Las virtudes del
educador, según Freire
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—Carlos Tünnermann B.—
Managua |
En ocasión del «Día
del Maestro», que se celebra la próxima semana, quizás sea oportuno referirnos
a los conceptos expresados en torno a las virtudes del educador, o de la
educadora, por ese gran teórico de la pedagogía contemporánea y honra del
pensamiento latinoamericano que fue Paulo Freire. Estos fueron expuestos en su
intervención ante la
Asamblea Mundial de Educación de Adultos, celebradas en
Buenos Aires en 1985.
Para comenzar, Freire advirtió que
las virtudes a las cuales se iba a referir no eran las virtudes de cualquier
educador «sino de aquellos que están comprometidos con la transformación de la
sociedad injusta, para crear una sociedad menos injusta».
Ocho son, según Freire, las
virtudes del «educador comprometido».
Estas virtudes, advierte, no son cualidades abstractas sino que «se crean en
nosotros». No son un regalo de la naturaleza ni pueden ser vistas como algo con
lo cual uno nace «sino como una forma de ser, de encarar, de comportarse, de
comprender, todo lo cual se crea a través de la práctica, en búsqueda de la
transformación de la sociedad».
Veamos cuales son esas virtudes,
según Freire.
En primer lugar, Freire coloca la
virtud de la coherencia, es decir de
la congruencia entre lo que se dice y lo que se hace. Esta debería ser una
virtud básica de todo educador. No puede existir contradicción alguna entre lo
que predica en el aula a sus alumnos y su conducta personal, so pena de caer en
la hipocresía y la inautenticidad. La falta de coherencia haría perder toda
legitimidad a su discurso docente y lo transformaría en simples palabras
huecas. Y el primero en advertirlo sería, seguramente, el alumno. «Yo no puedo,
dijo Freire, proclamar mi opción por una sociedad justa, participativa y, al
mismo tiempo, rechazar a un alumno que tiene una visión crítica de mí como
profesor».
La segunda virtud sería «saber manejar la tensión entre la palabra
y el silencio». «Se trata, explicó Freire, de trabajar esa tensión
permanente que se crea entre la palabra del educador y el silencio del
educando, entre la palabra de los educandos y el silencio del educador. Vivir
apasionadamente la palabra y el silencio, significa hablar «con» los educandos,
para que también ellos hablen «con» uno. Los educandos tienen que asumirse
también como sujetos del discurso, y no como repetidores del discurso o de la
palabra del profesor». Hay que aprender algunas cuestiones básicas como éstas,
por ejemplo: no hay pregunta tonta, ni tampoco hay respuestas definitiva. «Es
necesario, agrega Freire, desarrollar una pedagogía de la pregunta, porque lo
que siempre estamos escuchando es una pedagogía de la contestación, de la
respuesta».
La tercera virtud podemos resumirla
así: «Trabajar críticamente la tensión
entre la subjetividad y la objetividad», es decir entre conciencia y mundo,
entre ser social y conciencia. Al respecto, Freire nos dice: «Es difícil
definir esta tensión porque ninguno de nosotros escapa a la tentación de
minimizar la objetividad y reducirla al poder de la subjetividad todopoderosa.
Cuando yo les digo que es difícil que uno ande por las calles de la historia
sin sufrir alguna de estas dos tentaciones, quiero decir que yo también tuve
estas tentaciones y anduve cayéndome un poco para el lado de la subjetividad.
Cuando leo la palabra «concientización» -palabra que nunca más usé desde 1972-,
la impresión que tengo es que el proceso de profundización de la toma de
conciencia aparecía en ciertos momentos de mi práctica como algo subjetivo. Me autocritiqué
cuando vi que parecía que yo pensaba que la percepción crítica de la realidad
ya significa su transformación. Esto es idealismo».
La cuarta virtud Freire la hace
residir en «diferenciar el aquí y ahora
del educador y el aquí y el ahora del educando». «Porque en la medida, aclara
Freire, que yo comprendo la relación entre «mi aquí» y «el aquí» de los
educandos es que empiezo a descubrir que mi aquí es el allá de los educandos».
Las otras virtudes que Freire
recomienda a los educadores son «evitar
el espontaneísmo sin caer en
posturas manipuladoras» y «vincular teoría y práctica», es decir, «vivir
intensamente la relación profunda entre la práctica y la teoría, no como
superposición, sino como unidad contradictoria, de tal manera que la práctica no
pueda prescindir de la teoría. Pensar que todo lo que es teórico es malo, es
algo absurdo, es absolutamente falso. Hay que luchar contra esta afirmación. No
hay que negar el papel fundamental de la teoría. Sin embargo, la teoría deja de
tener cualquier repercusión si no hay una práctica que motive la teoría».
Como séptima virtud Freire
recomienda «practicar una paciencia
impaciente», explicada en los términos siguientes: «Se trata de aprender a
experimentar la relación tensa entre paciencia e impaciencia, de tal manera que
jamás se rompa la relación entre las dos posturas. Si uno enfatiza la
paciencia, cae en el discurso tradicional que dice: «Ten paciencia, hijo mío,
porque tuyo será el reino de los cielos». El reino debe ser hecho aquí mismo,
con una impaciencia fantástica. Si nosotros rompemos la relación entre la
paciencia e impaciencia, dejándonos ganar por la impaciencia, caemos en el
activismo. El activismo olvida que la historia existe, no tiene nada que ver
con la realidad, pues está fuera de ella».
Por último, pero no menos
importante, está la virtud de saber leer el texto a partir de la lectura del
contexto. «Esta es una de las virtudes
que deberíamos vivir para testimoniar a los educandos, cualquiera que sea su
grado de instrucción (universitario, básico o de educación popular), la
experiencia indispensable de leer la realidad sin leer las palabras. Para que
incluso se puedan entender las palabras. Toda lectura de texto presupone una
rigurosa lectura del contexto».
Ojalá el «Día del Maestro» sea una
ocasión propicia para que nuestros educadores reflexionen sobre estas virtudes
recomendadas por Paulo Freire.
Managua, junio de 1999.
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