domingo, 1 de julio de 2012

¿Qué pasa hoy con la moral y la convivencia?


Cullen, Carlos A. Autonomía moral, participación democrática y cuidado del otro. Ediciones Novedades Educativas. Bs. As. 1996.

(Ficha Bibliográfica)


Capitulo 2

¿Qué pasa hoy con la moral y la convivencia?



Hablemos de la moral

            Algo está pasando con los valores, con las normas, con las sanciones, el respeto mutuo, con la violencia, con la búsqueda de la felicidad, las formas de enfrentar el dolor, la enfermedad, la vejez, la muerte.
            Se constata con facilidad una verdadera "dispersión" de valores, sin que sea fácil agruparlos por categorías, o encontrarlos con cierta estabi­lidad en las personas o en los grupos.
            La rectitud y la honestidad parecen incompatibles con la función pú­blica, con el poder económico, con la posición social, con la fama, con el éxito, con el estudio mismo.
            Por otro lado, también la moral parece alejarse de la creatividad, de la originalidad, de la sinceridad, de la coherencia.
            Se hace cada vez más difícil relacionar el sentido de la vida con algún tipo de renuncia o sacrificio.
            Se hace cada vez más difícil relacionar la legitimidad de las normas con alguna fuente de autoridad y de respeto.
            Simultáneamente nunca, como hoy, se habló de ética. En todos los campos de la actividad social, en todos los tipos de discursos posibles. Nunca como hoy se habló de derechos humanos. Nunca como hoy se habló de democracia. Como si se quisiera compensar la sensación de crisis, en relación con los valores y la convivencia, llenando el discurso de referencias a la necesidad de contar con una ética y de afianzar la vi­gencia del orden democrático.
         Con respecto a la situación de la ética el autor plantea lo siguiente.

1. Dispersión de valores y conciencia ampliada de derechos humanos: una estructura disipada

            La moral, como el gran relato unificador y jerarquizador de valores, porque basado en la naturaleza esencial del hombre, o en alguna ins­tancia sobrenatural, o en algún ideal de progreso racionalmente deter­minado, ha perdido vigencia.
            Existen diversas morales, que viven en verdaderas diásporas sociales: grupos religiosos, grupos etarios, movimientos sociales, nucleamientos familiares, corporaciones empresarias, profesionales o gremiales, estilos periodísticos, modelos deportivos, eróticos, médicos, escolares, etcétera. El discurso moral está fragmentado, y si algún sistema persiste, es un "sistema en la dispersión". Se trata, por ponerse en paralelo a Foucault, de una verdadera “microética del valor”.
            El tema de los derechos humanos aparece como la contrapartida de esta situación de dispersión de valores. Por un lado, porque afirma la necesidad de reunir ciertos principios universales de valoración, que, aun­que no tengan la forma de un gran relato moral, si la tengan de una ta­bla de principios comunes a cualquier relato. En este sentido, la histo­ria de los derechos humanos podría interpretarse como un gran metarrelato de los relatos morales.
            Pero, por otro lado, son los mismos derechos humanos, sobre todo en la forma de la condena a cualquier forma de discriminación, quienes pa­recen exigir la dispersión de valores y condenar la posibilidad de construir una moral unificada de la humanidad, pues, en este caso, tendríamos que suponer una igualdad de creencias o de fundamentaciones metafísicas.
            Es decir, la lucha por la vigencia plena de los derechos humanos, en todas las partes del planeta, muestra la necesidad de reunir principios de valoración, comunes a todos los hombres, pero esa misma lucha in­tenta garantizar el pluralismo de opciones axiológicas y el respeto a cualquier moral, siempre y cuando no atente, a su vez, contra la vigen­cia de los derechos humanos.
             La conciencia de los derechos humanos, cada vez más ampliada, muestra algo así como una "estructura disipada", al sistematizar princi­pios de valoración en un sistema de normas, fundadas, únicamente, en el reconocimiento de la dignidad humana.
La dispersión de valores se presenta como un fenómeno ambiguo.

2. Confusión de sujetos: la búsqueda del fármaco adecuado

            Un segundo aspecto, que caracteriza lo que pasa hoy con la moral, tie­ne que ver con la crisis del protagonismo del sujeto de la moral.
            Porque un discurso moral fragmentado, una dispersión de valores, postula un sujeto moral también fragmentado, una dispersión de ener­gías, una convalecencia de la sabiduría herida o decididamente enferma. Cuando los "héroes" son muchos, la heroicidad como tal es sospechada. El mercado de modelos de felicidad y de sabiduría tiene una oferta casi a la medida de cada uno.
            La individualización de la moral aparece como el gran remedio purificador de las debilidades individuales, y como el gran masaje, relajante de las contracturas sociales, y tiene hoy más vigencia que nunca.
            En el discurso social se Ínstala, con facilidad, la idea de que la moral reemplaza a la revolución o sustituye, en todo caso, el fracaso de las po­líticas de "bienestar" (de los Individuos), en la actual etapa del capitalis­mo salvaje.
            En la comprensión individual, por su parte, se instala con facilidad la idea de la construcción del propio "fármaco", casi como una identidad homeopática, para resolver el sin sentido y la ausencia de criterios de acción.
            A esta tendencia a confundir moral con farmacología, se le opone, con fuerza (relativa), una revalorización y universalización del principio mo­derno, constituyente de la subjetividad moral: la dignidad de la persona como autonomía moral.
           La personalidad moral aparece, por un lado, como el argumento mas fuerte para romper el naturalismo de las morales farmacológicas o remediales, declarándolas ilusorias, tanto por su ingenua manera de plan­tear la felicidad como un "mínimo"', como por su cínica forma de alejar­se, por ejemplo, de la construcción justa de los espacios públicos, con­formando un discurso social anti-corrupción, y uno individual pro-placer, pero sin tocar el modelo concreto de prácticas sociales y de valores que las legitiman.
           Muchas veces, esta misma apelación a "la personalidad moral", por el miedo de que se la confunda con algún tipo de naturalis­mo, propio de los individuos vulgares (no expertos, preocupados por su felicidad más que por su dignidad), se traduce en un sutil elitismo de nue­vas formas de "sabiduría", no exentas de la privilegiada comprensión pla­tónica del "trasmundo", donde habita la verdadera felicidad, o del "orden" estoico del universo, de cuyo conocimiento correcto depende la felicidad.
                        En todo caso, es justamente la personalidad moral, la dignidad última del hombre, la garantía mayor de la necesidad (natural), y de la obliga­ción (moral) de procurarse, y procurar con otros, la felicidad, para cada uno y para todos. No basta el alivio al sufrimiento propio, que produce el denunciar la corrupción pública, o el encontrar un camino adecuado de armonización definitivamente alejados de lo público. Pero tampoco basta la tranquilidad de conciencia, por el cumplimiento del "deber", pa­ra definir adecuadamente la felicidad.
           E1 mismo principio, la personalidad moral autónoma, que aparece como critico del naturalismo moral, que en nombre del "sacrificio- pone entre paréntesis el deseo de felicidad, aparece, sin embargo, como el garante del pluralismo de modelos de felicidad y como el legi­timador, en última instancia, de un protagonismo del hombre en la so­ciedad y en la historia.
           Hay una resistencia, no exenta de ambigüedades entre lo transmunda­no y lo mundano, frente a la ideología individualista del sálvese quien pueda (o quien sepa). Se trata de reconstruir un orden social, que per­mita convivir desde diversas formas de sabiduría, sabiendo que la debi­lidad de los sujetos individuales, sólo se cura con el vigor de las virtudes públicas.

3. Obligaciones morales y reglas del libre mercado

           La idea de la ley moral, como la única realmente incondicionada y au­tónoma, porque sólo basada en la misma razón del hombre en cuanto tal, aparece como una idea exagerada, poco práctica y casi ilusoria.
           La competitividad misma se erige en valor absoluto, incondicionado, regido por una autonomía distinta a la de la razón "práctica" o la de la "ley natural": la de las propias leyes del mercado salvaje. 
                        La razón mercantil, traducida en obligaciones de competitivi­dad, pareciera haber derribado las ilusiones de la razón pura, traducida en obligaciones morales.
         La mayoría de los hombres sienten, en este contexto, una fuerte desvalorización, pérdida de la autoestima y desconfianza en la relación con los demás. Esto explicaría, en buena medida, la desenfrenada bús­queda del "fármaco adecuado", las más diversas promesas de felicidad para los individuos, pero explicaría también la resistencia de la dignidad y de la personalidad moral.
           La exclusión y la escasez aparecen como las formas "naturales" de la convivencia social, y las que "justifican" la competitividad, en estas for­mas del capitalismo salvaje. En el discurso social hegemónico, es tal la identificación de la racionalidad con las leyes del mercado, que, en realidad, no hay ninguna otra "máxima" (o principio de una acción concreta) que realmente se pueda universalizar.
                        El autor reconoce la necesidad de platear esta situación con su comtrapartida. Es necesa­rio entender que el deber es en realidad, respeto hacia los otros, y que la obligación moral es, en realidad, exigencia de justicia, y no sólo de respeto a la autonomía de cada individuo. ¿Hasta dónde la obligación moral, la incondicionalidad autónoma de las leyes de la razón en su uso práctico, se relaciona profundamente con la solidaridad? La obligación se juega entre la competitividad y la solidaridad.
            No se trata de reempla­zar el deber por el éxito, se trata de ver si es posible construir un éxito solidario, es decir, normado por la justicia.






4. Palabra en retirada y morales desfondadas

            Finalmente, y como cuarto rasgo, las morales no pueden hoy, como siempre lo hicieron en occidente, fundarse en la palabra: de Dios, de la conciencia, del maestro, de la autoridad, de la ciencia, de la naturaleza, de la razón. Hay una desconfianza en el discurso, en la palabra, en las razones.
    Se prefiere la inmediatez de los sentimientos y de las emociones, o bien la mediación infinita de la interacción con lo virtual. No se necesi­tan palabras para sentir o para interactuar simuladamente.
           Quizás por eso la comunicación privilegia hoy a la música, que se pue­de compartir sin hablar, o a la imagen, que se puede ver con otros sin hablar, o al lenguaje formal de los códigos, cada vez más alejados del lenguaje cotidiano, que se pueden comprender sin hablar, o a la reali­dad virtual, que permite simular la interacción, sin realmente interactuar con otros.
           En esta retirada de la palabra, las morales quedan desprovistas de sus fundamentos, porque quedan sin el soporte de la regu­lación pública y racional. Aquí  radica el tema más complejo, porque aun interpretando la dispersión de valores desde los derechos humanos, o la confusión de los remedios desde un nuevo protagonismo del sujeto mo­ral, o la sustitución de las normas desde la critica solidaria, persiste el problema de la desconfianza en la razón, de la posibilidad de funda­mentar, desde la palabra, los derechos humanos, la autonomía moral, la solidaridad.
            La palabra, para fundamentar la moral, tiene que deconstruir sus propias mentiras e intolerancias, y, por qué no decirlo, incoherencias. Nunca como hoy se desconfía en los discursos, y, sin embargo, nunca como hoy se ha atendido tanto al discurso, a su análisis, a su potencia creadora de subjetividad, a sus posibilidades y limites.
Estos cuatro estados de la moral, dispersión de valores, confusión de sujetos, sustitución de normas y retirada de fundamentos, obligan a re­flexionar muy a fondo.
-    Porque la dispersión puede querer decir escepticismo, pero también pluralismo moral, y entonces el desafío es cómo construir el "relato común" sin negar las diferencias.
-    Porque la confusión puede querer decir ética indolora, reduciendo el sujeto moral a la búsqueda natural de la felicidad, pero también éti­ca del cuidado, incorporando a la personalidad moral el deseo, y en­tonces el desafío es cómo construir el "sujeto histórico" sin negar los cuerpos y los pequeños espacios de la vida cotidiana.
-    Porque la sustitución puede querer decir ley de la selva, pero también una necesidad de completar la fundamentación autónoma de la mo­ral con una reflexión sobre las instituciones, incorporando la solidari­dad, y entonces el desafío es cómo realizar la "utopía social", sin ne­gar ni excluir a nadie de los bienes sociales.
-    Porque la retirada puede indicar autismo, pero también nuevas for­mas de creación y comunicación, y entonces el desafío es cómo en­contrar "la palabra confiable" sin negar las emociones y las curiosi­dades infinitas.

5. El debate ético contemporáneo

En el debate filosófico contemporáneo sobre estos temas de la disper­sión, la confusión, la sustitución y la retirada hay una gran línea divisoria: por un lado están todos aquellos que se instalan en el escepticismo moral y por el otro, todos aquellos que siguen pensan­do que es posible fundar con razones una moral.
Entre quienes piensan que es posible fundamentar una moral hay de nuevo una línea divisoria, entre aquellos que dicen que sólo es posible hacerlo racionalmente, con prescindencia de las tradiciones morales particulares, y en términos de universalidad más o menos formal, y aquellos que, por el contrario, insisten en la posibilidad de fundar la mo­ral de diversas maneras, y desde determinadas tradiciones comunitarias, como conjunto de normas y valores que determinados grupos obser­van, cuidan, perfeccionan.
Se suele llamar a los primeros "universalis­tas" y a los segundos "comunltarístas", pero, en realidad, lo que hay es sencillamente una cuestión de modos diferentes de fundar las cosas.
Por otro lado, es abundante la bibliografía sobre la problemática del pluralismo axiológico y de los derechos humanos, donde también apa­recen líneas más preocupadas por lo diferente y líneas más preocupa­das por lo común. También se pueden mencionar las muchas discusiones en torno a la autonomía y la solida­ridad, y las formas de entender la obligación moral y el principio de uni­versalidad o universabilidad de la misma.
Al describir los rasgos de la situación de la mo­ral hoy y del debate ético contemporáneo, lo que se busca es tomar con­ciencia de la problematicidad, tanto de las producciones de saber teóri­co en torno a la ética (de donde seleccionaremos los contenidos de en­señanza), como de los conflictos y ambigüedades en las morales socia­les vigentes (de donde provienen las demandas a la escuela).

Hablemos de la convivencia

Algo está pasando con el vínculo social. La intolerancia, la violencia, la discriminación parecen cuestionar la idea de una "comunidad de veci­nos organizada". Las denuncias sobre la corrupción, sobre la ineficiencia, sobre el deterioro del medio ambiente, sobre la falta de seguridad, sobre los malos niveles de educación, de transporte, de edificación, de entretenimientos, de vida cultural, se han hecho casi cotidianas. El ejer­cicio del poder social no parece regulado por principios normativos de justicia, sino, más bien, por arbitrariedades, lo cual hace que el ejercicio del poder, en las relaciones que se establecen en la convivencia social, tampoco esté claramente regulado por principios de equidad.
El tema en cuestión es la ciudadanía, en tanto convivencia organiza­da desde principios normativos o sistemas políticos.
Esta ciudadanía "moderna", tanto en su versión más "liberal", como en su versión más "social" supone que la convivencia social se organiza desde principios democráticos. La democracia, como sistema político que constituye normativamente la ciudadanía, donde el poder reside en el pueblo, es decir, en todos y cada uno. Y la democracia, no solamen­te como un modo de organización del poder, sino también como un es­tilo de vida. La democracia tiene que ver con el estado y sus formas de gobernar, pero tiene que ver también con la sociedad civil y sus modos de comprenderse, en la vinculación de unos con otros. Por eso sus prin­cipios básicos son fundantes no sólo de un tipo de estado, sino que son constituyentes también de un tipo de convivencia: la ciudadanía partcipativa.
Una amenaza a las democracias actuales parece residir en las hege­monías, es decir, en el dominio de algunos grupos, que, mediante complejas alianzas de intereses diversos, buscan ampliar sus bases de consenso, imponen su poder a la sociedad en su conjunto.
Hay nuevos problemas, como el de la "gobernabilidad" o el de la "opi­nión pública", o el de la "desobediencia civil" que ponen en cuestión for­mas lineales de entender la democracia.
La gobernabilidad plantea las difíciles cuestiones de los consensos ne­cesarios, y de los límites ideológicos o principistas, frente a las concesio­nes que suponen. Plantea, en el fondo, una limitación estructural a la misma hegemonía. La gobernabilidad se emplea, con frecuencia, para "legitimar" alianzas y negociaciones puramente pragmáticas, reforzando el argumento con aquella ideología del "fin de las ideologías".
La llamada opinión pública, tradicionalmente considerada como "el cuarto poder" en la división de poderes de la democracia, tiene hoy cier­tas connotaciones relacionadas con los monopolios en el marketing de la imagen, con censuras internas, con problemas de formatos y estilos, con nuevos desafíos desde la estética de la recepción, que hacen que la idea de la prensa libre y el periodismo de opinión sean, en verdad, cues­tiones mucho más complejas y, por lo mismo, mucho menos indepen­dientes, de otras variables, que lo deseable
La desobediencia civil es una forma de participación ciudadana, rela­tivamente actualizada por ciertas cuestiones en torno a los reclutamien­tos para las guerras, a las presiones fiscales, a leyes más o menos discri­minatorias, que ha obligado a replantear cuestiones tan esenciales co­mo el derecho a la resistencia civil, desde las tradicionalmente llamadas "objeciones de conciencia", que hoy se suelen "legitimar" como defensa de las minorías y de las diferencias.
Junto a esta amenaza para la democracia de las "hegemonías", parece haber, además, debilidades "estructurales" en el mismo estado democrático, en sus formas liberales más clásicas. Las funciones meramente reguladoras del estado no intervencionista, tal como lo concibe la de­mocracia fundacional, aparecen como insuficientes para representar los genuinos derechos de los ciudadanos, y hacen de la legitimación por consenso, más un problema que un supuesto.
Lo limites entre lo privado y lo público, entre lo legítimo y lo eficiente, entre el beneficio económico de un grupo y el respeto a las liberta­des y derechos de todos y de cada uno, entre el respeto y la invasión, están fuertemente amenazados.
Saberse ciudadano y saber ejercer esta ciudadanía son hoy, un com­plejo problema de representación mental y de ubicación social.
Sin embargo, es necesario leer, como en el caso de la ética, las ten­siones mismas del concepto, y su carácter fecundo de nuevas formas de ciudadanía.
Si se quiere considerar una descripción de esta situación se dirá lo siguiente:

1. Dispersión de poderes y emergencia de nuevos actores sociales: una estructura disipada

En las democracias modernas hay una marcada dispersión de pode­res y derechos, que exige a la ciudadanía repensar el sentido de la par­ticipación más allá de la mera representación.
      Esto tiene que ver con la emergencia de nuevos actores sociales y de lo que da en llamarse nuevos movimientos sociales. El problema de la iden­tidad de los grupos (y de los intereses individuales) parece cubrir la es­cena más que las identidades "soberanas" de las naciones. En este marco cabe reconocer que hay un rebrotar de peligrosos nacionalismos y racismos intolerantes, que hacen más necesario plantear esta cuestión.
     Los Estados se han debilitado fuertemente. Sin ninguna duda, por razo­nes económicas de globalización y exclusión, pero, simultáneamente, por estrictas razones políticas, de dispersión de los poderes, de toma de con­ciencia de la sociedad civil, de lo que significa poder incidir en la vida pú­blica desde otros lugares que la mera representación parlamentaria.
La dispersión puede significar también depotenciación y falta de interés en la vida pública. El desafío reside en cómo resignificar la vida pública, ciudadana, desde formas más participativas y dejando lu­gar a este pluralismo político, no sólo de mayorías y minorías, sino también de formas distintas de ejercer el poder y construir el espacio de lo público.
Es importante, en este contexto la influencia y los modos de operar de los medios de comunicación masiva. Se trata de formas de ejercer el poder corporativamente, pero en forma realmente dispersa, cuestionando ciertas formas republicanas típicas. El fenómeno mismo de la comunicación masiva plantea nuevas formas de participación, obligando a replantear la legitimación de las representaciones políticas y la efectividad de las participaciones ciudadanas.
El meollo del tema reside en la importancia creciente, en las democra­cias modernas, de los llamados "movimientos sociales" que se hacen cargo de la dispersión del poder, en relación con el Estado, pero que lle­van toda la ambigüedad de la dispersión anárquica (y en algunos casos salvajemente competitiva) y de nuevas formas de participación desde el reconocimiento de las diferencias. El problema podría plantearse en es­tos términos: o la ciudadanía se convierte en un disfraz de las corpora­ciones, o la ciudadanía abre un camino nuevo hacia la construcción de lo público.

2. Confusión de ciudadanías: la búsqueda de las dosis  adecuadas

Como peligro mayor ha renacido, actualmente, la tendencia a confun­dir la ciudadanía con la selección natural de las especies, o con la cons­trucción de algo así como "nichos ecológicos" para la supervivencia de algunos grupos sociales. Participan, en realidad, solamente los "exito­sos", los que saben competir por su porción de poder social.
Como crítica "débil" la ciudadanía tiende a encerrarse en la licencia pa­ra encontrar el propio bien. Sin duda que esto se conecta con la idea de una equidad básica en las relaciones, basada en la idea de igualdad de individuos libres, y también con la idea de atender preferencialmente a las desigualdades existentes. El principio es el de un libe­ralismo "demócrata", que busca redefinir las políticas públicas y el esta­do de bienestar, sin relacionar la ciudadanía con el bien común, sino so­lamente con el respeto mutuo a los bienes propios. El mecanismo es el de la confusión de ciudadanía con libertad de elección del propio bien.
EI supuesto meramente abs­tracto de la ciudadanía, en condiciones de igualdad y de capacidad pa­ra procurarse el propio bien, en tanto idea normativa (ética), es impor­tante, como instancia critica y reguladora de las desigualdades sociales, pero, en tanto no avance sobre modelos reales, que permitan que la es­tructura básica de la sociedad cambie sus reglas de juego, y ponga co­mo elementos centrales la real igualdad de oportunidades, se converti­rá en una simple democracia cosmética, incapaz de efectivizar la justi­cia en las relaciones humanas.
No basta con presuponer que la sociedad es una relación cooperativa de los hombres. No lo es, debe serlo, pero, para eso, la cooperación tiene que ser vista como un bien en el mismo. La solidaridad ni es una propiedad metafísica ni es una ficción metodológica. Es básicamente, una experiencia: la del nosotros, y si no, siempre estará lastrada de competitividad o rivalidad salvaje,
El temor es que el "consenso superpuesto" termine siendo una superposición jerárquica de disensos, donde, obviamente, quienes manejen el poder -de la información y la riqueza- estarán jerárquicamente por en­cima del resto. Resistir a las formas injustas y anticiudadanas de convi­vencia social sólo desde el supuesto de una "receta magistral" consen­suada (naturalmente, por los expertos), que dosifica adecuadamente la libertad y la igualdad, es, por lo menos, ingenuo.  
    De todas maneras, aun esta confusión ecológica de la ciudadanía sirve para tener más clara la importancia de oponer una resistencia a los totalitarismos, que son siempre depredadores de la ecuación entre li­bertad e igualdad, desde una preocupación por lo público, aun cuando éste quede reducido sólo a las reglas de juego para la realización de ca­da uno, y a la legitimación de una intervención en caso de desigualda­des.

3. Normas de convivencia y negociaciones pragmáticas

Un tercer tópico de la crisis de la ciudadanía democrática tie­ne que ver con la tendencia a sustituir los criterios de legitimación de las normas de la convivencia, por criterios de eficiencia en negociaciones pragmáticas.
Aquí radica la contrapartida "ciudadana" de la moral del exitoso. Una buena convivencia es aquella que logra buenos resultados. Como la óp­tica para medir estos "buenos resultados" es solamente la del beneficio individual o corporativo, no importa que sea a costa de la justicia, o, in­cluso, a costa de la libertad misma.
Frente a este principio, de reducción de la acción social al modelo de una racionalidad sólo de medios y fines, de manipulación eficaz, y de resultados y utilidades parece necesario oponer una ciudadanía re­gida por normas de convivencia legítimas. Eso tiene que ver con poder dialogar racionalmente, y encontrar el consenso desde la argumenta­ción racional. Esto se conecta con una distinción fuerte entre mera ac­ción estratégica y acción propiamente comunicativa.
Poder buscar, en el diálogo responsable, las soluciones de los conflictos serios de las democracias y del modelo económico vigente. Pero no un diálogo responsable meramente de los "expertos", sino de todos los ciudadanos.
Él riesgo de esta forma de representarse la ciudadanía, como el poder legitimar las decisiones a través del diálogo argumentativo, no es otro que el de su posible ilumínismo elitista, que confunde las normas de convivencia social con la circulación libre de la información para los ex­pertos decisiones de las políticas publicas. Es el supuesto "iluminista" el que preocupa La idea de un "experimento en el vacío" (semejante al velo de la ignorancia), que supone una situación ideal de habla, de diálogo libre de prejuicios o en condiciones simétricas.
Porque el diálogo, en situación "ideal del habla", se traduce, en reali­dad, en los diálogos corporativos. De los expertos, de los afines, de los que se mueven bajo el mismo tótem o en la misma relación endogámica (lo noción misma de comunidades científicas puede terminar apun­tando en esta dirección). En estas posturas, tiende a sustituirse, en la ciudadanía, la noción de norma de convivencia con la de regla pragmática del discurso.
         Pero, ¿por qué imaginar que la libre argumentación racional, que de­fine la ciudadanía, es sólo una situación ideal del habla, con los ries­gos iluministas que ésto acarrea? ¿Por qué no hacerse cargo de una ciudadanía que puede definirse también en una comunidad real, de intérpretes críticos? Porque, de lo contrario, ¿cómo hacerse cargo de los códigos de clase, de las subjetividades construidas desde estas prácti­cas sociales discursivas, segmentadas, fragmentadas, y legitimadoras de injusticias.
Si no se plantea que la ciudadanía tiene que ver con las palabras reales, con las posibilidades de criticarlas efectivamente, con la educación, que permita entender el uso clasista del discurso y el control simbólico del "diálogo" pretendidamente racional     no se logrará una convivencia justa.
El ciudadano es quien entiende que no basta justificar el con­senso negociado solamente por su "rentabilidad" para los negociadores, es necesario, prioritariamente, legitimarlo racionalmente. Pero eso impli­ca que el ciudadano es quien entiende, también, que está constituido como tal desde prácticas sociales discursivas claramente disimétricas, y que, por lo mismo que lo sabe, las puede criticar y modificar.
Es decir, ni mera negociación pragmática, ni mero diálogo argumenta­tivo porque hay mediaciones, en la ciudadanía real, que producen hábi­tos y matrices culturales, que condicionan la recepción de la palabra de los otros, y obligan a plantear la legitimidad de los consensos alcanza­dos. Y esto significa que las normas de la convivencia deben ser algo más que meras negociaciones pragmáticas o argumentos racionales, de­ben ser instituciones sociales que garanticen efectivamente una convi­vencia justa.

4. Utopías en retirada y convivencias desoladas

En el momento actual, el bienestar, los beneficios sociales, la posibili­dad del acceso a la educación, la salud, la justicia, la riqueza, parecen francamente en retirada. Naturalmente, y no es poco eso, en los países que lo gozaron. Porque buena parte del planeta jamás conoció algo así como un estado de bienestar.
En muchos lugares, y como consecuencia de la retirada de las utopías, el principio aparece como el de un liberalismo "republicano" que busca redefinir las tradiciones his­tóricas, como una nostalgia de los valores individuales que fundamen­taban las naciones modernas. Para otros, y en esos mismos lugares, lo que aparece es la nostalgia del "estado de bienestar", es decir, el que asegura el gozo y los beneficios de la riqueza social para todos (los de esos pueblos desarrollados).
La convivencia ha quedado cada vez más desola­da, justamente porque cada vez más privatizada. La seguridad social no depende ya de lo público, depende de quienes -vía mercado- puedan acceder a las ofertas competitivas.
EI estado es, en realidad, de malestar. Malestar en la política, malestar en la convivencia, malestar en la ciudadanía.
Los movimientos sociales, que intentan reunir identidades, como po­der que lucha por la no-discriminación; la democracia, como estilo de vida, que intenta comprenderse desde la justicia como principio de equidad; la libre comunicación, como ideal contrafáctico de libertad, igualdad y fraternidad; y la misma idea de un estado de bienestar, son, realmente, intentos de redefinir la ciudadanía críticamente, frente a la mera apelación a los valores individuales (lo que solemos llamar el neo-conservadurismo). Pero es necesario insistir en la tarea utópica de cam­biar el modelo y no sólo hacerlo "gobernable" y "de "bienestar". Se tra­ta de revisar críticamente los costos de malestar en otros pueblos, para que algunos tengan bienestar, o de exclusión de muchos para que al­gunos pocos queden incluidos.
Es necesario trabajar por una educación en la ciudadanía de­mocrática, más allá de la mera lectura individualista y corporativa, pero sin resignar el cambio utópico del modelo de relaciones sociales bási­cas, mediadas por la producción y el control simbólico, que impiden -por definición- todo intento de definir la ciudadanía por la convivencia justa. La justicia es un principio normativo de equidad, sin duda, pero es también una experiencia fundante de vida, o, mejor, de convivencia.
Es tan difícil enseñar ciudadanía sin utopías como enseñar ética sin confianza en la palabra. Porque la convivencia está desolada cuando no se siente trabajando por una sociedad mejor y gozando con otros en esa construcción.

5. El debate político contemporáneo

En el debate actual aparecen ciertas líneas divisorias. Como en el ca­so de la ética, también en la política hay quienes piensan en la imposi­bilidad escéptica de una fundamentación racional y normativa, y su reducción a un mero pragmatismo de negociaciones eficaces. Pero entre quienes creen en la posibilidad de un debate racional se plantean, por lo menos, dos opciones.
Hay quienes insisten en la idea de un neocontractualismo, el derecho natural del liberalismo nórdico, y la necesidad de entender la ciudadanía desde las ideas de libertad e igualdad. Hay quienes, insisten, en cambio, en la idea de un neocomunitarismo, el derecho natural del conservadu­rismo nórdico, y la necesidad de entender la ciudadanía desde las ideas de los valores trascendentes, fundantes del respeto a la libertad, que es­tán en las fuentes o tradiciones originales del liberalismo moderno.
Frente a las dificultades de fundamentación de la ciudadanía, parece triunfar un marcado escepticismo político, un lento meterse dentro de la propia individualidad y de las relaciones mínimas.
Por eso, en el débale es necesario incluir algunas cuestiones. No hay ciudadanía posible, con exclusión social, no sólo de individuos en una nación, sino también de pueblos en la globalización. No hay ciudadanía posible con rechazo del carácter fundante de la solidaridad. Es la solidari­dad de la condición humana la que puede fundar un orden social "to­lerante", o, mejor dicho, reconocedor de las diferencias y capaz de crear un espacio público, no sólo para no molestarnos en nuestras identida­des, sino, y sobre todo, para compartir la identidad común, la que nos hace definirnos como "nosotros", los hombres.
La ciudadanía tiene que ser democrática (es decir, permitir el consenso superpuesto, como diría Rawls). Pero que quede también claro: la ciudadanía tiene que ser justa, es decir, expresar la solidaridad que nos define.
No basta un concepto negativo de ciudadanía, defendiendo la democracia como límite a los totalitarismos de cualquier signo, sea apelando a un contrato original, bajo el velo de la ignorancia, sea apelando a una tra­dición histórica fundadora. Es necesario construir una ciudadanía positiva, pero para esto es preciso reformular las relaciones de producción, las relaciones de educación y de comunicación.
Se trata de aprender a ser ciudadanos en situaciones reales de convi­vencia desolada, sea por la pobreza y la exclusión de siempre, sea por el bienestar recientemente perdido (quienes alguna vez lo tuvieron). No se trata de aprender a ser ciudadano solamente en situaciones "ideales" de habla, con diálogos simétricos, generando pequeños micro-climas democráticos. Se trata de ser buen ciudadano sabiendo argumen­tar racionalmente, pero en situaciones reales, de discurso fragmentado y segmentado.
















No hay comentarios:

Publicar un comentario