Ulrich Beck
¿Qué es
la globalización
?
Falacias
del globalismo,
respuestas a la globalización
PAIDÓS
Barcelona ‑ Buenos Aires ‑ México
Título
original: Was is Globalisierung? Irrtümer
des Globalismus ‑ Antworten
auf
Globalisierung
Publicado
en alemán por Suhrkamp Verlag, Francfort del Meno
Traducción de Bernardo Moreno (partes I y II)
Ma.
Rosa Borrás (partes III y IV)
Esta
obra ha sido publicada con la ayuda de Inter Nationes, Bonn
Cubierta
de Víctor Viano
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1997
by Suhrkamp Verlag, Francfort del Meno © 1998 de todas las ediciones en castellano,
Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92 ‑ 08021 Barcelona y Editorial
Paidós, SAICF Defensa, 599 ‑Buenos Aires http://www.paidos.com
ISBN:
84‑493‑0528‑4
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legal: B‑13.826/2001
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Impreso
en España ‑ Printed in Spain
SUMARIO
Prólogo 11
Primera parte
INTRODUCCIÓN
I. Contribuyentes virtuales . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . .15
II. Entre
la economía mundial y la individualización,
el Estado nacional pierde su soberanía: ¿qué hacer? . . . .
.25
III. El
choque de la globalización: un debate que llega con
retraso............................
..............................................33
Segunda parte
¿QUÉ SIGNIFICA LA GLOBALIZACIÓN ?
DIMENSIONES, CONTROVERSIAS
Y DEFINICIONES
IV. La
apertura del horizonte mundial: hacía una sociología de
la globalización . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
1. La sociología como potencia de orden intelectual:
la teoría del contenedor de
la sociedad . . . . . . . . . . . . 46
2. Espacios sociales transnacionales . . . . . . . . . . . . . . . . 50
3. Lógicas, dimensiones y consecuencias de la
globalización . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
a. El sistema mundial capitalista: Wallerstein . . . . . . . 57
b. Política post‑internacional: Rosenau, Gilpin y Held . . 60
c. La sociedad de riesgo mundial: la globalización
ecológica como politización
involuntaria . . . . . . . . . 65
d. Por qué es falsa la tesis de la mcdonaldización del
mundo: paradojas de la
globalización cultural . . . . 71
e. La glocalización: Roland Robertson . . . . . . . . . . . . 77
Excursus: dos maneras
de diferenciar . . . . . . . . . . . 83
f. Poder imaginar vidas posibles: Arjun Appadurai . . . . 84
g. Riqueza globalizada, pobreza localizada:
Zygmunt Bauman . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . 87
h. Capitalismo sin trabajo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
V. La
sociedad civil transnacional: cómo se forma una visión
cosmopolita . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99
1. Balance provisional: el «nacionalismo metodológico»
y su contradicción . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99
2. Boicot de masas simbólicamente escenificado:
iniciativas cosmopolitas y
subpolítica global . . . . . . . . 104
3. Topopoligamia: estar casado con muchos lugares a la
vez es la mejor manera de
que la globalización irrumpa
en la propia vida . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
4. ¿Cómo es posible la crítica intercultural? . . . . . . . . . . 115
VI. En
torno a la sociedad mundial: perspectivas concurrentes 127
1. ¿Terceras culturas o sociedad civil global? . . . . . . . . . 129
2. Democracia cosmopolita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. 134
3. Sociedad mundial capitalista . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. 138
4. Sociedad de riesgo mundial: se abre la jaula de la
modernidad . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141
5. La sociedad mundial como política no
democráticamente
legitimada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 144
6. Perspectivas: el Estado transnacional . . . . . . . . . . . . . 152
Tercera parte
ERRORES DEL GLOBALISMO
1. Metafísica del mercado mundial . . . . . . . . . . . . . . . . . 164
2. El llamado comercio mundial libre . . . . . . . . . . . . . . . 165
3. Estamos económicamente (todavía) en una situación
de
internacionalización y no de globalización . . . . . . . 166
4. Escenificación del riesgo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . 168
5. La carencia de política como revolución . . . . . . . . . . . . 169
6. El mito de la linealidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . 171
7. Crítica del pensamiento catastrofista . . . . . . . . . . . . . .
172
8. Proteccionismo negro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . 173
9. Proteccionismo verde . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . 174
10. Proteccionismo rojo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . 175
Cuarta parte
RESPUESTAS A LA GLOBALIZACIÓN
1. Cooperación internacional . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
182
2. Estado transnacional o «soberanía incluyente» . . . . . . 184
3. Participación en el capital . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . 190
4. Reorientación de la política educativa . . . . . . . . . . . . . 191
5. ¿Son las empresas transnacionales ademocráticas o
antidemocráticas?
. . . .. . . . . . .. . .. . .. . . .. . .. . .. . 192
6. Alianza para el trabajo ciudadano . . . . . . . . . . . . . . . . 195
7. ¿Qué hay después del modelo Wolkswagen de nación
exportadora?
La fijación de nuevos objetivos
culturales,
políticos y económicos . . . . . . . . . . . . . . . . 197
8. Culturas experimentales, mercados nicho y
autorrenovación
social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203
9. Empresarios públicos y trabajadores autónomos . . . . 206
10. ¿Pacto social contra la exclusión? . . . . . . . . . . . . . . . .
208
VII.
Europa como respuesta a la globalización . . . . . . . . . . . . 213
VIII. Escenario
de decadencia a la carta o la brasileñización de
Europa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . 219
Bíbliografia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . 223
I
CONTRIBUYENTES VIRTUALES
Con
la demolicíón pacífica del muro de Berlín y el colapso del imperio soviético
fueron muchos los que creyeron que había sonado el final de la política y nacía
una época situada más allá del socialismo y el capitalismo, de la utopía y la
emancipación. Pero, en los últimos años, estos defenestradores de lo político
han bajado bastante el tono de su voz. En efecto, el término
«globalización>, actualmente omnipresente en toda manifestación pública, no
apunta precisamente al final de la política, sino simplemente a una salida de lo político del marco
categorial del Estado nacional y del sistema de roles al uso de eso que se ha
dado en llamar el quehacer «político> y «no‑político>. En efecto,
independientemente de lo que pueda apuntar, en cuanto al contenido, la nueva
retórica de la globalización (de la economía, de los mercados, de la
competencia por un puesto de trabajo, de la producción, de la prestación de
servicios y las distintas corrientes en el ámbito de las finanzas, de la
información y de la vida en general), saltan a la vista de manera puntual las
importantes consecuencias políticas de la escenificación del riesgo de globalización
económica: es posible que
instituciones industriales que parecían completamente cerradas a la configuración
política «estallen> y se abran al discurso político. Los presupuestos del
Estado asistencial y del sistema de pensiones, de la ayuda social y de la
política municipal de infraestructuras, así como el poder organizado de los
sindicatos, el superelaborado sistema de negociación de la autonomía salarial,
el gasto público, el sistema impositivo y la «justicia impositiva>, todo
ello se disuelve y resuelve, bajo el sol del desierto de la globalización, en
una (exigencia de) configurabilidad política. Todos los actores sociales deben reaccionar
y dar una respuesta concreta en este ámbito, donde curiosamente las respuestas no siguen ya el viejo esquema derecha‑izquierda
de la práctica política.[1]
¿Se puede decir que lo que fue la lucha de
clases en el siglo XIX para el movimiento obrero es la cuestión de la
globalización en el umbral del siglo XX para las empresas que operan a nivel
transnacional? (Con la diferencia, por cierto esencial, de que el movimiento
obrero actuaba como un contrapoder, mientras que las empresas globales están
actuando hasta la fecha sin tener
ningún contrapoder ‑transnacional‑ enfrente.)
¿Por qué la globalización significa politización?
Porque la puesta en escena de la globalización permite a los empresarios, y sus
asociados, reconquistar y volver a disponer del poder negociador política y
socialmente domesticado del capitalismo democráticamente organizado. La globalización
posibilita eso que sin duda estuvo siempre presente en el capitalismo, pero que
se mantuvo en estado larvado durante la fase de su domesticación por la
sociedad estatal y democrática: que los empresarios, sobre todo los que se
mueven a nivel planetario, puedan desempeñar un papel clave en la configuración
no sólo de la economía, sino también de la sociedad en su conjunto, aun cuando
«sólo> fuera por el poder que tienen para privar a la sociedad de sus
recursos materiales (capital, impuestos, puestos de trabajo).
La economía que actúa a nivel mundial socava
los cimientos de las economías nacionales y de los Estados nacionales, lo cual
desencadena a su vez una subpolitización de alcance completamente nuevo y de
consecuencias imprevisibles. Se trata de que, en este nuevo «asalto>, el
viejo enemigo «trabajo> se está viendo relegado a la vía muerta de la
historia, pero también, fundamentalmente, de que «se está dando la
jubilación>, por así decir, al «capitalismo general ideal>, como llamara
Marx al Estado; se trata, en
definitiva, de la liberación respecto de los corsés del trabajo y el Estado tal
y como han existido en los siglos XIX y XX.
<Todo lo que es estamental y tradicional, y
está anquilosado y encallecido, se está evaporando>, había pregonado Marx en
su Manifiesto comunista de manera
bastante tajante con referencia al potencial revolucionario del capital. Lo
<estamental> era entonces la organización social‑estatal y sindical del
trabajo, y <lo anquilosado y encallecido> eran las ventajas burocráticas
y el esquilmamiento del pueblo por parte del Estado (nacional). Vemos, así,
cómo las nuevas dimensiones de la <política imperativa y realista> de la globalización
se asientan sobre unos fundamentos caracterizados por su efectividad y elegancia.
Por lo tanto, como se oye decir por doquier,
no es la política particular de los empresarios, sino la <globalización>
la que parece forzar esta serie de medidas perentorias y radicales. Por lo
demás, según las <leyes> del mercado global, hay que buscar no‑A para
obtener A; como, por ejemplo, eliminar o <secuestrar> puestos de trabajo
para asegurar puestos de trabajo en un determinado lugar. Precisamente porque el
trabajo se puede y debe reducir o rarificarse para incrementar los beneficios,
la política actual se trasmuta subrepticiamente en su contrarío. Todo el que
fomenta el crecimiento económico acaba generando
desempleo; y todo el que rebaja drásticamente los impuestos para que
aumenten las posibilidades de beneficios genera
posiblemente también desempleo. Las paradojas políticas y sociales de una
economía transnacional, que con la <eliminación de las trabas a la
inversión> (es decir, con la eliminación de la normativa ecológica,
sindical, asistencial y fiscal) debe ser mimada y premiada para que destruya
cada vez más trabajo y de este modo se incrementen cada vez más la producción y
los beneficios, deben quedar no obstante científicamente evidenciadas y políticamente
reforzadas.
Lo cual quiere decir lo siguiente: la puesta
en escena de la globalización como factor amenazador, es decir, la política de
la globalización, no pretende solamente eliminar las trabas de los sindicatos,
sino también las del Estado nacional; con
otras palabras, pretende restar poder a la política estatal‑nacional. La
retórica de los representantes económicos más importantes en contra de la
política social estatal y de sus valedores deja poco que desear en cuanto a
claridad. Pretenden, en definitiva, desmantelar el aparato y las tareas
estatales con vistas a la realización de la utopía del anarquismo mercantil del
Estado mínimo. Con lo que, paradójicamente, a menudo ocurre que se
responde a la globalización con la renacionalización.
No se suele reconocer que, en el tema de la
globalización, no sólo <se juegan la piel> los sindicatos, sino también
la política y el Estado. Los políticos de los distintos partidos, sorprendidos
y fascinados por la globalización <debilitadora de instituciones>, están
empezando a sospechar vagamente que, como dijera Marx tiempo ha, se pueden
convertir en sus propios <sepultureros>. De todos modos, personalmente yo
no puedo por menos de considerar una ironía el que algunos políticos pidan a
voces mercado, mercado y más mercado y no se den cuenta de que, de este modo,
están matando el mismísimo nervio vital y cerrando peligrosamente el grifo del
dinero y del poder. ¿Se ha visto alguna vez una representación más descerebrada
y alegre de un suicidio tan manifiesto?
Pero ¿en qué se funda el nuevo poder de los
empresarios transnacionales? ¿De dónde surge y cómo se reproduce su potencial
estratégico?
A nadie se le oculta que se ha producido una
especie de toma de los centros materiales vitales de las sociedades modernas
que tienen Estados nacionales, y ello sin
revolución, sin cambio de leyes
ni de Constitución; es decir, mediante el desenvolvimiento simple y normal de
la vida cotidiana o, como suele decirse, con el business as usual.
En primer lugar, podemos exportar puestos de trabajo allí donde son más bajos los costes
laborales y las cargas fiscales a la creación de mano de obra.
En segundo lugar, estamos en condiciones (a causa de
las nuevas técnicas de la información, que llegan hasta los últimos rincones
del mundo) de desmenuzar los productos y las prestaciones de servicios, así
como de repartir el trabajo por todo el
mundo, de manera que las etiquetas nacionales y empresariales nos pueden
inducir fácilmente a error.
En tercer lugar, estamos en condiciones de
servirnos de los Estados nacionales y de los centros de producción individuales
en contra de ellos mismos y, de este modo, conseguir <pactos globales>
con vistas a unas condiciones impositivas más suaves y unas infraestructuras
más favorables; asimismo, podemos <castigar> a los Estados nacionales
cuando se muestran <careros> o <poco amigos de nuestras
inversiones>.
En cuarto, y último, lugar, podemos distinguir
automáticamente en medio de las fragosidades ‑controladas‑ de la producción
global entre lugar de inversión, lugar de
producción, lugar de declaración fiscal y lugar de residencia, lo
que supone que los cuadros dirigentes podrán vivir y residir allí donde les
resulte más atractivo y pagar los impuestos allí donde les resulte menos
gravoso.
Y, nótese bien, todo esto sin que medien
suplicatorios ni deliberaciones parlamentarias, decretos gubernamentales,
cambios de leyes ni, siquiera, un simple debate público. Esto justifica, por su
parte, el concepto de «subpolítica»[2],
entendida no como una (teoría de la) conspiración sino como un conjunto de
oportunidades de acción y de poder suplementarias más allá del sistema político, oportunidades reservadas a las
empresas que se mueven en el ámbito de la sociedad mundial: el equilibrio y el
pacto de poder de la primera modernidad de la sociedad industrial quedan así
revocados y ‑obviando al gobierno y al parlamento, a la opinión pública
y a los jueces‑ se traspasan a la autogestión
de la actividad económica. El paso a la política de la globalización, aún
no estipulada pero que escribe en cada caso desde cero las reglas de juego
sociales, se ha producido de manera suave y normal y con la legitimación de
algo que es inevitable: la modernización.
El Estado nacional es un Estado territorial, es
decir, que basa su poder en su apego a un lugar concreto (en el control de las
asociaciones, la aprobación de leyes vinculantes, la defensa de las fronteras,
etc..). Por su parte, la sociedad global, que a resultas de la globalización se
ha ramificado en muchas dimensiones, y no sólo las económicas, se entremezcla
con ‑y al mismo tiempo relativiza‑ el Estado nacional, como quiera que existe
una multiplicidad ‑no vinculada a un lugar‑ de círculos sociales, redes de
comunicación, relaciones de mercado y modos de vida que traspasan en todas direcciones
las fronteras territoriales del Estado nacional. Esto aparece en todos los
pilares de la autoridad nacional‑estatal: la fiscalidad, las atribuciones
especiales de la policía, la política exterior o la defensa. Consideremos, por
ejemplo, el caso de la fiscalidad.
Tras una subida de impuestos no se esconde una
autoridad cualquiera, sino el mismísimo principio de la autoridad del Estado
nacional. La soberanía en materia fiscal está ligada al concepto de control de
las actividades económicas en el interior de un territorio concreto, premisa
que, considerando las verdaderas posibilidades de comercio existentes a nivel
global, resulta cada vez más ficticia. Las empresas pueden producir en un país,
pagar impuestos en otro y exigir gastos estatales en forma de creación de
infraestructuras en un tercer país. Las personas se han vuelto más móviles ‑y
más ingeniosas‑ para, cuando son ricas, encontrar y explotar subterfugios o
fisuras en las redes de arrastre del Estado nacional, o, cuando disponen de una
competencia o mercancía muy demandada, instalar la mano de obra allí donde les
resulta más ventajoso; o, finalmente, cuando son pobres, para emigrar allí
donde creen atisbar un porvenir de bienestar y abundancia. Por su parte, se
enredan en un mar de contradicciones los intentos de los Estados nacionales por
mantenerse aislados, pues, para subsistir en medio de la competencia de la
sociedad mundial, cada país tiene que atraer imperiosamente capital, mano de
obra y cerebros.
Los gladiadores del crecimiento económico, tan
cortejados por los políticos, socavan la autoridad del Estado al exigirle
prestaciones por un lado y, por el otro, negarse a pagar impuestos. Lo curioso
del caso es que son precisamente los más ricos los que se vuelven contribuyentes virtuales, toda vez que
su riqueza descansa en última instancia en este vírtuosismo de lo virtual. Así,
de manera (las más de la veces) legal pero ¡legítima, están socavando el bien
general que tanto proclaman.
La revista Fortune,
que publica regularmente la lista de los quinientos empresarios más ricos
del mundo, se congratula de que éstos hayan «traspasado las fronteras para
conquistar nuevos mercados y fagocitar la competencia local. Cuantos más países
hay, mayores son los beneficios. Los beneficios de las quinientas empresas más
grandes del mundo han aumentado un 15 %, mientras que su volumen de negocio
sólo lo ha hecho en un 11 % >.[3]
<¡Vivan los beneficios, mueran los puestos de
trabajo!>, leemos en Der. Spiegel. <Un milagro económico especial tiene atemorizada a la nación. En las
empresas se ha infiltrado una nueva generación de altos ejecutivos que rinden
culto, a imitación de EE.UU., a la acción bursátil. Resultado fatídico: la
bolsa recompensa a los destructores de empleos.>[4]
Los empresarios han descubierto la nueva
fórmula mágica de la riqueza, que no es otra que «capitalismo sin trabajo más capitalismo sin impuestos». La recaudación por
impuestos a las empresas ‑los impuestos que gravan los beneficios de éstas‑
cayó entre 1989 y 1993 en un 18,6%, y el volumen total de lo
recaudado por este concepto se redujo drásticamente a la mitad. < La red
social debe transformarse y dotarse de nuevos fundamentos>, sostiene André
Gorz. Pero con esta transformación ‑que no supresión‑ cabe preguntarse
igualmente por qué se ha vuelto aparentemente infinanciable. Los países de la UE se han hecho más ricos en
los últimos veinte años en un porcentaje que oscila entre el 50 y el 70%. La economía ha crecido mucho más deprisa que la población. Y,
sin embargo, la UE
cuenta ahora con veinte millones de parados, cincuenta millones de pobres y
cinco millones de personas sin techo. ¿Dónde ha ido a parar este plus de
riqueza? En Estados Unidos, es de sobra sabido que el crecimiento económico
sólo ha enriquecido al 10% más acomodado de la población. Este 10% se ha
llevado el 96% del plus de riqueza.
La situación no ha sido tan crítica en Europa, aunque aquí las cosas no
difieren tampoco sustancialmente.
En
Alemania, los beneficios de las empresas han aumentado desde 1979 en un 90%, mientras que los salarios sólo lo han hecho en un 6%. Pero los
ingresos fiscales procedentes de los salarios se han duplicado en los últimos
diez años, mientras que los ingresos fiscales por actividades empresariales se
han reducido a la mitad: sólo representan un 13 % de los ingresos fiscales globales. En 1980 representaban aún el 25
%; en 1960, hasta el 35%. De no haber bajado del 25%, el Estado habría recaudado en los
últimos años ochenta mil millones de marcos suplementarios por año.
>En los demás países se advierte una
evolución parecida. La mayoría de las firmas multinacionales, como Siemens o
BMW, ya no pagan en sus respectivos países ningún impuesto... Mientras esto
siga así .... la gente tendrá todo su derecho a no estar contenta de que le
reduzcan las prestaciones sociales, las pensiones y los salarios.>[5]
Por su parte, las empresas transnacionales
están registrando unos beneficios récord (merced sobre todo a la masiva
supresión de puestos de trabajo). En sus balances anuales, los consejos de
administración presentan unos beneficios netos astronómicos, mientras los
políticos, que tienen que justificar unas cifras de paro escandalosas, suben
los impuestos con la vana esperanza de que, con la nueva riqueza de los ricos,
se creen al menos unos cuantos puestos de trabajo.
La consecuencia de todo esto es el aumento de
la conflictividad también en el campo de la economía, es decir, entre los
contribuyentes virtuales y los contribuyentes reales. Mientras que las multinacionales pueden eludir al fisco del
Estado nacional, las pequeñas y medianas empresas, que son las que generan la
mayor parte de los puestos de trabajo, se ven atosigadas y asfixiadas por las
infinitas trabas y gravámenes de la burocracia fiscal. Es un chiste de mal
gusto que, en el futuro, sean precisamente los perdedores de la globalización, tanto el Estado asistencial como la
democracia en funciones, los que tengan que financiarlo todo mientras los ganadores de la globalización consiguen
unos beneficios astronómicos y eluden toda responsabilidad respecto de la
democracia del futuro. Consecuencia: es preciso formular en nuevos términos
teóricos y políticos la cuestión trascendental de la justicia social en la era
de la globalización.
También saltan a la vista las contradicciones
del <capitalismo sin trabajo>. Los directivos de las multinacionales
ponen a salvo la gestión de sus negocios llevándoselos a la India del sur, pero envían a
sus hijos a universidades europeas de renombre subvencionadas con dinero
público. Ni se les pasa por la cabeza irse a vivir allí donde crean los puestos
de trabajo y pagan muy pocos impuestos. Pero para sí mismos reclaman,
naturalmente, derechos fundamentales políticos, sociales y civiles, cuya
financiación pública torpedean. Frecuentan el teatro; disfrutan de la
naturaleza y el campo, que tanto dinero cuesta conservar; y se lo pasan bomba
en las metrópolis europeas aún relativamente libres de violencia y criminalidad.
Sin embargo, con su política exclusivamente orientada a la generación de
beneficios están contribuyendo a la vez al hundimiento de este modo de vida
europeo. Pregunta: ¿dónde desearán vivir, ellos o sus hijos, cuando nadie financie
ya los Estados democráticos de Europa?
Lo que es bueno para el Banco de Alemania no
lo es ya necesariamente para la propia Alemania. Las multinacionales abandonan
el marco de los Estados nacionales y retiran de facto su lealtad para con los actores del Estado nacional; con
lo cual cae también en picado el grado de integración social de sus respectivos
países, y ello tanto más cuanto que más fuertemente se fundamentaba éste en el
aspecto puramente económico. Son precisamente los Estados asistenciales bien
acolchados los que caen en este insidioso círculo vicioso: deben pagar prestaciones
codificadas a un número cada vez mayor de personas ‑pronto habrá cinco millones
de parados registrados solamente en Alemania‑ al tiempo que van perdiendo el
control de los impuestos, porque, en la partida de póquer por su religación
local, las empresas transnacionales han acaparado las cartas definitivamente ganadoras.
Dichas empresas se subvencionan de varias maneras: primero optimizando la
creación de infraestructuras, en segundo lugar recibiendo subvenciones, en
tercer lugar minimizando los impuestos, y en cuarto lugar <externalizando>
los costes del desempleo.
Este círculo vicioso en el que cae el Estado
asistencial no sólo es el resultado de unos recursos decrecientes junto a
gastos que suben como la espuma, sino también de la falta de medios de
pacificación conforme el abismo entre pobres y ricos se va haciendo cada vez
más grande. Dado que el marco del Estado nacional ha perdido su fuerza
vinculante, los ganadores y los perdedores de la globalización dejan de
sentarse, por así decir, a la misma mesa. Los nuevos ricos ya no
<necesitan> a los nuevos pobres. Entre ambos colectivos resulta difícil
llegar a un compromiso, porque falta un marco común apropiado en el que se
puedan abordar y regular estos conflictos que traspasan las fronteras .[6]
No resulta difícil imaginar que la lógica
conflictual del juego capitalista sale renovada y reforzada, al tiempo que
disminuyen los medios de pacificación del Estado (en su esfuerzo por que
aumente el pastel a repartir mediante un crecimiento económico forzoso).
Así, resulta bastante cuestionable el modelo
de la primera modernidad, que se pensó y organizó sobre la base de la unidad de
la identidad cultural («pueblo», del espacio y del Estado cuando aún no estaba
a la vista, ni se auspiciaba, una nueva unidad de la humanidad, del planeta y
del Estado mundial.
II
ENTRE LA ECONOMÍA MUNDIAL
Y LA INDIVIDUALIZACIÓN ,
EL ESTADO NACIONAL
PIERDE SU SOBERANÍA: ¿QUÉ
HACER?
La conclusión salta a la vista: el proyecto de
la modernidad parece haber fracasado. Los filósofos de la posmodernidad fueron los primeros en extender ‑de manera jubilosa y
enfática‑ el certificado de defunción a la pretensión de racionalidad por parte
de la ciencia. Lo que se hace pasar por universalismo occiental de la Ilustración y de los
derechos humanos no es otra cosa que la opinión de «hombres blancos, muertos o
viejos>, que oprimen los derechos de las minorías étnicas, religiosas y
sexuales mientras imponen de manera absoluta su <metadiscurso>
partidista.
Mediante la tendencia secular a la individualización, se dice luego, se
torna poroso el conglomerado social, la sociedad pierde conciencia colectiva y,
por ende, su capacidad de negociación política. La búsqueda de respuestas
políticas a las grandes cuestiones del futuro se ha quedado ya sin sujeto y sin
lugar.
Según esta negrísima visión, la globalización
económica no hace sino consumar lo que se alienta intelectualmente mediante la
posmodernidad y políticamente mediante la individualización, a saber, el colapso
de la modernidad. El díagnóstico es el siguiente: el capitalismo se queda sin trabajo y produce paro. Con esto se
quiebra la alianza histórica entre sociedad de mercado, Estado asistencial y
democracia que hasta ahora ha integrado y legitimizado al modelo occidental, es
decir, al proyecto de modernidad del Estado nacional. Vistos desde esta
perspectiva, los neoliberales son los liquidadores de Occidente, aun cuando se
presenten como sus reformadores. Por lo que se refiere al Estado asistencial,
la democracia y la vida pública, la suya es una modernización condenada a
muerte.
Sin embargo, la decadencia empieza por el
cerebro. El fatalismo es también una enfermedad del lenguaje. Antes de
arrojarnos desde la Torre
Eiffel , deberíamos ir a ver al médico del lenguaje. «Los conceptos
están vacíos, y ya no aprehenden, iluminan ni seducen. Lo gris, que impregna
todo el mundo, tiene probablemente también su fundamento en un enmohecimiento
de las palabras.»[7]
Lo que parece una degeneración podría, si sale bien, superar las ortodoxias que
han hecho fracasar a la primera modernidad y auspiciar la irrupción de una segunda
modernidad.[8]
En mi libro Kinder der Freiheit (Hijos de la libertad) he tratado de mostrar
cómo la denominada <degeneración de los valores> tal vez signifique el
final del quehacer político de la ortodoxia colectiva, pero no el del quehacer
político propiamente dicho. Paralelamente al desteñimiento del medio social moral,
van tomando forma curiosamente los fundamentos vitales ‑a nivel mundial‑ de un republicanismo cosmopolita, en cuyo
centro se encuentra la libertad de cada cual.
En cualquier caso, es difícil elevar la voz
contra el poder mundial del mercado mundial. Esto sólo es posible a condición
de acabar con la idea de un mercado mundial mundialmente poderoso que gobierna,
en nuestros cerebros y paraliza toda su actividad. En este libro me gustaría
enfrentarme a este megafantasma que actualmente recorre Europa con el
tirachinas de una simple diferenciación (entre, por una parte, el globalismo y, por otra, la globalidad y la globalización). Esta
diferenciación tiene la virtud de desmarcarse de la ortodoxia territorial de lo político y lo social que surgió con el
proyecto del Estado nacional de la primera modernidad y se impuso omnímodamente
a nivel categorial e institucional.
Por globalismo
entiendo la concepción según la cual el mercado mundial desaloja o sustituye
al quehacer político; es decir, la ideología del dominio del mercado mundial o
la ideología del liberalismo. Ésta procede de manera monocausal y economicista
y reduce la pluridimensionalidad de la globalización a una sola dimensión, la
económica, dimensión que considera asimismo de manera lineal, y pone sobre el
tapete (cuando, y si es que, lo hace) todas las demás dimensiones ‑las
globalizaciones ecológica, cultural, política y social‑ sólo para destacar el
presunto predominio del sistema de mercado mundial. Lógicamente, con esto no
queremos negar ni minimizar la gran importancia de la globalización económica
en cuanto opción y percepción de los actores más activos. El núcleo ideológico del
globalismo reside más bien en que da al traste con una distinción fundamental
de la primera modernidad, a saber, la existente entre política y economía. La
tarea principal de la política, delimitar bien los marcos jurídicos, sociales y
ecológicos dentro de los cuales el quehacer económico es posible y legítimo
socialmente, se sustrae así a la vista o se enajena. El globalismo pretende que
un edificio tan complejo como Alemania ‑es decir, el Estado, la sociedad, la
cultura, la política exterior‑ debe ser tratado como una empresa. En este
sentido, se trata. de un imperialismo de lo económico bajo el cual las empresas
exigen las condiciones básicas con las que poder optimizar sus objetivos.
Resulta cuanto menos singular el hecho de que ‑y la
manera como‑ el así entendido globalismo arrastra a su bando a sus mismos
oponentes. Existe un globalismo afirmador,
pero también otro negador, el
cual, persuadido del predominio ineluctable del mercado mundial, se acoge a
varias formas de proteccionismo:
Los
proteccionistas negros lamentan el hundimiento de los valores y la
pérdida de importancia de lo nacional, pero, al mismo tiempo, y de manera un
tanto contradictoria, llevan a cabo la destrucción neoliberal del Estado
nacional.
Los proteccionistas
verdes descubren el Estado nacional como un biotopo político amenazado de extinción,
que protege los valores medioambientales contra las presiones del mercado
internacional y, en tal sentido, merece ser protegido al igual que la misma
naturaleza.
Los proteccionistas
rojos siguen aireando en todas las cuestiones el lema de la lucha de
clases; para ellos, la globalización es un sinónimo más de «ya lo habíamos advertido».
Están celebrando la fiesta de una resurrección marxista. En cualquier caso, se
trata de una cegada porfía de la utopía.
De todas estas trampas del globalismo hay que
distinguir eso que ‑en la estela del debate anglosajón‑ he dado yo en llamar
globalidad y globalización.
La globalidad
significa lo siguiente: hace ya
bastante tiempo que vivimos en una sociedad mundial, de manera que la tesis
de los espacios cerrados es ficticia. No hay ningún país ni grupo que pueda
vivir al margen de los demás. Es decir, que las distintas formas económicas, culturales
y políticas no dejan de entremezclarse y que las `` evidencias del modelo
occidental se deben justificar de nuevo. Así, «sociedad mundial> significa
la totalidad de las relaciones sociales que no están integradas en la política
del Estado nacional ni están determinadas (ni son determinables) a través de
ésta. Aquí la autopercepción juega un papel clave en cuanto que la sociedad
mundial en sentido estricto ‑para proponer un criterio operativo [y
políticamente relevante) significa una sociedad mundial percibida y reflexiva. La pregunta de hasta qué punto se da dicha sociedad
se puede convertir empíricamente, según esto (de acuerdo con el teorema de
Thomas, según el cual lo que los hombres consideran real se convierte en real),
en la pregunta de cómo y hasta qué punto los hombres y las culturas del mundo se perciben en sus diferencias
respectivas y hasta qué punto esta autopercepción desde el punto de vista de la
sociedad mundial se torna relevante desde el de la conducta.[9]
En la expresión <sociedad mundial>,
<mundial> significa según esto diferencia,
pluralidad, y <sociedad> significa estado de no‑integración, de
manera que (tal y como sostiene M. Albrow) la sociedad mundial se puede comprender como una pluralidad
sin unidad. Esto presupone ‑como se verá a lo largo del presente libro‑
varias cosas muy diferenciadas; por ejemplo, formas de producción transnacional
y competencia del mercado del trabajo, informes mundiales en los medios de
comunicación, boicots de compras transnacionales, formas de vida
transnacionales, crisis y guerras percibidas desde un punto de vista
<global>, utilización militar y pacífica de la energía atómica, la
destrucción de la naturaleza, etc.
Por su parte, la globalización significa los procesos
en virtud de los cuales los Estados nacionales soberanos se entremezclan e
imbrican mediante actores transnacionales y sus respectivas probabilidades de
poder, orientaciones, identidades y entramados varios.
Un diferenciador esencial entre la primera y
la segunda modernidad es la irrevisabilidad
de la globalidad resultante. Lo cual quiere decir lo siguiente: existe una
afinidad entre las distintas lógicas de las globalizaciones ecológica,
cultural, económica, política y social, que no son reducibles ‑ni explicables‑
las unas a las otras, sino que, antes bien, deben resolverse y entenderse a la
vez en sí mismas y en mutua interdependencia. La suposición principal es que
sólo así se puede abrir la perspectiva y el espacio del quehacer político. ¿Por
qué? Porque sólo así se puede acabar con el hechizo despolitizador del globalismo,
pues sólo bajo la perspectiva de la pluridimensionalidad de la globalidad estalla
la ideología de los hechos consumados del globalismo. Pero ¿qué es lo que torna
irrevisable la globalidad? He aquí ocho razones, introducidas con frases
programáticas:
1. El ensanchamiento del campo geográfico y la
creciente densidad del intercambio internacional, así como el carácter global
de la red de mercados financieros y del poder cada vez mayor de las
multinacionales.
2. La revolución permanente en el terreno de
la información y las tecnologías de la comunicación.
3. La exigencia, universalmente
aceptada, de respetar los derechos humanos ‑también considerada (de boquilla)
como el principio de la democracia.
4. Las corrientes ¡cónicas de las industrias
globales de la cultura.
5. La política mundial posinternacional y
policéntrica: junto a los gobiernos hay cada vez más actores transnacionales
con cada vez mayor poder (multinacionales, organizaciones no gubernamentales,
Naciones Unidas).
6. El problema de la pobreza global.
7. El problema de los daños y atentados
ecológicos globales.
8. El problema de los conflictos transculturales en
un lugar concreto.
Con tales presupuestos cobra la sociología
nueva importancia como investigación de lo que significa la vida humana en la
inmensa gran trampa en que se ha convertido el mundo. La globalidad nos recuerda
el hecho de que, a partir de ahora, nada de cuanto ocurra en nuestro planeta
podrá ser un suceso localmente delimitado, sino que todos los descubrimientos,
victorias y catástrofes afectarán a todo el mundo y que todos deberemos
reorientar y reorganizar nuestra vidas y quehaceres, así como nuestras organizaciones
e instituciones, a lo largo del eje «local‑global». Así entendida, la
globalidad ofrece a nuestra consideración la nueva situación de la segunda
modernidad. En este concepto se recogen al mismo tiempo los motivos básicos de
por qué las respuestas tipo de la primera modernidad resultan contradictorias e
inservibles para la segunda modernidad, con el resultado de que se debe fundar
y descubrir de nuevo la política para el tiempo que dure la segunda modernidad.
A partir de este concepto de globalidad, el
concepto de globalización se puede describir
como un proceso (antiguamente se
habría dicho: como una dialéctica) que crea vínculos y espacios sociales
transnacionales, revaloriza culturas locales y trae a un primer plano terceras
culturas ‑«un poco de esto, otro poco de eso, tal es la manera como las
novedades llegan al mundo» (Salman Rushdie)‑. En este complejo marco de relaciones
se pueden reformular las preguntas tanto sobre las dimensiones como sobre las fronteras
de la globalización resultante, teniendo presentes estos tres parámetros:
en primer lugar, un mayor espacio;
en segundo lugar, la estabilidad en el tiempo; y
en tercer lugar, la densidad (social) de los entramados, las interconexiones y las
corrientes icónicas transnacionales.
Dentro de este horizonte conceptual, estamos
ya en condiciones de contestar a otras preguntas, como, por ejemplo: «¿En qué
estriba la singularidad histórica de la globalización presente
y sus paradojas en un lugar concreto (por ejemplo, en comparación
con el denominado «sistema mundial capitalista>, que se encuentra ya en
formación desde el colonialismo y del que habla Immanuel Wallerstein)?[10]
La singularidad del proceso de globalización
radica actualmente (y radicará sin duda también en el futuro) en la ramificación, densidad y estabilidad de sus
recíprocas redes de relaciones regionales‑globales empíricamente comprobables y
de su autodefinición de los medios de comunicación, así como de los espacios
sociales y de las citadas corrientes irónicas en los planos cultural,,
político, económico, militar y económico[11]
La sociedad mundial no es, pues, ninguna megasociedad nacional que contenga ‑y
resuelva en sí‑ todas las sociedades nacionales, sino un horizonte
mundial caracterizado por la multiplicidad y la ausencia de integrabilidad, y
que sólo se abre cuando se produce y conserva en actividad v comunicación.
Los escépticos de la globalidad se
preguntarán: qué hay de nuevo en todo esto? Para luego sentenciar: nada del
otro mundo. Pero se equivocan desde los puntos de vista histórico, empírico y
teórico. Nuevo no es sólo la vida cotidiana y las transacciones comerciales
allende las fronteras del Estado nacional al interior de un denso entramado con
mayor dependencia y obligaciones recíprocas; nueva es la autopercepción de esta
transnacionalidad (en, los medios de comunicación, en el consumo, en el
turismo); nueva es la «translocalización» de la comunidad, el trabajo y el
capital; nuevos son también la conciencia del peligro ecológico global y los
correspondientes escenarios de actividad; nueva es la incoercible percepción de
los otros transculturales en la propia vida, con todas sus contradictorias
certezas; nuevo es el nivel de circulación de las «industrias culturales
globales» (Scott Lash/John Urry); nuevo es también el paulatino abrirse paso de
una imagen estatal europea, así como la cantidad y poder de los actores, instituciones
y acuerdos transnacionales; y, finalmente, nuevo es también el nivel de
concentración económica, que, pese a todo, se ve contrarrestado por la nueva
competencia de un mercado mundial que no conoce fronteras.
Finalmente, y en consecuencia, globalización
significa también: ausencia de Estado
mundial; más concretamente: sociedad mundial sin Estado mundial y sin gobierno mundial. Estamos asistiendo a la
difusión de un capitalismo globalmente desorganizado, donde no existe ningún
poder hegemónico ni ningún régimen internacional, ya de tipo económico ya político.
Las otras tres partes del presente ensayo se
abordarán en el horizonte de esta diferenciación. En la segunda parte‑¿Qué significa la globalización se esbozan, y
cotejan entre sí, la pluridimensionalidad, ambivalencia y paradojas de la
globalidad y de la globalización desde los puntos de vista social, económico, político,
ecológico y cultural.
Como trataremos de mostrar en la tercera parte ‑Errores del globalismo‑, el espacio libre configurador, el primado de lo político
sólo se puede recuperar con una crítica decidida al globalismo.
En la cuarta parte ‑Respuestas a la globalización, en una especie de brainstorming público se presentan como
contraveneno para la parálisis política actual diez puntos básicos que permiten
abordar las exigencias planteadas por la era global.
El final lo conforma la siguiente «prueba del
dedo> de Calandra: ¿qué ocurre cuando no ocurre nada? La brasileñización de Europa.
En tercer lugar, la globalización zarandea la
imagen de espacio homogéneo, cerrado, estanco y nacional‑ estatal que tiene de
sí mismo un país que ostenta el nombre de República Federal en sus fundamentos
constitucionales. En cambio, en Gran Bretaña, que era un imperio mundial, la
globalización aparece como un bonito recuerdo de éste. También es Alemania desde
hace mucho tiempo un lugar global en el que se dan cita diferentes culturas del
mundo, con sus correspondientes contradicciones. Pero esta realidad ha
permanecido hasta ahora oculta en el concepto que tiene de sí misma una nación
mayormente homogénea. Todo esto ha salido a la luz a raíz del debate acerca de
la globalización, pues ésta significa, como se ha dicho, ante todo una cosa:
desnacionalización, es decir, erosión pero también posible transformación del
Estado nacional en un Estado transnacional.
El choque de la globalización en cuanto choque
de la desnacionalización no sólo cuestiona las categorías al uso sobre la
identidad de los alemanes de la posguerra, es decir, un <modelo de
Alemania> corporativista con su especifico sistema social. Esta experiencia,
y esta exigencia,, se casa mal, en cuarto y último lugar, con las disputas en
torno a la reunificación de las dos Alemanias. Sin embargo, el drama de la
reunificación (en muchos aspectos semejante a un drama matrimonial) ha supuesto
que los alemanes se ocupen de sí mismos y de la cuestión: ¿qué elementos
«alemanes» comunes se han mantenido tras medio siglo de separación, y con
cuáles de dichos elementos merece la pena identificarse? En esta fase de auto
contemplarse y autocuestionarse, estalla ahora esta noticia o bomba que es la
globalización: el Estado nacional pierde soberanía y sustancia con la ‑tan
pulcramente planeada‑ separación de competencias en el marco del mercado común
europeo, y esto en todas las dimensiones: recursos financieros, poder de
configuración política y económica, política informativa y cultural,
identificación cotidiana de los ciudadanos... La posibilidad"[12]
de que surjan «Estados transnacionales> como respuesta a la
globalización, con lo que esto supone en los planos económico, militar,
político y cultural, la avanzamos aquí sólo a modo de hipótesis de trabajo.
Si en el vértigo y remolino del año asombroso de
1989 se decía todavía: <Crece junto lo que pertenece al mismo tronco>
(Willy Brandt), el mensaje del debate de la globalización es ahora el siguiente:
en la base de estas esperanzas ‑y de sus correspondientes desencantos subyace
una imagen anticuada del idilio del Estado nacional. El modelo tradicional del Estado nacional sólo tendrá probabilidades
de supervivencia en la nueva estructura de poder del mercado mundial, así como
en las instancias y movimientos transnacionales, sí el proceso de globalización
se convierte en criterio de la política nacional en sus respectivos ámbitos (economía,
legislación, defensa, etc.).
Este reconocimiento no es algo que se deje al
libre arbitrio, por así decir, de los actores individuales ni de los actores
sociales y políticos. La nueva situación social surgida a nivel mundial, en la
que, por ejemplo, la idea de productos, empresas, tecnologías, industrias (e
incluso asociaciones deportivas) <nacionales> se vuelve cada vez más
ficticia, exige forzosamente, so
pena de hundimiento económico, político y cultural, unas miras más amplias
para la era global, sus posibilidades, ideologías, paradojas e histerias; pero,
fundamentalmente, para el nuevo juego de poder al que todos ‑unos más que otros‑
estamos llamados ineluctablemente. O, formulado de otra manera, la globalidad es una condición impostergable
de la actividad humana en las postrimerías de este siglo.
Por lo cual, deben reformularse los
fundamentos de la primera modernidad. ¿Qué significa la tolerancia? ¿Qué
implican los derechos humanos, que se supone deben valer para todos, con
respeto a las distintas culturas? ¿Quién garantiza los derechos humanos en el
mundo del post‑Estado nacional? ¿Cómo se puede salvar, o reformar, la seguridad
social, que hasta ahora se ha concebido desde el punto de vista del Estado
nacional, habida cuenta de la pobreza global cada vez mayor y del trabajo
asalariado en progresiva disminución? ¿Estallarán nuevas guerras de religión
cuando se erosionen los Estados nacionales, guerras agravadas por las
catástrofes ecológicas? ¿O nos estamos dirigiendo a un mundo sin violencia,
que, tras el triunfo del mercado mundial, vivirá en un clima de paz? ¿Estamos
tal vez incluso en el umbral de una segunda Ilustración?
Tales son las preguntas, que como vemos
afectan a la sustancia misma de la civilización, planteadas a propósito de la
globalización, sin que nadie sepa, ni pueda saber, cómo se pueden contestar por
encima de las tumbas de pobres y ricos, etnias, continentes o religiones, con
sus respectivas historias violentas e inextricables.
[1] Véase al respecto A. Giddens, Jenseits von Links und Rechts,
Francfort del Meno, 1997.
[2] Se encontrará ampliamente tratado el
concepto de «subpolítica» en U. Beck (comp.), Die Erfindung des Politischen, Francfort del Meno, 1993, cap. V,
págs. 149‑171.
[3] Fortune, Nueva York, 5‑8‑1996, citada por Frédéric F. Clairmont en «Endiose
Profite, endliche Welt», Le Monde diplomatique,
11 de abril de 1997, pág. 1, donde se encontrarán también algunos datos sobre el desarrollo
transnacional.
[4]
Der. Spiegel, 1997, nº 12, págs. 92‑105, donde se encontrarán también algunos datos sobre la
multiplicación de los beneficios merced a la espectacular supresión de puestos
de trabajo.
[5] André Gorz, en entrevista concedida al Frankfurter Allgemeine Zeitung, 1 de
agosto de 1997, pág. 35.
[6] Véanse al respecto las págs. 87‑91 de este
libro.
[7] U. Beck, <Wäter der. Freiheit», en U. Beck (comp.), Kinder der. Freiheit, Francfort del Meno, 1997, págs. 377 y sigs.
[8] Pater semper incertus. De un tiempo a esta parte se discute
acaloradamente en la prensa acerca de la paternidad de la expresión asegunda
modernidad». Sin embargo, el no haber leído ni poder citar no bastan para
ganarse la originalidad ‑ni para atraerse las sospechas‑. Auf dem Weg in die Zweíte Moderne es el título ‑bastante explícito‑
de una colección por mí editada. Asimismo, Auf
dem Weg in eipe andere Moderno es el subtítulo de mi libro Risikogesellschaft, aparecido en 1986 en
la edición de Suhrkamp. En esa misma colección se ha tenido ya ocasión de
distinguir claramente entre «modernización sencilla» y «modernización
reflexiva», así como entre «primera modernidad» y «segunda modernidad» ‑como
por lo demás en todos los libros que han venido después‑. Die Erfindung des Politischen (aparecido en 1993, también edi‑ tado
por Suhrkamp) se iba a haber llamado en un primer momento Jenseits von Links und Rechts y, en un segundo momento, Zweite Moderne; pero ambos títulos se rechazaron
luego por varios motivos. Además, sin duda la importancia que se atribuye a un
concepto juega en esto un papel insignificante. Desde el punto de vista del
contenido, existe asimismo una gran afinidad entre segunda. modernidad y otra modernidad: los temas de la citada
colección ‑individualización, crisis ecológicas, sociedad sin trabajo y hasta
la misma globalización‑ son aspectos esenciales de la sociedad de riesgo Estoy seguro de que la siguiente queja se
formulará así: «¡Vaya, no hay nada nuevo...!» Si existe algún parentesco
electivo conceptual, no puede ser más que con la palabra acuñada por Jürgen Habermas
«modernidad inconclusa». Véase también J. Habermas, < Jenseits des Nationalstaats?»,
en U. Beck (come.), Tolitak der
Globalisierung, Francfort del Meno, 1997.
[9] Véanse más abajo las págs. 65 y sigs., 77 y
sigs., y págs. 104‑115 y 129‑159.
[10] Sobre I. Wallerstein, véanse las págs. 57‑60
del presente libro.
[11] Esto lo subraya el grupo de D. Held d en
«Die Globalisierung der. Wirtschaft», en U. Beck (come.),
Politik der. Globalizierung.
[12] Véanse las págs. 152‑160‑ y 184‑190 de este
libro.
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