspectivas; siendo la figura siempre la misma, cada dibujo contemplará sólo aspectos parciales, y todos pretenderán dar cuenta de la totalidad. Ver la organización es pasar a formar parte de un complejo integrado por la organización vista, el que la ve y el modo en (o posición desde) que se la ve. Reconocer que las miradas no pueden ser idénticas no significa situarse en la posición subjetivista adoptada por algunas corrientes teóricas; no se niega que exista la organización: la figura está materializada,
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pero se asume la imposibilidad física de dibujarla a la vez desde todos los ángulos.
Los dos modos de aproximación al fenómeno organizativo dan diferente cuenta según adopten uno u otro criterio de orden, mecánico y causal u holístico. En este último, cada aspecto manifiesta una faceta diferente de la totalidad de la organización, a la que mira desde distinto ángulo. Al incorporar también el contexto desde el que se genera la mirada, cada faceta resulta significativa de la totalidad, pero de manera diferente al resto. Toda manifestación organizativa tiene un significado propio y diferente a cualquier otra; ese significado refiere al conjunto aunque sólo muestre una parte del mismo, la que, a su vez, remite de algún modo a la totalidad -que es la que confiere significado a la parte. Cualquier fenómeno permite aproximarse a la totalidad de la organización, pero, en un contexto diferente, el mismo fenómeno sería portador de distinto significado.
Las dos explicaciones no se contradicen porque el orden global, lejos de excluir la posibilidad de una ordenación causal, la contiene. Por eso algunos fenómenos aparentan ser independientes, separables o explicables por leyes de causación pudiendo, en cambio, verse desde una perspectiva global, más amplia y genérica que la anterior. Por tanto, habrá fenómenos para explicar los cuales puede bastar una relación causal simple que no podrá tomarse como una mala explicación en el contexto
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de la globalidad, sino recurriendo a un orden parcial posible dentro de un orden más inclusivo.
Existen, pues, diferentes criterios de orden, algunos de los cuales se subordinan a otros de rango superior. Por eso, sucesos escolares que tienen una explicación desde una perspectiva micro, la tendrán cualitativamente distinta desde una perspectiva diferente. Como el orden causal no es exclusivo, no satisface buscar sólo una causa. El modelo mecanicista puede ser válido, pero en tanto se refiera a un aspecto muy particular y no pretenda explicar el conjunto o la totalidad; fallará cuando no admita otro criterio de orden cuyos criterios sean más amplios o comprehensivos. El sentido del orden mecánico radica en que hace que los fenómenos parezcan autónomos respecto al conjunto. Por ejemplo, explicar las dificultades de expresión oral desde un orden muy restringido, como una mala escolarización previa, crearía una ilusión de causalidad cuyo sentido iría debilitándose a medida que se adoptaran otros criterios de orden más inclusivos hasta llegar –idealmente– al de la totalidad, desde donde se evidenciaría que la mala escolarización previa no explica las dificultades expresivas en su totalidad.
Las explicaciones que remiten a órdenes de explicación de carácter superior gozan de mayor potencialidad organizativa. La misma idea podría prolongarse diciendo: cuanto mayor nivel jerárquico, respecto a otros, tenga un modelo de organización,
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mayor será su capacidad explicativa y permitirá mostrar mejor la conexión entre diferentes fenómenos que, de otro modo, parecen inconexos. La tendencia a dar cuenta del comportamiento de alguno de los actores de la organización en términos unidimensionales (se acaba de separar, tiene al hijo enfermo, está próximo a su jubilación, etc.) impide ver qué otras relaciones, no necesariamente causales, permitirían construir explicaciones de rango superior, porque las parciales limitan las posibilidades de intervenir, incapacitando a los actores para construir otras respuestas organizativas. La misma expresión ‘institución socioeducativa’, establece ya unos límites aparentes que, por lo general, no se traspasan para buscar explicaciones desde un nivel superior. Aun conscientes de que la institución es un espacio de la realidad social más amplia, cada agente tiende a moverse sólo dentro del marco explicativo definido por esos aparentes límites, de existencia más simbólica que material.
Estas cuestiones sugieren el recurso a una metáfora que permite expresar la peculiaridad relacional de las organizaciones. En un calidoscopio, pequeñas partículas de colores dentro de un prisma, introducido en un cilindro que se hace girar, componen formas distintas. Si sólo hubiera una de esas partículas, la información resultante de su cambio de posición sería muy pobre. Cuantas más partículas coloreadas, mayores las posibilidades combinatorias y la riqueza formal de la figura resultante. Mirar a través del
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calidoscopio sólo permite ver las imágenes que en esos momentos están organizándose y que representan, sin agotarlas, sólo algunas de entre todas las formas posibles; diferentes personas no podrán ver la misma imagen porque el más ligero movimiento la transforma. Los aspectos formales, visibles, aparentes, contienen por sí mismos poca información o información poco significativa; pero una ‘masa crítica’ hará posible otras formas, derivadas de otras relaciones, en parte visibles (la figura simétrica) y en parte no (los espejos, que encerrados en el cilindro exterior componen los ejes de simetría). El sujeto organizativo descubre que al mismo tiempo que constituye la dimensión cultural –agente- es constituido por ella –actor; al borrarse las diferencias con el objeto se encuentra forzosamente implicado en una construcción colectiva.
Cambiar la lógica de funcionamiento de una organización de orden menor, cuando está inserta en otra de orden mayor, aboca a la paradoja de tener que salir de la primera para poder intervenir sobre ella, porque las relaciones que se pretenden para ese orden peculiar han de tejerse en otro ámbito de orden superior; ninguna organización particular podrá explicar el orden superior estando, como está, implicada por él. Precisamente eso explica la necesidad de re-politizar las organizaciones educativas y las conecta con la dimensión pública.
Existen umbrales máximos y mínimos, relacionados con los límites del caso considerado como totalidad. Si el límite es más
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amplio, también lo es el umbral y las posibilidades. Los umbrales no son absolutos, sino que varían en función de la configuración organizativa; cada organización tiene sus límites y, en consecuencia, sus propios umbrales, por lo que ninguna tendría que pretender para sí el mismo procedimiento de construcción que otra de dimensiones estructurales y culturales diferentes. Que una organización incorpore órdenes superiores al ampliar sus límites, justifica la introducción en una cultura de elementos que, procedentes de otras, han sido generados en ámbitos plurales (familia, club deportivo, vecindad, partido político, etc.) Por tanto, la llamada cultura organizativa es, más bien, un complejo de formas culturales propias emergentes de, y sobrepuestas a, otros depósitos culturales. De ahí la preferencia por el plural ‘culturas’ o ‘subculturas’, abandonando un singular que engaña al presuponer cada organización como poseedora de una cultura que la identifica y representa, en lugar de la peculiar configuración de subculturas, alguna de entre las cuales se muestra dominante. La modificación de límites, posible a partir de reconocer la capacidad de incorporar referentes externos, da carta de legitimidad al tratamiento socioeducativo de cuestiones en apariencia ajenas.
El mismo mecanismo introduce también variaciones en la estructura total. La manipulación de los límites, que posibilita mayor riqueza cultural, tiene una inevitable traducción estructural, bien por desplazamiento o por relectura y readaptación cultural de la norma, bien por su ampliación. En último extremo, modificar la
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cultura produce también alteraciones en la dimensión estructural y desplaza la zona de incertidumbre donde radican, además de las contradicciones, las posibilidades de cambio. Dotar de mayor riqueza cultural a una organización la vivifica a la vez que lleva a sus actores a revisar los soportes estructurales sobre los que basan sus actuaciones; incorporar más aportes “externos” predispone a cuestionar la validez o utilidad de unas normas básicas del funcionamiento organizativo que, ahora, pueden resultar insuficientes para contener los nuevos aportes culturales, lo que llevará a cambiarlas, flexibilizarlas, hacerlas más rígidas, generar otras nuevas, etc.
La cultura actúa muchas veces como válvula de escape para los sujetos que viven en la organización y que no podrían soportar vivir sólo desde el cumplimiento estricto de la norma. Si solamente hay una estructura muy fuerte y no hay emergencia cultural, la menor circunstancia que altere cualquier elemento estructural amenazará la vida total de la institución. Las acciones realizadas siguiendo el detalle de la norma (pobreza cultural), tienden a perpetuar las situaciones. Hay normas básicas que regulan los modos de actuación; dado que, por lo general, esas normas demandan respuestas individuales, cada uno tiende a actuar conforme a ellas. El funcionamiento mínimo de una organización culturalmente pobre queda garantizado por su estructura; la inercia de las organizaciones, aunque parezca imposibilitar cualquier cambio, es una cláusula de garantía frente
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a la posibilidad de que se vean modificados componentes que hacen a la identidad; la estructura es esa garantía de estabilidad mínima. En tal sentido, la estructura es necesaria; pero tomarla como referente exclusivo empobrece el funcionamiento organizativo.
Por el contrario, la organización se enriquece con el aporte de elementos procedentes de otros contextos de orden. La capacidad simbólica de las organizaciones educativas funciona como un registro holográfico que dota de significado a fenómenos sociales más amplios; constituye una especie de mediador a través del cual se valoran o interpretan, cargándolos de significado, hechos ajenos a la educación. Pero, por lo general, los agentes creen que han de inhibir o reprimir aquello que entienden impropio de su rol en la organización porque lo consideran ilegítimo; se les ha hecho ver que actuar de otro modo introduciría un elemento de disrupción en el orden (parcial) de la organización. Como consecuencia, es mucho lo que se deposita en imaginarios cubos de basura situados a las puertas de los recintos organizativos, como si cada persona tuviera que desprenderse de ciertos rasgos de su propia identidad por temor a que sean factores de distorsión, en lugar de asumir el valor de su aporte para la vida organizativa,.
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CONFLICTOS ORGANIZATIVOS
Toda organización, al remitir a un fragmento de espacio, tiempo o tareas, sometido a cierta disposición y secuencia, implica un orden. Otro significado se refiere a la conjunción de ideas y actuaciones para lograr determinado propósito. El concepto “organización” nombra estructura o proceso, continente o contenido, el determinante de la acción o sus resultados; con frecuencia, ambos extremos simultáneamente, aunque por lo general, el uso científico o profesional enfatiza el valor sustantivo del término ignorando su otro significado –lo que impide reparar en las posibilidades de asumir una posición agente en la conformación organizativa, pues son los segundos usos los que muestran las organizaciones como artefactos humanos, resultados provisionales de la construcción de un orden que, recíprocamente, determinará las acciones individuales y colectivas de sus propios agentes; pero, en ningún caso, como entes naturales ni lugares prefigurados que ocupar o por los que transitar.
Respecto al término “conflicto”, su significado literal es ‘lucha’, pero por lo general se utiliza en sentido figurado para referirse a desacuerdos. Otra acepción, impropia y sin embargo frecuente, apunta a tendencias contradictorias, a la dificultad de decidir qué hacer o a la imposibilidad de hacer lo que se debería. La expresión “conflicto en las organizaciones” parece presuponer
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que toda organización es, en principio, extraña a los conflictos y, en consecuencia, conduce a considerarlos una amenaza al equilibrio, la estabilidad y hasta la solidez organizativa. A efectos prácticos, en las organizaciones el conflicto se presenta como una especie de patología cuya emergencia debe impedirse; esa creencia conduce a intentos persistentes, aunque siempre infructuosos, de reducir cada conflicto hasta hacerlo desaparecer para retornar a la situación original. Por contra, una interpretación más ajustada a otros significados de organización da a entender que en éstas, por su propio carácter, siempre habrá contradicciones, desacuerdos o disputas en relación con las posibilidades de lo que se disponga hacer o los medios empleados. Reconocer y aceptar el conflicto como aspecto constitutivo de las organizaciones refuerza política y profesionalmente a sus actores, a quienes predispone para asumir mayor protagonismo. El conflicto organizativo, en consecuencia, debe ser positivado.
Lo dicho para la generalidad de las organizaciones afecta también a la particularidad de las educativas; pero, siendo éstas el objeto de la indagación en este texto, cabe preguntarse ¿de qué están hechas para que sea inevitable que surjan disputas en su seno? ¿Dónde se inscriben los desacuerdos? En último extremo, ¿qué es eso que se supone debería ser hecho y sin embargo resulta difícil decidir o imposible hacer? Todas estas cuestiones remiten a
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preguntarse si acaso y en qué medida son las propias peculiaridades organizativas de las instituciones socioeducativas las que explicarían sus conflictos y qué posición adoptar, en tanto que agentes, para enfrentarlos. El enunciado de las preguntas sugiere que las organizaciones educativas son encrucijadas de conflictos. Desde aquí se defenderá que es precisamente su condición conflictiva la que hace posible la educación y, dependiendo de la situación frente a los conflictos, permitirá también a la organización, y a la educación misma, ser más democráticas.
En definitiva, el tratamiento de los conflictos organizativos en las instituciones educativas ha de consistir, antes que cualquier otra respuesta, en elucidarlos, condición sin la cual resultará imposible adoptar plenamente una posición educacional. Como muestra de esa tarea responderé brevemente algunas preguntas relacionadas con las afirmaciones anteriores tratando, con cada respuesta, de ilustrar que el tratamiento de las complejas cuestiones organizativas ha de renunciar a las falsas simplicidad y fragmentación a que tan mal nos ha acostumbrado la orientación tecnológica.
Si el conflicto, como se afirmó antes sin llegar a argumentarlo, no se introduce en la organización sino que emerge de ella, ¿de qué está hecha para que ocurra así? Resulta fundamental comprender, en primer lugar, que la dimensión material de las organizaciones no consiste, como pudiera creerse,
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en personas y objetos, sino en relaciones. Las personas de una organización pueden cambiar; pero cuando unas dan paso a otras, en el edificio organizativo subsisten formas de relación que, cristalizadas y codificadas, presidirán las actuaciones de sus futuros miembros con independencia de quiénes sean éstos; de ahí procede la relativa estabilidad y permanencia de las organizaciones. Ese tipo de relaciones, tan firmes que se mantienen más allá de aquellos a quienes afectan, se ven, sin embargo e inevitablemente, complementadas y modificadas por otro tipo de relaciones que emergen de la mera presencia de personas diversas, se tejen en torno a las anteriores y, a diferencia de ellas, resisten a toda codificación y formalización (en caso de producirse, generaría reacciones imprevisibles entre los sujetos de la organización). De ahí que pueda hablarse de lo organizado y lo organizante como dos aspectos presentes en toda organización de manera simultánea: Lo organizado consiste en reglas y relaciones codificadas, en cuya trama nos insertamos al vincularnos a la organización; lo organizante es la capacidad para vivir de modo particular y peculiar en ese marco y, por lo tanto, deformarlo (y reformarlo) hasta cierto punto. La dinámica entre ambas explica que la organización se vea sometida sin interrupción a cambios protagonizados por los actores, aún siendo éstos, la mayor parte de las veces, inconscientes de su papel activo ni del sentido de las transformaciones. El conflicto es inherente a las organizaciones porque éstas no son construcciones ajenas a quienes las recrean y
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dan vida; la decisión de para qué sirvan las organizaciones y cómo conseguirlo no es ajeno a quienes contribuyen, ellos mismos, a hacerlas.
¿Qué peculiaridades de las organizaciones educativas explican sus conflictos? Aunque son varios los elementos diferenciales, el tema que nos ocupa autoriza a centrarse, básicamente, en uno. A diferencia de otras organizaciones, en especial las productivistas cuyo formato se ha impuesto como modelo universal, las educativas no tienen una clara definición de sus metas; por el contrario, éstas son múltiples, imprecisas o ambiguas y contradictorias. No puede ser de otro modo puesto que la educación, finalidad en la que prácticamente todos podrían coincidir, alberga muchas concreciones posibles; cuanto más se pretenda precisar en qué se traduce, más fáciles surgirán los desacuerdos. Por eso puede decirse, sin matiz peyorativo alguno, que el término es ideológico, en el sentido que remite a una serie de creencias fundamentales no siempre susceptibles de ser racionalizadas; pero la ideología se muestra también en consecuencias operativas porque actuamos de acuerdo a esas creencias, manifiestas siempre en las formas de materializar la educación. Eso no es de por sí negativo; pero, para construir con solidez fundamentos que permitan abordar la vida desde una creciente autonomía, los centros educativos han de llegar a ciertos acuerdos sobre procedimientos que remiten a creencias básicas o
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principios ideológicos distintos. En otros términos, el funcionamiento organizativo básico de las instituciones educativas radica en el intento permanente de resolver las contradicciones derivadas de la ambigüedad de sus metas, proceso éste más tarde identificable, precisamente, con la construcción de la democracia organizativa. Es conveniente insistir en que el peculiar carácter de las metas en las organizaciones educativas no es déficit ni incorrección, sino una característica propia que las instala en una indeterminación sin la cual sería imposible el hecho educativo, que nunca podría cumplirse si las metas estuvieran tan determinadas que sólo admitieran su cumplimiento en términos precisos, resultando una homogeneidad excluyente de toda construcción subjetiva. Por contra, las organizaciones educativas han de formar individuos capaces de disentir; para cumplir el peculiar encargo de asumir un protagonismo enriquecedor de la vida colectiva, habrán de incorporar (en el sentido más literal de hacer parte de su cuerpo) ciertas tensiones y contradicciones básicas. Así pues, el conflicto no sucede a la constitución de la institución educativa sino que la acompaña y se encarna en sus organizaciones; por extensión puede decirse que también es lo que les da sentido educativo.
¿Por qué se lucha en las organizaciones? Recuérdese que la capacidad organizante de sus miembros se traduce en la pugna por definir y precisar con sus propias acciones la ambigüedad de
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las intenciones educativas; pero esa tendencia se enfrenta al obstáculo de lo organizado, aspecto estructural integrado por relaciones firmes y estables, ligadas a un soporte normativo -a diferencia de las más fluidas, heterogéneas y resistentes a la formalización, propias de lo cultural. Todo conflicto es un asunto de límites entre esas dos dimensiones, propias de cualquier organización. Las asignaciones a cada una se refieren a recursos (educativos) y materiales, espacios y tiempos, roles y estatus, etc.; pero también, en el caso de las socioeducativas, a oportunidades laborales futuras, materialización de los supuestos educativos básicos, capacidad de decidir respecto a orientaciones, etc. Quienes reivindican su parte en la asignación son los públicos de la educación, que se pueden definir, siguiendo a John Dewey, como el conjunto de aquellos que resultan indirectamente afectados por las consecuencias de la acción de terceros. En este sentido, los públicos de la educación están integrados por todos sobre los que recaen las consecuencias de las instituciones educativas; estos sectores, cada vez mayores debido a la extensión y el impacto de la trama institucional, son públicos potenciales emergentes a quienes sólo falta, para serlo plenamente, que los individuos integrantes reconozcan su identidad colectiva y se articulen entre sí. Una vez cumplido ese paso cada nuevo público reivindicará la aplicación de otros criterios de distribución que se superponen y entrecruzan, entre sí y con los preexistentes. Pero tales criterios son distintos, no sólo porque están formulados por
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públicos diferentes, sino también, y sobre todo, en razón de cómo queden afectadas por los criterios de distribución las que Michael Walzer llama ‘esferas de la justicia’, particularmente la privada y la pública: desempleados, inmigrantes, organizaciones no gubernamentales, mujeres, trabajadores, empresarios, etc. son nuevos públicos afectados por criterios diferentes para la distribución en las esferas de la educación, la salud, el trabajo, la paz, los bienes materiales, el ocio, etc. Para cada esfera existen instituciones de distinto rango, extensión y naturaleza cuyas lógicas o criterios de orden difieren, bastando la presencia simultánea de dos de ellos para que emerjan conflictos. Todos ellos, no obstante, se entrecruzan en las instituciones socioeducativas, la distribución en las cuales está regida por diferentes lógicas (laboral, administrativa, institucional, social, educativa, etc.) cuyos límites de confluencia son variables. En las organizaciones se lucha por redelimitar la acción de unas y otras esferas y redefinir los criterios de justicia distributiva que deben presidir las asignaciones.
¿Dónde se inscriben los desacuerdos? Los conflictos no sólo se refieren a las metas; en buena medida emergen de las relaciones tejidas en la vida social, debidas a las posiciones ideológicas de los agentes y a los derechos reivindicados por los diferentes públicos. Pero, como aquello que posibilita una vida en común es la existencia del lenguaje, es en la comunicación en el seno de las
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organizaciones donde más se ponen de manifiesto acuerdos y desacuerdos. La comunicación misma es siempre producto de algún desacuerdo (Beltrán, 2000) y pretender que pueda no ser conflictiva implica banalizar sus contenidos, hacer que los vehículos lingüísticos pierdan significación (¿qué sentido tendría comunicarse si todos los que intervienen supieran exactamente las mismas cosas y las definieran en los mismos términos?); toda comunicación que se pretenda ajena al conflicto ignora que la asociación de significantes y significados los somete a transformaciones conducentes a su progresiva complejidad.
Las instituciones materializan un orden primario; la comunicación representa otro sistema de orden, secundario, cuyos criterios formales están incorporados en las reglas organizativas. Es impensable que la estructura de las organizaciones impida cualquier comunicación; pero condiciona sus posibilidades con otros públicos, organizaciones o instituciones sociales. Desde este punto de vista, el conflicto está asociado a la dimensión estructural de la organización. Pero, puesto que existe también una comunicación informal, asociada a los matices introducidos por la presencia simultánea de agentes organizativos diversos, el conflicto, además de ser relativo a los códigos normativos, es inherente a la expresión de las diferencias y se vincula, adicionalmente, a la cultura.
Conflicto y desacuerdos se inscriben en la trama tejida entre las dimensiones estructural y cultural de las organizaciones; en las
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siempre infructuosas pretensiones normativas de reducir las diferencias y sus siempre frustrantes intentos de que se las reconozca y acepte. Paradójicamente, la comunicación pone de manifiesto la imposibilidad de un orden absoluto.
¿Qué es eso que, se supone, debería ser hecho, pero resulta difícil decidir e imposible hacer? El proceso organizativo no se origina en un primer impulso estructural o normativo al que seguiría un prolongado movimiento inercial; más bien se debe a los enfrentamientos y tensiones producto de la diferenciación cultural sometida a estructuras homogéneas que intentan seguir manteniendo relaciones jerárquicas. La dinámica organizativa tiene como motor las acciones y reacciones de los agentes, cuya identidad profesional y laboral, forjada bajo las condiciones estructurales de la organización, se siente amenazada ante las variaciones de los marcos normativos; por eso tienden a conservar sus propias posiciones o bien a incrementar sus cuotas de poder: posibilidad de definir o acotar con acciones propias el campo de las actuaciones de los otros. Toda organización, como trama compleja de relaciones, resulta especialmente sensible para albergar o promover el poder -él mismo una cierta forma de relación. Es un prejuicio extendido que el poder esté en manos sólo de algunas personas; nadie, por sí solo, posee poder, porque éste no consiste en un atributo personal sino en una resultante de la organización colectiva, es decir, un peculiar hecho relacional
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cuyo vínculo se basa en la dominación /sumisión. De modo que a toda forma de poder, inscrita en un campo de actuaciones, le corresponde un contrapoder.
El intento de imponer al resto sus propias convicciones o decisiones es paradójico en educación, cuyo cometido es procurar el paso de la heteronomía (dependencia de la norma) a la autonomía (protagonismo en la elaboración de la norma); ello obliga a considerar dónde se encuentra, en las organizaciones, la capacidad de acción y determinación de las acciones de los otros, a fin de devolver su auténtico sentido a las instituciones educativas. Lo particular de éstas es, precisamente, que se funden sobre una pretensión educativa o, si se prefiere y como ya dijimos, que tengan a la educación como meta. La educación también es una relación, pero de una clase muy especial porque iniciándose desde la asimetría de poder tiende, progresivamente, a recortarla: la relación educativa se cumple en la medida en que se reduce el diferencial de poder entre los sujetos relacionados. Debido a esa particularidad, las organizaciones educativas, orientadas a la redistribución de poder, sin embargo lo generan, conservan o acrecientan en y por los propios formatos organizativos, reforzándolo mediante la misma diferencia que justifica unas intervenciones educativas, paradójicamente siempre insuficientes o insatisfactorias.
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¿Cómo, en tanto que agentes socioeducativos, abordar los conflictos organizativos? La exclusión es un proceso central al conflicto y a la organización social del poder: puesto que las exclusiones se materializan incorporándose en reglas y regulaciones, tanto el dictado de las normas como su interpretación se convierten en el objeto clave de las luchas por el poder. Las organizaciones educativas son algunas de las formas concretas en que, según mostró Castoriadis, la sociedad se instituye a sí misma. Lo que define una realidad institucional son las normas jurídicas; luego las organizaciones, como partes de alguna institución, basan su funcionamiento en reglas legislativas, por lo que son la resultante de ciertos conflictos externos, a la vez que desencadenantes de otros internos. En cierto modo, la sociedad al instituirse desplaza el conflicto social general y lo particulariza encauzándolo en el seno de las organizaciones; la institución educativa obedece, sin embargo, a la finalidad de limitar progresivamente la ampliación del número de excluidos y los criterios de la exclusión, siendo su desafío combatir la exclusión de más personas y aspectos de acción, discurso o pensamiento sobre los cuales establecen su licitud en función de sectores sociales. Es justamente en esos ámbitos donde cabe emplazar el tratamiento del conflicto.
Con relación al ámbito discursivo, hay que hacer un esfuerzo por situarse en los márgenes o en el exterior del lenguaje instituido a fin de poder decir lo indecible; eso sólo será posible
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en la medida en que nos veamos forzados a nombrar pensamientos o prácticas también, en consecuencia, hasta entonces inefables. El lugar por excelencia para esos intentos corresponde a los espacios y mecanismos de su anudamiento en relaciones de poder. Las organizaciones disponen, al menos, de dos vías para albergar o incrementar poder: la acumulación diferencial (se tiene más poder cuando la distribución es desigual, correspondiendo a unos más que a los otros) y la dislocación (trasladar propiedades o cualidades propias de unos ámbitos, a otros; por ejemplo: la fuerza física, la autoridad, los conocimientos o habilidades, etc.). La asignación desigual de espacios o materiales, pongamos por caso, permite que se genere una asimetría conducente a acumular poder; el uso de la autoridad administrativa para decisiones de orden educativo, o el de la autoridad profesional para negar o minimizar la voz de otros interlocutores, conduciría a lo mismo. Los lugares en que se enquistan los nódulos de poder corresponden a espacios a cuyos ocupantes se les autoriza o tolera la formulación unilateral de criterios distributivos.
De manera muy esquemática, abordar el conflicto de una organización educativa significa positivarlo, dilucidarlo, identificar las lógicas cuya presencia simultánea lo genera, sustituir la pretensión de un orden absoluto haciendo explícitos los criterios y límites para su actuaciones y criterios, reducir las
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exclusiones, cambiar los discursos y abordar nuevas prácticas, disolver los núcleos de poder y, asumiendo que la educación nos emplaza frente a una imposibilidad, utilizar el incremento de autonomía de que provee para recuperar cotas de democracia.
Remitir la restauración democrática en el seno de las organizaciones a su naturaleza conflictiva sitúa a ésta en un plano relevante sacándola de su condición de generadora de subproductos indeseados. Por el contrario, priorizar uno de los términos de los pares consenso–conflicto, estructura–cultura, jerarquía–control, es permanecer atrapado en la trampa tendida por un modelo mecanicista que considera al todo comprensible sólo mediante el análisis de sus partes. La etimología del término política, relativo a la polis como ámbito del ejercicio de la ciudadanía, de la pertenencia a una comunidad de libres e iguales, redimensiona la construcción organizativa como un proceso político y reduce las pretensiones de despolitización de los órdenes educativos a cantos de sirenas tecnológicas.
Pero, en algún momento tienen que haberse fundado los mínimos acuerdos en torno a los que agruparse y a los que aferrarse para dar orientación y sentido colectivo a la tarea educativa. La clave está en que ese hito fundacional sólo conduce a un pasado mítico como recurso expositivo, puesto que se recrea permanentemente a través de cada acto mediante el cual reinventamos organizaciones en que nos proyectamos insertando nuestras acciones individuales en criterios de orden aceptados
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colectivamente; cada uno de esos momentos recrea nuestra condición de libres e iguales o, por el contrario, nos inscribe en una trama de relaciones en las que sometemos al resto o acatamos su dominio. Las relaciones de poder, en la medida en que no pueden ser totalmente eliminadas, deben ser, cuanto menos, enfrentadas y desafiadas, lo que, sin duda, significa conflicto.
El conflicto puede verse, en consecuencia, como resultado de un proceso de fundación de una comunidad de iguales o también, en su carácter de inicio, de supuesto de partida para ese permanente ejercicio fundacional. La democracia organizativa consiste en ese proceso, siempre renovado, de reconstrucción de nuestras instituciones; no es, por tanto, un resultado, una nueva estructura normativa ni un régimen de gobierno, sino el conjunto de acciones que, como agentes institucionales, emprendemos para construir y hacer posible nuevos espacios de libertad e igualdad en que podamos compartir un sentido colectivo, sin que ello implique renunciar a la expresión de nuestras diferencias. En este sentido la democracia se opone a cualquier acumulación de poder, relación entre desiguales que, fundada en la desigualdad, la perpetua. La particular importancia del conflicto en las instituciones educativas se deriva de que la educación sólo puede construirse previo reconocimiento del derecho a manifestar disensos; es más, uno de los criterios últimos de su logro
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progresivo es posibilitar a todos los sujetos la expresión adecuada del disenso.
De ahí que se haya podido decir, como hizo Pietro Barcellona entre otros, que la democracia es inseparable del conflicto. Las decisiones tomadas democráticamente no disuelven el conflicto sino que lo redefinen, lo inscriben en nuevos parámetros, lo desplazan restringiéndolo o ampliándolo a otros ámbitos; así debe ser, puesto que su absoluta disolución sólo implicaría uniformidad ideológica y poder absoluto. La democracia inaugura una forma del ejercicio de la política en la cual se reconoce la presencia del conflicto; según Chantal Mouffe, éste significa una renuncia expresa a cualquier otro modo de hacer política que pretendiera eliminarlo e imponer un nuevo orden mediante el recurso a la autoridad. Para hacer posible encauzarlo, como se preconiza, es preciso articular vías que sirvan tanto para expresar el disenso como para conservar y transmitir los consensos. Como Hannah Arendt acostumbraba recordar, la existencia del lenguaje ya pone de manifiesto que compartimos un mundo; el conflicto nos muestra la necesidad de seguir hablando para ampliar ese mundo compartido o los términos en que lo compartimos.
Se ha querido hacer del término conflicto una abstracción que nombrara el puro antagonismo, pero no es así; no existe el conflicto en abstracto sino conflictos plurales cada uno de los cuales es la forma concreta en que en ese momento particular, en
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esas circunstancias y para esas personas se expresa su crecimiento como sujetos sociales; la forma concreta en que recreamos un orden que nos cobijará y del cual nos sentiremos protagonistas colectivos, reservándonos en consecuencia la capacidad para desafiarlo y reconstruirlo, también colectivamente. El conflicto no es un obstáculo al desarrollo democrático de la educación, porque la democracia no es otra cosa que un permanente proceso de abordaje de los conflictos. Sin conflictos no hay posibilidad de construcción democrática.
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EL DESORDEN EXIGIDO POR EL PRINCIPIO DE IGUALDAD
El problema de organizar institucionalmente la educación lo es, también, de distribución justa. La justicia de la distribución queda garantizada, o protegida al menos, por normas que, a su vez, establecen límites declarando lícito sólo lo inscrito en ellos, por lo que las normas se vuelven autorreferentes. Aun cuando la institución dé respuestas insatisfactorias, situarse fuera de la misma será, en consecuencia, una transgresión legalmente sancionable. ¿Puede existir una norma que incite a la continua trasgresión, cuyo dictum sea poner bajo sospecha toda norma, erigiéndose en protagonista de su redefinición? Eso es lo que, en cualquier caso, cumple a la educación institucionalizada, cuya pretensión es que todo individuo alcance “auto-nomía”, capacidad para hacer ‘sus’ normas, aunque esto pueda también significar, como en su versión más extendida, tomar la norma externa como propia, haciéndola suya. El formato “moderno” de la educación institucional ha estado orientado precisamente a esa misión adaptativa, integradora o conformadora; de ahí su fracaso sucesivo en verse legitimada por una autoridad divina o por la tradición, razón o ciencia.
Desde la renuncia a momentos ‘fundacionales’, sin embargo, se prescinde de cualquier autoridad que no proceda de una atribución acordada, siempre sometida a ‘falsación’. En
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apariencia esto crea más problemas que soluciona, porque exige rehacer los acuerdos respecto a la atribución. Si, además, éstos han de generarse entre quienes aceptan como punto de partida sus diferencias, porque rechazan la existencia de algo común que les subyazca o se sitúe sobre ellos, ¿cuál o cuáles pueden ser los procedimientos para llegar a construir algo común? Esta pregunta implica un cambio importante en los modos de encarar una tarea educativa que ya no parta de posiciones acerca de principios, sino de la construcción colectiva de procedimientos encaminados a construir mundos posibles. Pero toda cautela es poca para que los procedimientos no conduzcan a restaurar una heteronomía a la cual se había renunciado: el resultado de la tarea educativa no puede restablecer un nuevo fundamento universal para la autoridad (aunque se le llame “conocimiento”) allá donde se había puesto al descubierto su vacío.
El problema que se plantea es de sentido y no de verdad. Y el sentido de la educación radica en una doble necesidad: la de cualquier conjunto social de socializar a sus nuevos miembros en los acuerdos que rigen su organización y la de darles posibilidad de transformar esos acuerdos para rehacer sus relaciones en modos progresivamente más fluidos, justos y satisfactorios para todos. La educación se deriva de la necesidad de aprender la trama de relaciones, más o menos complejas, con que los seres humanos se vinculan entre sí y con la naturaleza a fin de que su vida sea una vida buena.
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Desde la perspectiva de los educadores, la situación descrita es compleja. Su posición de mediadores entre esos acuerdos (costumbres, hábitos) y los nuevos miembros de la sociedad ha quedado distorsionada a lo largo del tiempo por la interposición de otros supuestos, las más de las veces también fundacionales. Cuando el racionalismo moderno situó ciertos conocimientos y las formas de validarlos como fuentes de autoridad dio paso a que los educadores mismos asumieran la auctoritas, bien fuera por delegación de la potestas gubernativa, bien apropiándose de la otorgada a esos conocimientos, de los que se erigían en máximos representantes. El tan extendido como simplificador triángulo didáctico tradicional, cuyos vértices los forman educador, alumnos y materias (o conocimiento), se ha ido desequilibrando sucesivamente desde el conocimiento a sus poseedores y finalmente incluso a los alumnos o sus progenitores. En cualquiera de los casos, se cumple la tautología de unos formatos sociales de la educación justificados en argumentos elaborados e implantados en las propias instituciones educativas. La relativamente reciente apelación psicológica a la naturaleza del desarrollo infantil o a los procesos cognitivos es sólo la última edición de esos viejos argumentos. Pero el bastión del naturalismo, donde se refugiaban los defensores de la desigualdad de la inteligencia o el talento y, en consecuencia, de la distribución diferencial en otras esferas de la justicia, difícilmente puede soportar por sí solo los embates anti-fundacionales de los
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últimos desarrollos críticos de la modernidad (para algunos, ‘modernidad tardía’ o ‘post’); de ahí sus alianzas con formas políticas, económicas, religiosas, etc. que deben también ser abordadas aunque no sea este el momento para hacerlo.
Asumida, pues, la diferencia en lo que hace a educadores, educandos y un conocimiento carente de naturaleza propia, al quedar redefinido como resultante de tensiones disciplinarias ¿cuáles pueden ser las vías para evitar que la distribución de las diferencias se transforme en desigualdades? En primer lugar, haciendo que la distribución se refiera al acceso a las oportunidades educativas y no al conocimiento. En segundo lugar, no haciendo a las instituciones educativas las únicas responsables de una distribución cuyas desigualdades tienen que ver con la acumulación de capital cultural (Bourdieu). En tercer lugar, buscando que la socialización en instituciones educativas provea, en condiciones de igualdad, experiencias no discriminatorias de identidad y diferencia. En cuarto lugar, si la posesión de determinados conocimientos conduce a la distribución desigual o injusta en otras esferas, la institución educativa debería ocuparse en cómo canalizar las experiencias a través de conocimientos no disciplinares. En quinto lugar, el periodo de socialización en instituciones educativas ha de diversificar las oportunidades para el progresivo ejercicio de la autonomía; justamente al contrario de lo que hoy sucede: la extensión del periodo de hetero-nomía conduce al abrupto reemplazo de una auto-nomía, desarraigada de
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la experiencia, por la a-nomía frente a un sistema normativo establecido por quienes, tal vez, una distribución injusta ha posibilitado ocupar posiciones desde donde se dicta la norma prescindiendo del otro.
El reconocimiento del otro ¿no es un modo de fortalecer mi identidad? ¿Cómo puedo reconocer la alteridad si no es a partir de reforzarme frente a ella? Donde los contrarios se encuentran, alteridad es identidad o viceversa. Quizá por eso sean términos que nunca satisfacen plenamente. La identidad sólo tiene sentido dentro de un sistema de pensamiento basado en la lógica aristotélica. Dicho de manera más irritante: la alteridad, como la identidad, están emparentadas con la exclusión.
La identidad es un cierre categorial y también espacial: supone un límite que excluye a los de fuera sin obligar siquiera a la participación de los de dentro, quienes por ello pueden también ser ignorados (ostracismo) o arrojados (desterrados). Desde el punto de vista del adentro, el afuera ni siquiera existe, a menos que se reconozcan e identifiquen los límites y, en consecuencia, la arbitrariedad del criterio de delimitación.
El sentimiento de alteridad proviene de sentirse mirado; no ignorado. En esa mirada, el otro se reconoce como tan semejante a uno que podría ser él mismo (luego ya no es otro) o bien como tan diferente que le resulta desacostumbrado causándole asombro. Pero la extrañeza no es todavía una amenaza a una identidad que, al fin y al cabo, tiene algo de teocrática: “soy el que soy”. El otro
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pasa a considerarse enemigo cuando se le estigmatiza proyectando en él todo lo que uno mismo ha de negarse para seguir manteniendo la ilusión de inmutabilidad, propia de los incluidos; conviene, pues, el extrañamiento: apartar de sí al extranjero remitiéndolo fuera de los límites.
¿Qué se obtiene, de la inclusión o pertenencia, que implique negación o represión del otro? Inclusión, pertenencia, mismidad ¿de quién y en qué? La pretendida seguridad de permanecer en el interior de límites de salvaguarda es provisional y no protege de amenazas desconocidas e incognoscibles. Los límites aberrantes de la exclusión se erigen con barreras sociales, culturales, económicas y materiales; al poner de manifiesto el mecanismo de su construcción, tales límites se demuestran efecto de luchas sociales; no su causa.
El otro es la condición de la identidad del ‘sujeto’. La atribución de culpabilidad al primero nace de un sentimiento de amenaza a la pertenencia gregaria del segundo. La culpa del otro no está en su alteridad: por el contrario, excluye reconocer la fragilidad de los límites. Exclusión, alteridad y pertenencia están asociados: al ser de tal lugar, el país le pertenece; al ser de tal religión, su dios le pertenece; al ser de tal color, la belleza le pertenece. Lo que, a la inversa, puede leerse como que uno “pertenece” a tal país, religión o criterio estético: ha sido elegido por ellos y si deja de pertenecerles perderá tierra, promesas de redención, convertirse en objeto de deseo. Perderá,
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paradójicamente, lo que de todos modos no tiene -a menos que lo posea por la fuerza, incluso de ley; por conquista; por herencia).
Los límites quedan, pues, definidos por aplicación de un criterio primero, juicio previo que sanciona la exclusión. Pre-juicios que cristalizan formas de lo pensable, decible y factible delicadamente construidas y amparadas por la trama de las instituciones. Es imposible pensar, decir o hacer de otro modo porque existe una barrera legal protectora, establecida por mecanismos normativos (prescriptivos) -de ‘normalización’ (estadística).
La socialización en los dispositivos de la exclusión se vincula a la difusión y asimilación inconsciente del prejuicio, a su naturalización; pero si la socialización tiende, paradójicamente, a la autonomía, como se pide a la educación, ésta, en contra de lo que sostiene Hannah Arendt, puede jugar también el papel opuesto, porque en ese caso, el contenido y las formas de la socialización. Volviéndose públicas, se exponen a la mirada y la crítica abierta de todos. De ahí que alteridad, exclusión, prejuicio, sean formas de relación y no actitudes morales individuales; son prácticas sociales reproducidas por mecanismos de socialización no racionales, que se introducen e instalan en la esfera de lo privado o lo íntimo. La organización de la convivencia exige mínimos de homogeneidad; pero no de integración forzosa, sino de implicación desde la autonomía. El mercado, por ejemplo, constituye un marco unitario que presupone la posibilidad,
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definida desde el derecho como igualitaria, del ejercicio de la libre competencia; pero, al mismo tiempo, se construye y mantiene desde la desigualdad de facto relativa a los bienes y capacidad de acceso a ellos. Las instituciones educativas son un ejemplo de otro orden, porque han de posibilitar la superación de las desigualdades de partida, aunque ello dé cuenta y se resuelva en diferencias, pero no en mayor desigualdad. En la práctica, sin embargo, situados en un entorno que hace de las desigualdades virtud, suelen ambas asimilarse o, con iguales efectos, las diferencias se ponen al servicio del mantenimiento o la producción de desigualdades. El cruce de esas dos esferas refuerza la legitimidad de cada una: cuando la institución educativa se mercantiliza, las diferencias explican la desigualdad; cuando el mercado se pretende educador (o socializa potentemente), las desigualdades recogidas por el derecho, pasan a justificarse como derecho a la diferencia.
No hay por qué concluir que el incremento de la pluralidad conduzca inevitablemente a un aumento de la conflictividad social, puesto que la diferenciación, al contrario que la desigualdad, no implica jerarquía; aunque, con frecuencia, la desigualdad se justifique desde la diferencia, produciendo la interesada confusión que empareja diferencias culturales y desigualdades sociales. Aquí es donde interviene la ciudadanía, entendida no como reconocimiento de derechos sino resultante de la creación y sostenimiento de condiciones de vida justas.
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La ciudadanía es una noción abstracta que iguala las particularidades disolviéndolas. El marco legal o fuerza o impide la integración de minorías, porque los criterios de inclusión /exclusión se cruzan con otros (económicos o culturales: ablación, divorcio, velo islámico, escolaridad obligatoria, etc.) junto a los cuales se van tejiendo legalidades. Por otra parte, el tratamiento jurídico de las minorías puede concluir en prácticas de discriminación (incluso “positiva”) conducentes, potencialmente, a la estigmatización.
Aunque todavía se reclame la unicidad de un espacio público cuya concepción remite, cuanto menos a los inicios de la Ilustración, es cada vez más apreciable el requerimiento de esferas públicas plurales donde adquiera sentido el ejercicio de la autonomía desde la diferencia. Como esas nuevas esferas públicas han de estar, forzosamente, en intersección, la clave de su existencia plural radica en que aplicar criterios de diferencia en una no provoquen desigualdad en las otras, por ejemplo entre asistencia pública y mercado; mercado y empleo; empleo y propiedad; propiedad y justicia; justicia y educación, etc. El asunto de la ciudadanía, en consecuencia, se inscribe en términos de relación entre esas esferas, la inserción o adhesión de los individuos al seno de las cuales queda librada a una autonomía que la educación ha de ocuparse en cultivar.
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Los conflictos no se extinguirán, como querrían los ingenieros sociales; habrá que esperar, por el contrario, su permanente renovación en formas con toda probabilidad distintas. La voluntad democrática no se dirige al intento de reducirlos sino a canalizarlos trazando cauces a las formas de su expresión. Es el espacio de la política, más allá de la civilidad (o de la sociedad política frente a la sociedad civil), que implica la necesidad de encontrar nuevas formas de construcción de la ciudadanía y nuevos modos para su expresión, que convoquen a los excluidos para articularse en proyectos comunes, respetuosos de sus particularismos pero capaces de trascenderlos, sin anularlos, integrándolos en un marco, más amplio y común, a partir del cual transformarlo evitando erigirlo en un límite infranqueable.
El respeto a la diferencia, como tampoco el igualitarismo, son valores absolutos. Lo particular es condición de existencia de lo universal, y viceversa. El derecho a la diferencia no extingue el derecho a la igualdad, ni éste el derecho a la justicia. La ciudadanía es el derecho a tener derechos; no sólo a poseer, sino también a rechazar. Al igual que la concepción territorial de ciudadanía está siendo utilizada por el capitalismo trasnacional para burlar derechos laborales universales, otros conflictos actuales se definen por el mantenimiento a toda costa de una homogeneidad incapaz de albergar pluralidad, por obligación de someterse a una ley general respecto a la cual las personas se
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mantienen heterónomas, en lugar de defender la autonomía de un sujeto colectivo, instituyente, auto-organizante.
La satisfacción del derecho a la educación suele asociarse de forma naturalizada a ciertas instituciones. Sin embargo, no resulta evidente el modo en que éstas lo hacen efectivo, puesto que diferencias sociales, desigualdades económicas, diversidad étnica, sexual o religiosa se siguen plasmando en sus prácticas con una frecuencia mucho mayor de la deseable. No se trata tan sólo de la escuela, sino de otras formaciones organizativas a las que se atribuye el deseo, cuando no la cualidad, de que jueguen un papel educativo: la familia, los internamientos, la sanidad institucionalizada, incluso el ejército. En lo que respecta al sistema educativo, junto al discurso explícito que lo refiere puede identificarse, otro, encubierto o ideológico, que justifica a diferentes agentes sociales para estirarlo, forzarlo y retorcerlo por hacerle rendir beneficios particulares que, al mismo tiempo, encubre presentándolos como universales. Así, las instituciones educativas dan cuenta fiel de la sociedad que las sostiene al mismo tiempo que contribuyen a conformarla. En consecuencia, es importante recuperar en el presente la reflexión relativa a algunos de los principios que originalmente formaron parte del paisaje de fondo sobre el que se destacó la figura de la entonces llamada ‘instrucción pública’ y de las luchas por su universalización. Conviene rescatar hoy esos planteamientos
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porque la progresiva disolución de lo que nos ha constituido conduce a la falta de reconocimiento de nosotros mismos como colectivo y, por ende, a la ruptura de los vínculos sociales cuya construcción y consolidación fue uno de los encargos depositado en la institución educativa por excelencia. Hoy, más que en toda la Modernidad, es necesario contar con instituciones fuertes que enmarquen nuestras acciones, dotándolas de orientación compartida, como vía para crear y consolidar espacios públicos, articulados entre sí, en el seno de los cuales nos reconozcamos capaces de emprender tareas desde la autonomía, en lugar de abandonarnos a la fuerza de un destino prefijado por cualquier otra autoridad moral o política. Las educativas son de esas instituciones en que el principio de la igualdad ha tenido, y es de esperar que siga teniendo, una decisiva importancia para la conformación de las subjetividades.
La igualdad es una propiedad de las relaciones sociales que hace a los términos de la relación intercambiables entre sí sin repercutir en una distribución injusta de los beneficios o cargas implicadas. En consecuencia, la igualdad no es un principio abstracto y absoluto ni, viceversa, un derecho contingente y relativo; además, no se trata de una actitud moral individual, sino que remite a prácticas sociales. De ello se deriva que es posible aprender a relacionarse en términos de igualdad y a exigir que las relaciones se inscriban en términos igualitarios.
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Todas las relaciones interpersonales ¿son susceptibles de demandar para sí la condición de iguales? En todo caso, ¿de dónde deriva esta característica? y ¿por qué definirla como una propiedad de las relaciones sociales? Como Dewey mostró en La opinión pública y sus problemas, las consecuencias de algunas relaciones sociales sólo afectan a sus agentes y de ellas decimos que se inscriben en el terreno de lo privado; pero pueden darse otras relaciones cuyas consecuencias afectan a terceros, conformando una dimensión pública. Las relaciones privadas pueden establecerse en términos no igualitarios sin que ello implique una distribución injusta, puesto que “justa” no significa idéntica; en cambio, las relaciones situadas en el ámbito de lo público sí han de gozar todas ellas, necesariamente, de la propiedad de la igualdad porque, aunque los agentes llegaran a consentir en las consecuencias desiguales que tenga esa relación sobre sí mismos, otros podrían resultar injustamente tratados.
A modo de ejemplo simple, uno de los aspectos de la relación establecida entre María y Juan es la regularidad en el consumo por parte de ambos. Hasta aquí carecemos de argumentos para definir esa relación como igualitaria. Un dato puede ser que el coste sea siempre a cargo de uno de ellos; pero, en cualquier caso, aún esa desigualdad se trataría de un acuerdo privado. Si nos fijamos en las consecuencias de ese aspecto de su relación, éstas pueden ser de dos tipos: a) tales que sólo afecten a María y Juan; b) que afectan a otros, por ejemplo, a un hijo de María y /o de
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Juan quien, como efecto de su consumo, puede verse privado de algún bien necesario. En este segundo supuesto, la relación pública, al estar afectados terceros, y es pertinente preguntarse por la justicia de la distribución resultante; en nuestro ejemplo, el beneficio de la relación es en detrimento de alguien ajeno a ella pero que, como consecuencia de la misma, resulta perjudicado; en términos simples, unos ganan porque otros pierden y la relación, aunque sea igualitaria para los agentes, será injusta desde su dimensión pública. Antes de detenernos en el tema de la justicia, preguntémonos ¿Qué convierte en relevante plantear la igualdad o las desigualdades en la institución educativa?
En términos simples, la transmisión de conocimientos. Sin embargo, ésta no opera mecánicamente como sería el caso para ciertos objetos que pueden permanecer más o menos inmutables mientras circulan. Los conocimientos son códigos de relación con el mundo físico y social, de ahí que esa relación cambie según personas o campos de aplicación. Por ejemplo, las lenguas o las artes, las matemáticas o las ciencias naturales, no son las mismas con independencia de quién posea su conocimiento, en qué formato se encuentre éste contenido o el uso que se haga del mismo. Tampoco la acumulación de conocimientos es semejante a una operación de almacenaje; más bien al contrario, la adquisición de uno nuevo transforma las cualidades de los que teníamos previamente y por tanto afecta también a las posibilidades de construcción de otros. Los conocimientos
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suponen, en definitiva, la consolidación de ciertas formas de enfrentarnos, individual y colectivamente, a la realidad; de ahí que influyan en los diferentes ámbitos de nuestra vida al mismo tiempo que están condicionados por éstos. Por ello, los conocimientos puestos en juego en cada situación abren diferentes posibilidades de relación con el mundo, natural y social, e incluso posibilitan el acceso a la posesión o disfrute de ciertos bienes; también a la inversa, según qué se posea o en qué posición social se halle alguien será más difícil su acceso a cierto tipo de conocimientos.
Todo esto permite concluir que las instituciones no se limitan sólo a transmitir, puesto que la distribución de conocimientos entre diferentes grupos sociales (de edad, confesionales, de clase, étnicos, de sexo, etc.,) posibilita producir otros nuevos. Si, como es habitual, se distribuyen sólo algunos conocimientos y no todos, es porque dicha distribución resulta de aplicar criterios de valor, visibles en las reglas propias de la institución de que se trate, pero implícitos las más de las veces. En este punto comienza a destacar la importancia de la igualdad como principio constitutivo de la institución educativa, que, a diferencia del resto, cumple el encargo explícito de procurar tal distribución en términos universales, iguales, justos y tendentes a la construcción progresiva de autonomía por parte de los sujetos que la transitan.
Los criterios más evidentes, de los referidos al formato institucional de la distribución, están muy codificados; en el caso
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de la educación; han llegado incluso a tomarse como parte de la especialización de los educadores y, más en particular, de los docentes –quienes en ocasiones, reivindican la exclusividad de su posesión y aplicación, por ejemplo: la clasificación de los conocimientos en materias y disciplinas, las formas de agrupación de los estudiantes, la utilización de tiempos y espacios educativos, metodología y recursos, etc. Además de estos, la institución educativa puede dar por supuestos otros criterios distributivos, como en el caso de algunas asimetrías derivadas de desigualdades como las biológicas, las culturales o las económicas; las biológicas se justifican por la inmadurez de los sujetos a educar; las culturales, por los conocimientos inferiores de las generaciones nuevas; las desigualdades económicas resultan más injustificables cuando se refieren a menores al no ser éstos responsables de las mismas, sin embargo se justifican para los adultos de quienes se presupone que, en un sistema abierto y competitivo, habrán llegado a mejor o peor situación por méritos propios. Cuando toda la formación social se erige sobre esas desigualdades tiende a asumirlas como naturales y no como producto de ciertas formas de relación construidas socialmente y, por tanto, susceptibles de erradicar.
La llamada “transmisión” de conocimientos es, en realidad, un complejo proceso de distribución y valoración. La transmisión incorpora criterios explícitos de distribución diferencial que justificará mediante otros criterios, esta vez de valor, algunos de
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los cuales son implícitos. En las prácticas educativas escolares, este proceso constituye el núcleo que da sentido y en torno al cual se articulan todas las prácticas educativas escolares bajo el nombre genérico de currículum; éste es, en buena parte, resultado de una selección de conocimientos orientada a su posterior distribución a través de la educación institucional, que procura justificar las diferencias en el reparto en unos criterios que se harán coincidir con los implícitos contenidos en la valoración social. La institución educativa se ve obligada a explicitar los criterios con los cuales reproduce parte de las desigualdades necesarias para el mantenimiento de una determinada formación social y de ahí que se le atribuya legitimar desigualdades; La desigualdad social cuyas razones sean injustificables, puede encontrar en la educación argumentos necesarios para encubrir su protagonismo en la generación de desigualdades, a la vez que justificar las más evidentes.
El asunto de la igualdad es tan importante para la escuela, como paradigma de las instituciones educativas, porque es la agencia encargada de distribuir y valorar aquellos conocimientos, de entre todos los socialmente producidos, que en cada contexto social e histórico han sido previamente valorados como de mayor utilidad personal y social. A través de esos conocimientos se pone a los individuos en situación de alcanzar otras posiciones, mantener otras relaciones, construir otros artefactos o ingenios; en definitiva, de producir los conocimientos considerados necesarios
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para conservar y mejorar nuevas pautas de vida. Esa “utilidad social” en realidad nombra la utilidad para los sectores que ocupan posiciones sociales dominantes, desde las cuales pueden imponer determinadas formas de relación al resto. Por extensión, se considera que alguien es menos útil, en términos personales y sociales, cuando no ha pasado por instituciones educativas, en especial la escolar, lo que representa no haber formado parte de quienes han tenido acceso a los conocimientos valiosos. Por lo tanto, el acceso universal a ciertas instituciones educativas supone la posibilidad de que la vida de cada cual llegue a tener más valor; pero la garantía de la adquisición de ese valor reside no sólo en el acceso sino también en el tratamiento igualitario.
En términos generales, toda institución impone orden en algún espacio relacional (a partir de ello: relaciones ‘sociales’); las instituciones educativas lo cumplen en mayor medida porque hacen que se asuma ese orden sin necesidad de explicitar los criterios sobre los que se funda, naturalizando algunas prácticas sociales. Lo interesante de este caso es que las instituciones mencionadas proporcionan las herramientas necesarias para que cada cual pueda llegar a descubrir por sí mismo esos criterios, los cuestione y se plantee la posibilidad de reemplazarlos por otros. Por tanto, puede decirse que la institución educativa asume algunas desigualdades sociales; paradójicamente, las toma como condición de partida para superarlas. Desde una perspectiva de paideia, cuya tradición remonta a los orígenes de nuestra
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civilización, la educación trata de procurar el paso de la heteronomía a la autonomía. El problema es que el trabajo de conformación de sujetos se realiza en el marco de relaciones sociales predeterminadas productoras de desigualdad.
Así pues, la escuela, como fórmula organizacional de la institución educativa, nace en situaciones de desigualdad y sus pretensiones igualitarias son una conquista social. En sus orígenes, el currículum, como plan de estudios integrado por una selección de conocimientos ordenados de cara a su transmisión, se planteaba sólo para la educación destinada a élites o a sectores muy específicos de la población (eclesiásticos, por ejemplo); para quienes no recibían educación formal no existía un currículum definido, puesto que éste se basa siempre en un saber recibido en lugar de la experiencia directa (Eggleston). Como los efectos perseguidos determinan el contenido del currículum, los cambios en la composición social bajo el capitalismo industrial cambiaron las vías de acceso a posiciones dominantes (ya no sólo los privilegios de cuna o las fortunas heredadas) y, en consecuencia, también los contenidos del currículum. De entonces proviene la elaboración de dos tipos de currículum vinculados a niveles educativos diferentes: uno general, burgués, que permite el acceso a los ámbitos de la producción y el comercio, asociado a los niveles primarios de la escolaridad y centrado en contenidos instrumentales; el otro, aristocrático, se recrea en saberes considerados adecuados a posiciones sociales superiores, como
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los relativos a la formación del carácter. En cierto modo estas diferencias curriculares se han seguido manteniendo en el presente, siendo sus actuales herederos, respectivamente, la educación general o formación profesional, y la enseñanza secundaria y universitaria; también, de formas más sutiles, como demostró Bernstein, a través de las que llamó pedagogías visible e invisible (la selección, distribución y valoración de la primera, con criterios definidos por personas formadas en la segunda).
El currículum de masas se dirigía a sectores sociales que, desarraigados de su medio de origen, veían reemplazados sus vínculos normativos por otros basados en conocimientos de pretensión objetiva y universal, semejantes para todos. Fueron reemplazándose también los anteriores lazos, basados en tradiciones, e instituciones como familia y comunidad, por otros fundados en la igualdad entre sujetos abstractos. El efecto culturalmente homogeneizador producido, se complementó y tradujo en la condición de ciudadanía, que reconocía a tales sujetos como iguales en derecho (posibilidades de acceso a los bienes comunes) y en deberes (defensa y sostenimiento de los principios en que se funda).
La ciudadanía, sin embargo, opera sólo en el interior de los límites establecidos para esa comunidad política y, en consecuencia, excluye a quienes no son miembros; eso constituye un problema porque la misma lógica puede ser aplicada a otros límites comunitarios -religiosos, culturales, familiares, étnicos,
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etc.: aceptado el principio, redefinir los límites de pertenencia permite restringir el disfrute igualitario a los derechos. La cuestión es que el carácter político (públicamente definida, promovida y protegida) de la institución educativa, la lleva a ocuparse de garantizar esos derechos ciudadanos, a consolidar el sentimiento de pertenencia y, paradójicamente, el de exclusión: la educación no sólo es un derecho para los ciudadanos, sino que también les dicta su condición de ciudadanía de derecho; es una institución de socialización política que opera en el marco de los Estados Nación (definidos, a su vez, en su momento, como formas de organización política de las comunidades). Esto introduce elementos de discriminación en el principio de igualdad, que corresponde a todos por cualidad humana. La desigualdad de partida se mantendrá, e incluso podría acrecentarse, según el desarrollo y posterior valoración. Negada la igualdad en el acceso, difícilmente, si no imposible, se logrará en tramos posteriores.
En cualquier caso, la necesidad de instituir una educación igual para todos se desprende de la condición de ciudadanía. Por tanto, a partir de este supuesto queda consolidada la dimensión pública (“para todos”) de las instituciones educativas. La nueva clase “universal” constituyó una esfera pública, única, en el seno de la cual se definían estas ‘modernas’ relaciones. Al mismo tiempo produjo la exclusión de todos los que, más allá de su condición de iguales por el derecho eran, de hecho, desiguales;
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desigualdades que no podían verse como tales desde la nueva esfera pública porque los límites de ésta impiden la percepción del otro (quien es o bien un semejante -por las características abstractas compartidas- o un ‘extraño’ -extranjero- que sólo existe en cualidad de bárbaro, delincuente, disminuido, anormal, etc.)
La forma abstracta de la igualdad jurídica se plantea ya desde el siglo XIX, pero tiene origen en las revoluciones norteamericana y francesa, que asignaron el término “igualdad” a una condición fundamental y universal: todos los hombres son creados iguales; a la vez la planteaban, por primera vez, como un conjunto de demandas específicas resumidas en la expresión “igualdad ante la ley” (R. Williams). Pero esa expresión puede tener un doble sentido: el que parte de la premisa según la cual todos los seres humanos son iguales en su humanidad, luego hay que sancionar esa condición natural mediante un proceso de igualación que obra en el orden del reconocimiento del derecho; el que toma como premisa que todos los seres humanos, a pesar de sus condiciones actuales, deben ser situados en un punto de partida igual por medio de procesos políticos de eliminación de los privilegios, aunque posteriormente puedan generarse nuevas diferencias. Es este último el que permite plantear políticas orientadas a la igualdad de oportunidades.
Antes de detectar que la educación misma incorpora mecanismos de producción de desigualdad social, la inocencia del discurso llevó a pensar en la posibilidad de adoptar medidas
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orientadas a dictar órdenes institucionales encaminados a compensar las desigualdades producidas en y por otros ámbitos sociales. Las primeras políticas de igualdad de oportunidades se propondrían compensar socialmente algunas de esas desigualdades para que la tarea educativa pudiera desarrollarse en términos igualitarios: puesto que la enseñanza más allá de los niveles primarios estaba reservada sólo a los pocos que accedían por fortuna, el intento compensador se orientó a quienes probaban su voluntad de aportar ‘voluntad’ de superación aportando méritos académicos destacables, o bien en casos de insuficiencia económica límite –no extrema- mediante la cual se intentaba canjear riqueza material con capital cultural, en una especie de ‘capital humano’ avant la lettre.
Si las instituciones educativas asumen algunas de esas desigualdades como dato de partida, sus organizaciones propias podían tomar la igualdad como horizonte, puesto que su discurso fundacional les impide aceptar su inoperatividad. De ahí que el principio relativo a un acceso que no pueden controlar, deba complementarse aplicando criterios internos de distribución. La clave radica en entender que el valor atribuido a la educación no es un criterio absoluto que se satisfaga por acumulación, sean cuales sean las ‘adquisiciones’ derivadas de la misma, porque su distribución institucional da como resultante un diferencial tal que, aun accediendo a instituciones educativas en condiciones de igualdad, el valor derivado del proceso de la socialización en ellas
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se incrementa en diferente proporción para unos y otros. Si esto, sabido por todos, no llama la atención es porque esa valoración diferencial se ha naturalizado al depender, en último extremo, de criterios implícitos, tales como la condición biológica de los alumnos, expresada según épocas bajo eufemismos (“dotes innatas”) o mentalismos (“inteligencia”), las circunstancias culturales (el lenguaje) o el estatus económico o social. En consecuencia, cada formación organizativa en el seno de las mismas instituciones educativas ha uniformado a los sujetos bajo ciertos criterios al mismo tiempo que los diferenciaba por otros, manteniendo así las desigualdades preexistentes. Confundir igualdad con uniformidad, que es sólo normalización estadística, responde a un pretendido universalismo derivado, a su vez, de supuestos positivistas de objetividad y cientifismo dominantes desde el siglo XIX.
Los criterios que rigen cualquier proceso de distribución de la educación han de someterse a un control público (Beltrán, 2001) basado en el imperativo de la justicia. Con ello se hace posible confrontar y discutir abiertamente las operaciones sociales de producción de la desigualdad, explicitadas y puestas de manifiesto a través del funcionamiento de las instituciones educativas. Pero la justicia, categoría subyacente a otros conceptos claves de la filosofía política como igualdad o libertad, es un componente argumental muy sensible, por lo cual los
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discursos educativos, cuando no la eluden, evitan abordarla frontalmente.
La justicia tiene que ver con la distribución, en el sentido aplicado a considerar si cada quien obtiene, de lo que es partícipe, lo que le corresponde por mérito o por derecho. Quiere esto decir que, en el caso educativo, la justicia puede estar asociada a los dos criterios señalados: mérito propio o derecho derivado de la pertenencia a una colectividad de quienes comparten algo común. El primero de los criterios invita a considerar los casos en que la igualdad puede verse en entredicho por la capacidad individual; el segundo criterio obliga a considerar lo público que, en consecuencia, da derecho a una distribución justa.
La educación tiene carácter público, dado el cual es exigible que las relaciones establecidas por ella cumplan, además del criterio de igualdad, el de la justicia distributiva. Nos fijamos sólo en el primero de los criterios porque la igualdad, considerada como un principio de las relaciones educativas canalizadas mediante la enseñanza escolar desde los tiempos de la modernidad, parece haber entrado en la categoría del mito. Pero ni la escuela nació con pretensiones igualitarias ni tampoco se ha caracterizado históricamente por prácticas tales, aunque sí homogeneizadoras; de hecho las prácticas escolares más consolidadas se articularon en torno a la segmentación -de conocimientos, tiempo, espacios y personas, con criterios de sexo, edad, clase social, inteligencia, etc.- que, en muchos casos, sólo
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encubría segregación. A diferencia de las prácticas, el discurso ideológico escolar, nunca ha renunciado al principio de igualdad; por el contrario lo ha constituido en uno de los fundamentos que daban razón de ser al resto de formatos de las instituciones educativas. Inevitablemente en algún momento la contradicción entre prácticas y discursos se hizo tan evidente y escandalosa que requirió intervenciones que justificaran, naturalizándolas, las diferencias que la escuela, en principio, reproduce (sólo en momentos posteriores se verá implicada en su producción mediante sofisticados recursos “pedagógicos”). La escuela no puede sustraerse a la dinámica por la cual todas las organizaciones que forman parte de una institución, que junto a otras se trama en una particular formación social, tienden a reconstituir sus relaciones de forma que la urdimbre de su tejido se rehaga, acomodándose a otras transformaciones.
Desde el punto de vista de la justicia social, el objetivo institucional es garantizar la llegada al final del itinerario educativo habiendo logrado la autonomía suficiente para decidir qué permitirá un acceso a la condición de ciudadanos caracterizada por su igualdad. La igualdad se refiere a la posibilidad de activación, por parte de cualquiera, de su plena condición ciudadana, requisito de la participación en la vida pública. La igualdad de las personas no se desprende de su biología y si la educación es necesaria en términos colectivos, entonces el acceso a la comunidad, sus bienes o servicios, ha de
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ser igualitario; si el acceso es igualitario y también las pretensiones derivadas, han de serlo las actividades conducentes a una mayor autonomía individual –respecto a la norma social-; es decir, todas las personas requieren ser tratadas como iguales, aunque no lo sean. Esta ‘simulación’ es la garantía de una actuación justa y debe conservarse como un supuesto irrenunciable.
En resumen, un compromiso decidido por la igualdad exige previamente una actitud solidaria con los desiguales a efectos de situarlos en condiciones de igualación, lo que, a su vez, puede requerir medidas desiguales. La cuestión es, ¿en qué punto se sitúa la educación dentro de esta complicada trama? ¿Ocupan los educadores, los programas, los métodos o los recursos, posiciones decisivas o, al menos, importantes en ella? La igualdad fue una aspiración del proyecto ilustrado. Para lograrla se requiere un programa político-pedagógico que contemple diferentes estrategias, porque sus distintas formas o expresiones se encuentran vinculadas entre sí, a la vez que se cumplen en ámbitos diferenciados y están referidas a aspectos asimismo diferenciales, de acceso (individuales, sociales, institucionales), permanencia (métodos, organización, relaciones) y salida (inserción); no siempre a igual educación básica, iguales oportunidades. Las metas exigen principios y procedimientos coherentes con ellas; pero la igualdad no sólo está referida sólo a
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los sujetos sino también a los establecimientos. No basta con que sea igualitario el tratamiento en el seno de la organización; es exigible, también, que lo sea el inter organizacional; lo que significa vigilar el mantenimiento de la igualdad entre las diferentes organizaciones, cuanto menos las que atiendan aspectos educativos básicos. Todo ello genera nuevos dilemas: ¿Cómo administrar, organizativamente, la igualdad? ¿Asumir la igualdad de hecho como un supuesto de partida o la desigualdad con la pretensión de compensarla? ¿Diversificación o discriminación positiva?
En último extremo, el núcleo no es la pregunta acerca de qué tiene que ver la educación con la igualdad, sino descubrir y analizar los mecanismos y las formas precisas bajo las cuales se materializan sus relaciones: ¿Son iguales todos los sujetos antes de acceder a determinadas instituciones? ¿Qué tratamiento les dan unas u otras? ¿Son iguales todos los procedimientos educativos? ¿Qué procesos de distribución y valoración se activan? ¿Cada institución trata a sus sujetos con igualdad absoluta o con justicia distributiva? ¿Cuáles son las razones por las que resulta deseable que ocurra lo uno o lo otro? ¿En qué se manifiesta la igualdad o desigualdad educativa? ¿Qué la produce, sostiene, incrementa o decrece? Resulta muy difícil, a la vez que incorrecto por omisión, atribuir causas únicas a ciertas desigualdades; por ejemplo, algunas opciones tomadas desde la libertad individual pueden
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resolverse socialmente en desigualdades. En tal caso, ¿dónde pueden establecerse los límites a las intervenciones igualitarias para que no lleguen a ser atentados a la libertad individual? Kymlicka aconseja distinguir entre los diferentes niveles en los cuales la igualdad puede resultar un valor y ello con la intención de alumbrar la contradicción implicada en que la aspiración a tratar a las personas como iguales se materialice a través de políticas que producen efectos desiguales. En un nivel social la igualdad sería un valor mientras que no lo es en el de la crianza biológica: los niños no pueden ser tratados, física ni psíquicamente, igual que los adultos.
¿Cuáles son las circunstancias influyentes sobre los individuos que pueden resultar predecibles a efectos de intervenir en ellas para garantizar tratamientos igualitarios? En una sociedad desarrollada, los bienes a los cuales todos los ciudadanos deben tener acceso de partida no son sólo los recursos naturales, sino los considerados como derechos sociales. De nuevo se trata del asunto de la igualdad de hecho y de derecho: es de derecho que los ciudadanos cuenten con una situación igual de partida para acceder a la educación porque ésta es un bien, considerado como un derecho social. Otro aspecto del problema sería el de las recompensas que correspondan a cada cual según la aportación personal realizada, teniendo en cuanta su dotación de partida. El acceso igual a los recursos básicos se justifica por la mera existencia y, consecuentemente, no debería estar sometido a
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ningún otro requisito. La recompensa no será igual para todos; pero sí las oportunidades de acceso, lo que requiere una valoración cuantitativa o cualitativa de la que dependerá la recompensa; esa valoración deberá quedar en manos de terceras personas cuyos criterios gocen de confianza. Pero como los logros personales, en cantidad o cualidad, no dependen sólo del esfuerzo personal sino también de las capacidades, la distribución de las recompensas no puede ser absoluta, sino más bien relativa a ese esfuerzo y capacidad.
Si se asume que la educación produce beneficios, es fundamental preguntarse por sus beneficiarios. Una primera y quizá algo burda aproximación indica que los beneficiarios de una institución pública somos todos. Esta conclusión, lógica, desplaza la relevancia de la cuestión planteada a la segunda parte: cómo se distribuyen entre ‘todos’ esos beneficios. Lo cual a su vez implica preguntarse por la naturaleza de dichos beneficios a efectos de sus posibilidades de reparto o distribución. Si pudieran expresarse en términos de cantidades discretas, el reparto requeriría la aplicación de algún criterio de distribución proporcional; pero si son intangibles, ¿cómo garantizar su distribución justa? Aun en el primero de los casos, si la distribución ha de ser proporcional, ¿a qué?; si hubiera de ser igualitaria ¿es justo que todos obtengan lo mismo, independientemente de su situación de partida? (algunos podrían sentirse perjudicados por el reparto).
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Los beneficios de la educación son individuales y sociales. Los individuales tienen que ver, precisamente, con hacer que todas las personas se sitúen en posiciones de igualdad para abordar los diferentes ámbitos de la vida (social, política, económica, afectiva, etc.). Los sociales se refieren a posibilitar, satisfechas las necesidades básicas, niveles de bienestar para todos, progresivamente mayores. La relación entre ellos es compleja; causal, pero no recíproca: los beneficios educativos individuales son causa de beneficios educativos colectivos, si bien no al contrario, porque un nivel de bienestar mayor no conduce necesariamente a la igualación de las personas; en cambio la igualdad individual sí que se traduce directamente en mayor bienestar colectivo. Esto quiere decir que las acciones educativas individuales deben orientarse a la producción de beneficios sociales, como las acciones políticas a la producción de beneficios públicos.
Si habláramos de otro tipo de beneficios podríamos concluir que las diferencias en su distribución no son especialmente relevantes a efectos de otros ámbitos de la vida social; sin embargo en el caso de la educación el concepto de justicia distributiva es fundamental en el sentido que no sería propiamente educativa una acción que tuviera efectos perversos. Y, puesto que para la educación no partimos todos de una situación igualitaria, de hecho cabe plantearse si lo somos, al menos, de derecho y, en tal caso, cómo llegó a conquistarse este derecho y qué representa
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defenderlo y extenderlo a aquellos que no lo poseen. Respecto a esta última cuestión es pertinente que los educadores se planteen también en qué medida las propias instituciones educativas y, por tanto, quienes las sostienen profesionalmente, son responsables de la persistencia de posibles desigualdades.
Tras todo lo anterior no cabe seguir insistiendo en la pregunta de si las instituciones educativas han tenido o tienen algo que ver con la producción y /o el mantenimiento de relaciones sociales igualitarias. Si se consideran los efectos institucionales en la producción de igualdad, ha de reconocerse que, a largo plazo, han producido más igualdad que desigualdades. Pero pueden constatarse respuestas desiguales de familias, justicia, mercado, etc. ante propuestas educativas, cuya escasa sensibilidad ante la diversidad cultural es por igual evidente. La contradicción está instalada en la propia institución: las formas organizativas están históricamente construidas sobre estructuras de desigualdad (centralización, organización burocrática, tecnocracia, etc.); aunque la finalidad perseguida por esas mismas organizaciones sea, supuestamente, de orden igualitario.
Por tanto interesa dilucidar los mecanismos que las instituciones educativas pueden activar frente a la distribución desigual y aquello que la genera, teniendo en cuenta que las propias organizaciones parecen ser constitutivamente agencias erigidas sobre la desigualdad. El ejemplo de la escuela muestra
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que tiene como núcleo los procesos de producción, distribución y valoración de los conocimientos; la producción no requiere igualdad; la distribución, sí; la valoración exige equidad. Una distribución igualitaria supone la incorporación de la equidad en los criterios de valor, previamente a su aplicación. La función de la educación no es sólo de transmisión cultural, sino también de transformación de la especie, de “humanización” (en sentido deweyano). De ahí que Connell se plante el problema en términos de lo que él llama las dos grandes cuestiones de justicia distributiva: a) la provisión de educación de nivel primario a toda la población; b) la igualdad de oportunidades de acceso a los siguientes niveles. Si la igualdad es una forma de relación o una propiedad de las relaciones sociales, hay que considerar que estas relaciones se producen y reproducen y por lo tanto cuáles son los factores que hacen que se reproduzca el mismo tipo de relaciones o sus propiedades. Como dice Connell “la igualdad no puede ser estática; siempre se está produciendo en mayor o menor grado” (pág. 69). Se trata, en todo caso, de seguir desvelando los mecanismos institucionales de producción de la desigualdad a la vez que activar estrategias (económicas, educativas, organizativas, culturales, etc.) orientadas a la producción de mayor igualdad. Por ejemplo, la igualdad uniformadora en las aulas ha venido a establecerse mediante un conjunto de estrategias de orden psicológico (clasificación), sociológico (aceptación de las condiciones desiguales de origen y su pretendida reducción),
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organizativo (agrupamientos), instrumental (materiales curriculares), docente (formación del profesorado), metodológico (principios y procedimientos didácticos), etc. Todas estas estrategias se han articulado en una red de actuaciones que, finalmente, ha llegado a cometer injusticias en nombre de una falsa igualdad; es más, las desigualdades resultantes han tendido a ser imputadas, a partir de entonces, a condiciones biológicas, familiares o ‘naturales’.
A medida que la educación se amplía, se hace más evidente la atribución de desigualdades a su acción. De ahí que los planteamientos igualitaristas hayan estado referidos casi siempre de manera exclusiva a niveles básicos; las desigualdades, ya sean manifiestas o producidas en niveles medios o superiores de los sistemas educativos, no se han considerado susceptibles de tratamiento para reducirlas. Es más, en estos niveles las diferencias de rendimiento (y, en consecuencia, productoras de desigualdad social) entre chicas y chicos, ricos y pobres, pobladores rurales o urbanos, han tendido a “normalizarse”. Es en el nivel anterior, universal y obligatorio, donde puede actuarse con mayor efectividad para suprimir o compensar cualquier desigualdad, incluso las derivadas de los méritos considerados propios; pero esto no quiere decir que los demás niveles puedan sustraerse a la justicia distributiva.
Existen unos mínimos principios generales que requerirían su inmediata e inexcusable aplicación para enfrentar las
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desigualdades que el sistema educativo provoca o de las que las instituciones pueden ser cómplices por omisión: sensibilidad para articular sus actividades en respuesta a las injusticias sociales; adopción de prácticas organizativas comprometidas con y orientadas hacia la justicia distributiva; instalar y consolidar procedimientos que permitan compensar desigualdades existentes. Pero, además, la detección y posterior corrección de políticas anti-igualitarias exige instancias y procedimientos de control o, si se prefiere, ciertas formas de intervención regulativa.
Una institución fundada en la asimetría y la diferencia ¿puede corregir su tendencia a derivar hacia la producción de desigualdad para, con criterios de justicia, restablecer la condición de iguales a sujetos que accedieron a ella diferentes? Esta es, en definitiva, la clave de la tarea educativa en relación con la igualdad: La práctica de una distribución diferencial de los códigos de socialización, cuya consecuencia sea mayor igualdad que en el acceso al sistema. No aceptar ese desafío agota la discusión obligando a aceptar que la educación institucional juega a favor de intereses particulares o sectoriales, para perpetuar las injusticias sociales que permitirían la desigualdad en el disfrute de lo común. Por el contrario, responder afirmativamente lleva a replantearse el carácter educativo de las actuaciones institucionales, lo que tal vez exceda la aplicación de soluciones organizativas. Frente a este dilema, es importante comprender que la educación no es culpable de las desigualdades sociales existentes; aunque tampoco
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actúe siempre como adalid de la justicia. Ni siquiera se ha conseguido con el tiempo que las instituciones educativas cambiaran de lugar los espacios de producción de las desigualdades; por el contrario, pueden haber tenido su cuota de protagonismo en la justificación o legitimación de algunas de ellas. Pero también se han demostrado capaces de formular nuevos criterios de distribución, de manera que la vigencia de otros sociales, más injustos, se detenga las más de las veces en las puertas de estas instituciones. En este sentido resulta inocente, cuando no peligroso, dejarse llevar por eslóganes del tipo “la educación debe responder a las demandas sociales”, porque en tal caso se deja a la institución inerme frente a desigualdades e injusticias instaladas en los dominios económicos, laborales, políticos, etc. El valor de una institución educativa radica, precisamente, en ofrecer un espacio para la construcción de nuevas relaciones y nuevas posibilidades expresivas más allá de las socialmente sancionadas. Siendo agencias de socialización se hace necesario que su lógica reproduzca la social; pero no forzosamente la existente, sino también la deseable.
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EPÍLOGO
La organización no se caracteriza por sustancia alguna que, oculta tras sus formas, le dé firmeza; ni hay raíces sobre las que se asiente su construcción. Lo propio de la organización es el movimiento, mutaciones a veces imperceptibles; pero no existe algo que se mueva en la organización aparte de la organización misma. Su apariencia estática no se explica por la existencia de elementos cuyos pequeños cambios cuantitativos se resuelven, en algún momento, en un salto cualitativo. Existen, sí, aspectos ocultos cuyas cambiantes relaciones posibilitan la permanente transformación; relaciones que, ellas mismas, definen tales aspectos, apreciables como partes. Pero es la partición la que determina la existencia misma de unas u otras partes. La categoría de totalidad no se refiere, aquí, a un conjunto definido sino a una realidad abierta que nuestra presencia e intervención constituye como tal en ella quien, al tiempo, nos constituye. El movimiento es la organización. Su tendencia hacia la cristalización oculta el movimiento continuo del conjunto de tal modo que las aparentes diferencias de grado entre sus partes son, de hecho, cambios en la naturaleza del todo.
En consecuencia, sólo cabe definir la organización por lo que ‘puede’; no por lo que muestra sino por lo que oculta. No por sus presencias sino por sus ausencias, por sus vacíos que, en último extremo, harán posibles nuevos desenvolvimientos. Interesa
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observar cada mutación entre lo que ya es y cualquier otra de las formas que ‘pueden’ ser, dentro de un universo de posibles. Su “esencia”, por tanto, es la del proceso de tramar relaciones en modos de los cuales se desprenderá un poder de producir determinados efectos. Esa es también su debilidad, porque la trama que se va tejiendo, al exponerse, se hace susceptible de ser afectada por otros poderes. Y es que no es posible conocer a priori su poder de actualizarse en acciones diversas (de ahí que las pretensiones propositivas del conocimiento organizativo sean una enorme ficción); lo que una organización puede hacer o ser queda revelado en el mismo acto de hacer-se a sí misma. Y viceversa.
La organización no puede ser un recurso, puesto que es transcurso; no un ente substancial que recorre caminos prefijados. Se desplaza abriendo caminos con su exploración errática; pero no es algo que se mantenga en los diferentes itinerarios. Es aquello que, dentro del universo de las posibilidades organizativas, se actualiza, por lo que, al mismo tiempo, la organización limita y queda limitada por posibilidades no actualizadas. Si el empeño organizativo es poder mantener su forma actual, obturará el vacío que le presta capacidad de ‘poder’. El conocimiento de una organización será, en todo caso, el de las posibilidades que resulten de la diferencia entre su plenitud actual y sus vacíos.
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En tal sentido, no existe algo como “la organización”. En su lugar se encuentra lo organizativo, esa confluencia de relaciones y nudos con que se traman personas, objetos, circunstancias, tiempo, lugares, etc. La organización es una textura cuyos componentes no se asemejan a los contenidos de una entidad que ahora se descubre insustancial. Cuando alguien ‘accede’ a una organización, entra en un campo de producción de efectos con la pretensión de anticiparlos; sólo podrá hacerlo a cambio de quedar él mismo atrapado, configurado a su vez por esa relación de fuerzas.
La organización, en su intento vano de determinar lo indeterminable, se muestra como pura función de organizar. Pensar “organizar” no requiere pensar a la vez lo susceptible de ser organizado; sin embargo, cada vez que se aplica organización, algo queda sometido a ese peculiar orden. Y cada vez que algo queda organizado y, por tanto, determinado, emerge una nueva capacidad organizativa, lo indeterminado. La consciencia de la organización no es una peculiar percepción de la misma, sino el impulso de la acción organizadora; por eso la organización organizada es una inconsciencia que, al presentarse como lo absolutamente determinante, se impone por la fuerza de la repetición e impide la elección. La consciencia, por el contrario, se resuelve en capacidad de actuar re-organizando. Sólo enfrentar el universo de lo posible permite que donde había determinación se instale una espera activa. En lo organizado, el hueco de la
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consciencia se rellena con el tiempo lineal de las relaciones causales y la repetición, que como su nombre indica es un “tiempo espacial” empecinado en extender lo particular a lo general. El tiempo lineal demarca territorios.
Lo organizado establece una relación de orden, que se pretende total y precisa la semejanza de los objetos organizativos (incluyendo sus “efectos”) en relación con un criterio universal que es, precisamente, la misma relación. Pero, como lo organizativo es el modo en que lo plural se singulariza en su devenir organizadamente, surge de nuevo el asunto de las relaciones entre lo pleno y lo vacío. ¿Qué es ese ‘algo’ que deviene? Y ¿en el seno de qué deviene? Es una virtualidad, una idealidad incorporal (inmaterial) que busca encarnarse. ‘Algo’ que, por definición, no ‘puede’ ocurrir puesto que es im/posible. Se trata de un intento siempre frustrado de mostrarse en su plena capacidad, saturando el universo de los posibles. Por ello lo organizativo nunca satisface la condición perseguida; nunca colma las demandas ni hace posible cumplir imposibles. El proceso de organización se cumple en diferentes modos, quizá insistentes, incluso consecutivos, pero siempre infructuosos.
Cuando lo indeterminado que constituye el universo de lo posible queda determinado en su encuentro con lo otro, emerge la singularidad que dota de identidad a la organización; ésta consiste, precisamente, en ese encuentro, esa relación. Ahora bien, puesto que el universo de lo posible encierra en sí todas las
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posibilidades, entonces cualquier singularidad queda definida tanto por lo determinado como por lo indeterminable, lo que quiere decir que en el mismo acto de constitución de la singularidad se inicia una nueva proyección sobre lo posible. Ese permanente devenir de las singularidades incomoda a la organización organizada que, buscando precisar los itinerarios del poder, los tiempos de la sucesión, los territorios del deseo… impone los códigos de la razón. La inconsciencia organizativa acaba en una repetición de rituales oficiados para convocar un posible que satisfaga la imposibilidad. Con ellos, sin embargo, la organización organizada limita su propia capacidad; al reducir la amplitud de la vida organizativa, condena y sacrifica la posibilidad de establecer un orden ex-nihilo; transforma la determinación en compulsión.
Eso es la organización: un intento compulsivo de sobre-codificación, una serie de pruebas, siempre infructuosas, emprendidas para enfrentar el desafío de un desorden, efecto de su imposibilidad radical.
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