Cullen, Carlos A.
Autonomía moral, participación democrática y cuidado del otro. Ediciones
Novedades Educativas. Bs. As. 1996.
(Ficha Bibliográfica)
Capitulo
2
¿Qué pasa hoy con la moral y la convivencia?
Hablemos
de la moral
Algo está pasando con
los valores, con las normas, con las sanciones, el
respeto mutuo, con la violencia, con la búsqueda de la felicidad, las formas de
enfrentar el dolor, la enfermedad, la vejez, la muerte.
Se constata con facilidad una
verdadera "dispersión" de valores, sin que sea fácil agruparlos por categorías, o encontrarlos con cierta estabilidad
en las personas o en los grupos.
La rectitud y la honestidad parecen
incompatibles con la función pública, con el poder económico, con la posición
social, con la fama, con el éxito, con el
estudio mismo.
Por otro lado, también la moral parece alejarse de la
creatividad, de la originalidad, de la sinceridad, de la
coherencia.
Se
hace cada vez más difícil relacionar el sentido de la vida con algún tipo de
renuncia o sacrificio.
Se hace cada vez más difícil
relacionar la legitimidad de las normas con alguna fuente de autoridad y de
respeto.
Simultáneamente nunca, como hoy, se
habló de ética. En todos los campos de la actividad social, en todos los tipos
de discursos posibles. Nunca como hoy se habló de derechos humanos. Nunca como
hoy se habló de democracia. Como si se quisiera compensar la sensación de
crisis, en relación con los valores y la convivencia, llenando el discurso de referencias a la necesidad de contar con una ética
y de afianzar la vigencia del orden democrático.
Con respecto a la situación de la ética
el autor plantea lo siguiente.
1. Dispersión de valores y conciencia ampliada de derechos humanos: una estructura disipada
La moral, como el gran relato unificador
y jerarquizador de valores, porque basado en la naturaleza esencial del hombre,
o en alguna instancia sobrenatural, o en algún ideal de progreso racionalmente
determinado, ha perdido vigencia.
Existen diversas morales, que
viven en verdaderas diásporas sociales: grupos religiosos, grupos etarios,
movimientos sociales, nucleamientos familiares, corporaciones empresarias,
profesionales o gremiales, estilos periodísticos, modelos deportivos, eróticos,
médicos, escolares, etcétera. El discurso moral está fragmentado, y si
algún sistema persiste, es un "sistema en la dispersión". Se trata,
por ponerse en paralelo a Foucault, de una verdadera “microética del valor”.
El tema de los derechos humanos aparece
como la contrapartida de esta situación de dispersión de valores. Por un lado,
porque afirma la necesidad de reunir ciertos principios universales de
valoración, que, aunque no tengan la forma de un gran relato moral, si la
tengan de una tabla de principios comunes a cualquier relato. En este sentido,
la historia de los derechos humanos podría interpretarse como un gran
metarrelato de los relatos morales.
Pero, por otro
lado, son los mismos derechos humanos, sobre todo en la forma de la condena a
cualquier forma de discriminación, quienes parecen exigir la dispersión de
valores y condenar la posibilidad de construir una moral unificada de la
humanidad, pues, en este caso, tendríamos que suponer una igualdad de creencias
o de fundamentaciones metafísicas.
Es
decir, la lucha por la vigencia plena de los
derechos humanos, en todas las partes del planeta, muestra la necesidad
de reunir principios de valoración, comunes a todos los hombres, pero
esa misma lucha intenta garantizar el pluralismo de opciones
axiológicas y el respeto a cualquier moral, siempre y cuando no atente, a su
vez, contra la vigencia de los derechos humanos.
La conciencia de los derechos humanos, cada
vez más ampliada, muestra algo así como una "estructura disipada", al
sistematizar principios de valoración en un sistema de normas, fundadas,
únicamente, en el reconocimiento de la dignidad humana.
La
dispersión de valores se presenta como un fenómeno ambiguo.
2. Confusión de sujetos: la búsqueda del fármaco adecuado
Un segundo aspecto, que caracteriza
lo que pasa hoy con la moral, tiene que ver con la crisis del protagonismo del
sujeto de la moral.
Porque un discurso moral
fragmentado, una dispersión de valores, postula un sujeto moral también
fragmentado, una dispersión de energías, una convalecencia de la sabiduría
herida o decididamente enferma. Cuando los "héroes" son muchos, la
heroicidad como tal es sospechada. El mercado de modelos de felicidad y de
sabiduría tiene una oferta casi a la medida de cada uno.
La individualización de la moral aparece como el gran remedio purificador de las debilidades
individuales, y como el gran masaje, relajante de las contracturas sociales, y
tiene hoy más vigencia que nunca.
En el discurso social se Ínstala, con facilidad, la idea de que
la moral reemplaza a la revolución o sustituye, en todo caso, el fracaso de las
políticas de "bienestar" (de los Individuos), en la actual etapa del
capitalismo salvaje.
En la comprensión individual, por
su parte, se instala con facilidad la idea de la construcción del propio
"fármaco", casi como una identidad homeopática, para resolver el sin
sentido y la ausencia de criterios de acción.
A esta tendencia a confundir moral
con farmacología, se le opone, con fuerza (relativa), una revalorización y
universalización del principio moderno, constituyente de la subjetividad
moral: la dignidad de la persona como autonomía moral.
La personalidad moral aparece, por un lado, como el argumento mas fuerte para romper el
naturalismo de las morales farmacológicas o remediales, declarándolas
ilusorias, tanto por su ingenua manera de plantear la felicidad como un
"mínimo"', como por su cínica forma de alejarse, por ejemplo, de la
construcción justa de los espacios públicos, conformando un discurso social
anti-corrupción, y uno individual pro-placer, pero sin tocar el modelo concreto
de prácticas sociales y de valores que las legitiman.
Muchas veces, esta misma apelación a
"la personalidad moral", por el miedo de que se la confunda con algún
tipo de naturalismo, propio de los individuos vulgares (no expertos,
preocupados por su felicidad más que por su dignidad), se traduce en un sutil
elitismo de nuevas formas de "sabiduría", no exentas de la
privilegiada comprensión platónica del "trasmundo", donde habita la
verdadera felicidad, o del "orden" estoico del universo, de cuyo
conocimiento correcto depende la felicidad.
En todo
caso, es justamente la personalidad moral, la dignidad última del hombre, la
garantía mayor de la necesidad (natural), y de la obligación (moral) de
procurarse, y procurar con otros, la felicidad, para cada uno y para todos. No
basta el alivio al sufrimiento propio, que produce el denunciar la corrupción
pública, o el encontrar un camino adecuado de armonización definitivamente
alejados de lo público. Pero tampoco basta la tranquilidad de conciencia, por
el cumplimiento del "deber", para definir adecuadamente la
felicidad.
E1 mismo principio, la
personalidad moral autónoma, que aparece como critico del naturalismo moral,
que en nombre del "sacrificio- pone entre paréntesis el deseo
de felicidad, aparece, sin embargo, como el garante del pluralismo de modelos
de felicidad y como el legitimador, en última instancia, de un protagonismo
del hombre en la sociedad y en la historia.
Hay una resistencia, no exenta de
ambigüedades entre lo transmundano y lo mundano, frente a la ideología
individualista del sálvese quien pueda (o quien sepa). Se trata de reconstruir
un orden social, que permita convivir desde diversas formas de sabiduría,
sabiendo que la debilidad de los sujetos individuales, sólo se cura con
el vigor de las virtudes públicas.
3. Obligaciones morales y
reglas del libre mercado
La idea de la ley
moral, como la única realmente incondicionada y autónoma, porque sólo basada
en la misma razón del hombre en cuanto tal, aparece como una idea exagerada,
poco práctica y casi ilusoria.
La competitividad misma
se erige en valor absoluto, incondicionado, regido por una autonomía distinta
a la de la razón "práctica" o la de la "ley natural": la de
las propias leyes del mercado salvaje.
La razón
mercantil, traducida en obligaciones de competitividad, pareciera haber
derribado las ilusiones de la razón pura, traducida en obligaciones morales.
La mayoría de los
hombres sienten, en este contexto, una fuerte desvalorización, pérdida de la
autoestima y desconfianza en la relación con los demás. Esto explicaría, en
buena medida, la desenfrenada búsqueda del "fármaco adecuado", las
más diversas promesas de felicidad para los individuos, pero explicaría también
la resistencia de la dignidad y de la personalidad moral.
La exclusión y la
escasez aparecen como las formas "naturales" de la convivencia
social, y las que "justifican" la competitividad, en estas formas
del capitalismo salvaje. En el discurso social hegemónico, es tal la identificación
de la racionalidad con las leyes del mercado, que, en realidad, no hay ninguna
otra "máxima" (o principio de una acción concreta) que realmente se
pueda universalizar.
El autor reconoce la
necesidad de platear esta situación con su comtrapartida. Es necesario entender que el deber es en realidad, respeto hacia los
otros, y que la obligación moral es, en realidad, exigencia de justicia, y no
sólo de respeto a la autonomía de cada individuo. ¿Hasta dónde la obligación
moral, la incondicionalidad autónoma de las leyes de la razón en su uso
práctico, se relaciona profundamente con la solidaridad? La obligación se juega
entre la competitividad y la solidaridad.
No se trata de reemplazar el deber
por el éxito, se trata de ver si es posible construir un éxito solidario, es
decir, normado por la justicia.
4. Palabra en retirada y morales desfondadas
Finalmente, y como cuarto rasgo, las
morales no pueden hoy, como siempre lo hicieron en occidente, fundarse en la
palabra: de Dios, de la conciencia, del maestro, de la autoridad, de la
ciencia, de la naturaleza, de la razón. Hay una desconfianza en el discurso, en
la palabra, en las razones.
Se prefiere la inmediatez de
los sentimientos y de las emociones, o bien la mediación infinita de la interacción
con lo virtual. No se necesitan palabras para sentir o para interactuar
simuladamente.
Quizás por eso la
comunicación privilegia hoy a la música, que se puede compartir sin
hablar, o a la imagen, que se puede ver con otros sin hablar, o al lenguaje
formal de los códigos, cada vez más alejados del lenguaje cotidiano, que se
pueden comprender sin hablar, o a la realidad virtual, que permite
simular la interacción, sin realmente interactuar con otros.
En esta retirada de la palabra, las
morales quedan desprovistas de sus fundamentos, porque quedan sin el soporte de
la regulación pública y racional. Aquí
radica el tema más complejo, porque aun interpretando la dispersión de
valores desde los derechos humanos, o la confusión de los remedios desde un nuevo
protagonismo del sujeto moral, o la sustitución de las normas desde la critica
solidaria, persiste el problema de la desconfianza en la razón, de la
posibilidad de fundamentar, desde la palabra, los derechos humanos, la
autonomía moral, la solidaridad.
La palabra, para fundamentar la
moral, tiene que deconstruir sus propias mentiras e intolerancias, y, por qué
no decirlo, incoherencias. Nunca como hoy se desconfía en los discursos, y, sin
embargo, nunca como hoy se ha atendido tanto al discurso, a su análisis, a su
potencia creadora de subjetividad, a sus posibilidades y limites.
Estos cuatro estados de la moral, dispersión de valores, confusión de
sujetos, sustitución de normas y retirada de fundamentos, obligan a reflexionar
muy a fondo.
-
Porque la dispersión puede querer decir
escepticismo, pero también pluralismo moral, y entonces el desafío es cómo
construir el "relato común" sin negar las diferencias.
-
Porque la confusión puede querer decir
ética indolora, reduciendo el sujeto moral a la búsqueda natural de la
felicidad, pero también ética del cuidado, incorporando a la personalidad
moral el deseo, y entonces el desafío es cómo construir el "sujeto
histórico" sin negar los cuerpos y los pequeños espacios de la vida
cotidiana.
-
Porque la sustitución puede querer decir
ley de la selva, pero también una necesidad de completar la fundamentación
autónoma de la moral con una reflexión sobre las instituciones, incorporando
la solidaridad, y entonces el desafío es cómo realizar la "utopía
social", sin negar ni excluir a nadie de los bienes sociales.
-
Porque la retirada puede indicar
autismo, pero también nuevas formas de creación y comunicación, y entonces el
desafío es cómo encontrar "la palabra confiable" sin negar las
emociones y las curiosidades infinitas.
5. El debate ético
contemporáneo
En el debate filosófico contemporáneo sobre estos temas de la dispersión,
la confusión, la sustitución y la retirada hay una gran línea divisoria: por un
lado están todos aquellos que se instalan en el escepticismo moral y por
el otro, todos aquellos que siguen pensando que es posible fundar con
razones una moral.
Entre quienes piensan que es posible fundamentar una moral hay de
nuevo una línea divisoria, entre aquellos que dicen que sólo es posible hacerlo
racionalmente, con prescindencia de las tradiciones morales particulares, y en
términos de universalidad más o menos formal, y aquellos que, por el contrario,
insisten en la posibilidad de fundar la moral de diversas maneras, y desde
determinadas tradiciones comunitarias, como conjunto de normas y valores que
determinados grupos observan, cuidan, perfeccionan.
Se suele llamar a los primeros "universalistas" y a
los segundos "comunltarístas", pero, en realidad, lo que hay
es sencillamente una cuestión de modos diferentes de fundar las cosas.
Por
otro lado, es abundante la bibliografía sobre la
problemática del pluralismo axiológico y de los derechos humanos, donde también
aparecen líneas más preocupadas por lo diferente y líneas más preocupadas por
lo común. También se pueden mencionar las muchas discusiones en torno a la
autonomía y la solidaridad, y las formas de entender la obligación moral y el
principio de universalidad o universabilidad de la misma.
Al describir los rasgos de la situación de la moral hoy y del debate
ético contemporáneo, lo que se busca es tomar conciencia de la
problematicidad, tanto de las producciones de saber teórico en torno a la
ética (de donde seleccionaremos los contenidos de enseñanza), como de los
conflictos y ambigüedades en las morales sociales vigentes (de donde provienen
las demandas a la escuela).
Hablemos de la convivencia
Algo está pasando con el vínculo social. La
intolerancia, la violencia, la discriminación parecen cuestionar la idea de una
"comunidad de vecinos organizada". Las denuncias sobre la
corrupción, sobre la ineficiencia, sobre el deterioro del medio ambiente, sobre
la falta de seguridad, sobre los malos niveles de educación, de transporte, de
edificación, de entretenimientos, de vida cultural, se han hecho casi
cotidianas. El ejercicio del poder social no parece regulado por principios
normativos de justicia, sino, más bien, por arbitrariedades, lo cual hace que
el ejercicio del poder, en las relaciones que se establecen en la convivencia
social, tampoco esté claramente regulado por principios de equidad.
El tema en cuestión es la ciudadanía, en
tanto convivencia organizada desde principios normativos o sistemas políticos.
Esta ciudadanía "moderna", tanto en su versión más
"liberal", como en su versión más "social" supone que la
convivencia social se organiza desde principios democráticos. La democracia,
como sistema político que constituye normativamente la ciudadanía, donde el
poder reside en el pueblo, es decir, en todos y cada uno. Y la democracia, no
solamente como un modo de organización del poder, sino también como un estilo
de vida. La democracia tiene que ver con el estado y sus formas de gobernar,
pero tiene que ver también con la sociedad civil y sus modos de comprenderse,
en la vinculación de unos con otros. Por eso sus principios básicos son
fundantes no sólo de un tipo de estado, sino que son constituyentes también de
un tipo de convivencia: la ciudadanía partcipativa.
Una amenaza a las democracias actuales parece residir en las hegemonías,
es decir, en el dominio de algunos grupos, que, mediante complejas alianzas
de intereses diversos, buscan ampliar sus bases de consenso, imponen su poder a
la sociedad en su conjunto.
Hay nuevos
problemas, como el de la "gobernabilidad" o el de la "opinión
pública", o el de la "desobediencia civil" que ponen en cuestión
formas lineales de entender la democracia.
La gobernabilidad plantea
las difíciles cuestiones de los consensos necesarios, y de los límites ideológicos o
principistas, frente a las concesiones que suponen. Plantea, en el fondo, una limitación estructural a la
misma hegemonía. La
gobernabilidad se emplea, con frecuencia, para "legitimar" alianzas y
negociaciones puramente pragmáticas, reforzando el
argumento con aquella ideología del "fin de las ideologías".
La llamada opinión pública, tradicionalmente
considerada como "el cuarto poder"
en la división de poderes de la democracia, tiene hoy ciertas connotaciones relacionadas con los monopolios
en el marketing de la imagen, con censuras
internas, con problemas de formatos y estilos, con nuevos desafíos desde la estética de la recepción, que hacen que la
idea de la prensa libre y el periodismo de opinión sean, en verdad, cuestiones mucho más complejas y, por lo mismo, mucho
menos independientes, de otras
variables, que lo deseable
La desobediencia civil es una forma de
participación ciudadana, relativamente
actualizada por ciertas cuestiones en torno a los reclutamientos para las guerras, a las presiones
fiscales, a leyes más o menos discriminatorias, que ha obligado a replantear cuestiones tan esenciales como el derecho a la resistencia civil, desde
las tradicionalmente llamadas "objeciones de conciencia", que hoy se
suelen "legitimar" como defensa de las minorías y de las diferencias.
Junto a esta amenaza para la democracia de
las "hegemonías", parece haber, además, debilidades "estructurales" en el mismo
estado democrático, en sus
formas liberales más clásicas. Las funciones meramente reguladoras del estado no intervencionista,
tal como lo concibe la democracia
fundacional, aparecen como insuficientes para representar los genuinos derechos de los ciudadanos, y hacen
de la legitimación por consenso, más un
problema que un supuesto.
Lo limites entre lo privado y lo público, entre lo
legítimo y lo eficiente, entre el beneficio
económico de un grupo y el respeto a las libertades y derechos de todos y de cada uno, entre el respeto y la invasión, están fuertemente amenazados.
Saberse ciudadano y
saber ejercer esta ciudadanía son hoy, un complejo problema de representación mental y de
ubicación social.
Sin embargo, es necesario leer,
como en el caso de la ética, las tensiones mismas del concepto, y su carácter fecundo de nuevas formas de ciudadanía.
Si se quiere considerar una descripción de
esta situación se dirá lo siguiente:
1. Dispersión de poderes y
emergencia de nuevos actores
sociales: una estructura disipada
En las democracias
modernas hay una marcada dispersión de poderes y derechos, que exige a la ciudadanía repensar el sentido de la
participación más allá de la mera
representación.
Esto tiene que ver con la emergencia de
nuevos actores sociales y de lo
que da en llamarse nuevos movimientos sociales. El problema de la identidad de los grupos (y de
los intereses individuales) parece cubrir la escena más que las identidades "soberanas"
de las naciones. En este marco cabe reconocer que
hay un rebrotar de peligrosos nacionalismos y racismos intolerantes, que hacen
más necesario plantear esta cuestión.
Los Estados se
han debilitado fuertemente. Sin ninguna duda, por razones económicas de
globalización y exclusión, pero, simultáneamente, por estrictas razones
políticas, de dispersión de los poderes, de toma de conciencia de la sociedad
civil, de lo que significa poder incidir en la vida pública desde otros
lugares que la mera representación parlamentaria.
La dispersión puede significar también
depotenciación y falta de interés en la vida pública. El desafío reside en cómo
resignificar la vida pública, ciudadana, desde formas más participativas y
dejando lugar a este pluralismo político, no sólo de mayorías y minorías, sino
también de formas distintas de ejercer el poder y construir el espacio de lo
público.
Es importante, en este contexto la influencia y los modos
de operar de los medios de comunicación masiva. Se trata de formas de ejercer
el poder corporativamente, pero en forma realmente dispersa, cuestionando
ciertas formas republicanas típicas. El fenómeno mismo de la comunicación
masiva plantea nuevas formas de participación, obligando a replantear la
legitimación de las representaciones políticas y la efectividad de las
participaciones ciudadanas.
El meollo del tema reside en la
importancia creciente, en las democracias modernas, de los llamados
"movimientos sociales" que se hacen cargo de la dispersión del poder,
en relación con el Estado, pero que llevan toda la ambigüedad de la dispersión
anárquica (y en algunos casos salvajemente competitiva) y de nuevas formas de
participación desde el reconocimiento de las diferencias. El problema podría
plantearse en estos términos: o la ciudadanía se convierte en un disfraz de
las corporaciones, o la ciudadanía abre un camino nuevo hacia la construcción
de lo público.
2. Confusión de ciudadanías: la búsqueda de las dosis adecuadas
Como peligro mayor ha renacido, actualmente, la
tendencia a confundir la ciudadanía con la selección natural de las especies,
o con la construcción de algo así como "nichos ecológicos" para la
supervivencia de algunos grupos sociales. Participan, en realidad, solamente
los "exitosos", los que saben competir por su porción de poder
social.
Como crítica "débil" la ciudadanía tiende
a encerrarse en la licencia para encontrar el propio bien. Sin duda que esto
se conecta con la idea de una equidad básica en las relaciones, basada en la
idea de igualdad de individuos libres, y también con la idea de atender
preferencialmente a las desigualdades existentes. El principio es el de un liberalismo
"demócrata", que busca redefinir las políticas públicas y el estado
de bienestar, sin relacionar la ciudadanía con el bien común, sino solamente
con el respeto mutuo a los bienes propios. El mecanismo es el de la confusión
de ciudadanía con libertad de elección del propio bien.
EI supuesto meramente abstracto de la ciudadanía, en condiciones de
igualdad y de capacidad para procurarse el propio bien, en tanto idea
normativa (ética), es importante, como instancia critica y reguladora de las
desigualdades sociales, pero, en tanto no avance sobre modelos reales, que
permitan que la estructura básica de la sociedad cambie sus reglas de juego, y
ponga como elementos centrales la real igualdad de oportunidades, se convertirá
en una simple democracia cosmética, incapaz de efectivizar la justicia en las
relaciones humanas.
No basta con presuponer que la sociedad
es una relación cooperativa de los hombres. No lo es, debe serlo, pero, para
eso, la cooperación tiene que ser vista como un bien en el mismo. La
solidaridad ni es una propiedad metafísica ni es una ficción metodológica. Es
básicamente, una experiencia: la del nosotros, y si no, siempre estará lastrada
de competitividad o rivalidad salvaje,
El temor es que el "consenso superpuesto" termine siendo una
superposición jerárquica de disensos, donde, obviamente, quienes manejen el
poder -de la información y la riqueza- estarán jerárquicamente por encima del
resto. Resistir a las formas injustas y anticiudadanas de convivencia social
sólo desde el supuesto de una "receta magistral" consensuada (naturalmente,
por los expertos), que dosifica adecuadamente la libertad y la igualdad, es,
por lo menos, ingenuo.
De todas maneras, aun esta confusión
ecológica de la ciudadanía sirve para tener más clara la importancia de oponer
una resistencia a los totalitarismos, que son siempre depredadores de la
ecuación entre libertad e igualdad, desde una preocupación por lo público, aun
cuando éste quede reducido sólo a las reglas de juego para la realización de cada
uno, y a la legitimación de una intervención en caso de desigualdades.
3. Normas de
convivencia y negociaciones pragmáticas
Un tercer tópico de la crisis de la ciudadanía democrática tiene que
ver con la tendencia a sustituir los criterios de legitimación de las normas de
la convivencia, por criterios de eficiencia en negociaciones pragmáticas.
Aquí radica la contrapartida "ciudadana" de la moral del
exitoso. Una buena convivencia es aquella que logra buenos resultados. Como la
óptica para medir estos "buenos resultados" es solamente la del beneficio
individual o corporativo, no importa que sea a costa de la justicia, o, incluso,
a costa de la libertad misma.
Frente a este principio, de reducción de la acción social al modelo de
una racionalidad sólo de medios y fines, de manipulación eficaz, y de
resultados y utilidades parece necesario oponer una ciudadanía regida por
normas de convivencia legítimas. Eso
tiene que ver con poder dialogar racionalmente, y encontrar el consenso
desde la argumentación racional. Esto se conecta con una distinción fuerte
entre mera acción estratégica y acción propiamente comunicativa.
Poder buscar, en el diálogo responsable, las soluciones de los
conflictos serios de las democracias y del modelo económico vigente. Pero no un
diálogo responsable meramente de los "expertos", sino de todos los
ciudadanos.
Él riesgo de esta forma de representarse la ciudadanía, como el poder
legitimar las decisiones a través del diálogo argumentativo, no es otro que el
de su posible ilumínismo elitista, que confunde las normas de convivencia
social con la circulación libre de la información para los expertos decisiones
de las políticas publicas. Es el supuesto "iluminista" el que
preocupa La idea de un "experimento en el vacío" (semejante al velo
de la ignorancia), que supone una situación ideal de habla, de diálogo libre de
prejuicios o en condiciones simétricas.
Porque el diálogo, en situación "ideal del habla", se
traduce, en realidad, en los diálogos corporativos. De los expertos, de los
afines, de los que se mueven bajo el mismo tótem o en la misma relación
endogámica (lo noción misma de comunidades científicas puede terminar apuntando
en esta dirección). En estas posturas, tiende a sustituirse, en la ciudadanía,
la noción de norma de convivencia con la de regla pragmática del discurso.
Pero, ¿por qué imaginar
que la libre argumentación racional, que define la ciudadanía, es sólo una
situación ideal del habla, con los riesgos iluministas que ésto acarrea? ¿Por
qué no hacerse cargo de una ciudadanía que puede definirse también en una
comunidad real, de intérpretes críticos? Porque, de lo contrario, ¿cómo hacerse
cargo de los códigos de clase, de las subjetividades construidas desde estas
prácticas sociales discursivas, segmentadas, fragmentadas, y legitimadoras de
injusticias.
Si no se plantea que la ciudadanía tiene que ver con las palabras
reales, con las posibilidades de criticarlas efectivamente, con la educación,
que permita entender el uso clasista del discurso y el control simbólico
del "diálogo" pretendidamente racional no se logrará una convivencia justa.
El ciudadano es quien entiende que no basta justificar el consenso
negociado solamente por su "rentabilidad" para los negociadores, es
necesario, prioritariamente, legitimarlo racionalmente. Pero eso implica que el
ciudadano es quien entiende, también, que está constituido como tal desde
prácticas sociales discursivas claramente disimétricas, y que, por lo mismo que
lo sabe, las puede criticar y modificar.
Es decir, ni mera negociación pragmática, ni mero diálogo argumentativo
porque hay mediaciones, en la ciudadanía real, que producen hábitos y matrices
culturales, que condicionan la recepción de la palabra de los otros, y obligan
a plantear la legitimidad de los consensos alcanzados. Y esto significa que
las normas de la convivencia deben ser algo más que meras negociaciones
pragmáticas o argumentos racionales, deben ser instituciones sociales que
garanticen efectivamente una convivencia justa.
4. Utopías en retirada y convivencias desoladas
En el momento actual, el bienestar, los beneficios sociales, la
posibilidad del acceso a la educación, la salud, la justicia, la riqueza,
parecen francamente en retirada. Naturalmente, y no es poco eso, en los países
que lo gozaron. Porque buena parte del planeta jamás conoció algo así como un
estado de bienestar.
En muchos lugares, y como consecuencia
de la retirada de las utopías, el principio aparece como el de un liberalismo
"republicano" que busca redefinir las tradiciones históricas, como
una nostalgia de los valores individuales que fundamentaban las naciones
modernas. Para otros, y en esos mismos lugares, lo que aparece es la nostalgia
del "estado de bienestar", es decir, el que asegura el gozo y los
beneficios de la riqueza social para todos (los de esos pueblos desarrollados).
La convivencia ha quedado cada vez más
desolada, justamente porque cada vez más privatizada. La seguridad social no
depende ya de lo público, depende de quienes -vía mercado- puedan acceder a las
ofertas competitivas.
EI estado es, en realidad, de malestar. Malestar en
la política, malestar en la convivencia, malestar en la ciudadanía.
Los movimientos sociales, que
intentan reunir identidades, como poder que lucha por la no-discriminación; la
democracia, como estilo de vida, que intenta comprenderse desde la justicia
como principio de equidad; la libre comunicación, como ideal
contrafáctico de libertad, igualdad y fraternidad; y la misma idea de un estado
de bienestar, son, realmente, intentos de redefinir la ciudadanía
críticamente, frente a la mera apelación a los valores individuales (lo que
solemos llamar el neo-conservadurismo). Pero es necesario insistir en la
tarea utópica de cambiar el modelo y no sólo hacerlo
"gobernable" y "de "bienestar". Se trata de revisar
críticamente los costos de malestar en otros pueblos, para que algunos tengan
bienestar, o de exclusión de muchos para que algunos pocos queden incluidos.
Es necesario trabajar por una educación en la ciudadanía democrática,
más allá de la mera lectura individualista y corporativa, pero sin resignar el
cambio utópico del modelo de relaciones sociales básicas, mediadas por la
producción y el control simbólico, que impiden -por definición- todo intento de
definir la ciudadanía por la convivencia justa. La justicia es un principio
normativo de equidad, sin duda, pero es también una experiencia fundante de
vida, o, mejor, de convivencia.
Es tan difícil enseñar ciudadanía sin utopías como enseñar ética sin
confianza en la palabra. Porque la convivencia está desolada cuando no se
siente trabajando por una sociedad mejor y gozando con otros en esa
construcción.
5. El debate político
contemporáneo
En el debate actual aparecen ciertas líneas
divisorias. Como en el caso de la ética, también en la política hay quienes
piensan en la imposibilidad escéptica de una fundamentación racional y
normativa, y su reducción a un mero pragmatismo de negociaciones eficaces. Pero
entre quienes creen en la posibilidad de un debate racional se plantean, por lo
menos, dos opciones.
Hay quienes insisten en la idea de un
neocontractualismo, el derecho natural del liberalismo nórdico, y la necesidad
de entender la ciudadanía desde las ideas de libertad e igualdad. Hay quienes,
insisten, en cambio, en la idea de un neocomunitarismo, el derecho natural del
conservadurismo nórdico, y la necesidad de entender la ciudadanía desde las
ideas de los valores trascendentes, fundantes del respeto a la libertad, que están
en las fuentes o tradiciones originales del liberalismo moderno.
Frente a las dificultades de fundamentación de la
ciudadanía, parece triunfar un marcado escepticismo político, un lento meterse
dentro de la propia individualidad y de las relaciones mínimas.
Por eso, en el débale es necesario incluir algunas cuestiones. No hay
ciudadanía posible, con exclusión social, no sólo de individuos en una nación,
sino también de pueblos en la globalización. No hay ciudadanía posible con
rechazo del carácter fundante de la solidaridad. Es la solidaridad de la
condición humana la que puede fundar un orden social "tolerante", o,
mejor dicho, reconocedor de las diferencias y capaz de crear un espacio
público, no sólo para no molestarnos en nuestras identidades, sino, y sobre
todo, para compartir la identidad común, la que nos hace definirnos como
"nosotros", los hombres.
La ciudadanía tiene que ser democrática (es decir, permitir el
consenso superpuesto, como diría Rawls). Pero que quede también claro: la ciudadanía tiene que ser justa, es
decir, expresar la solidaridad que nos define.
No basta un concepto negativo de ciudadanía, defendiendo la democracia como límite a los
totalitarismos de cualquier signo, sea apelando a un contrato original, bajo el
velo de la ignorancia, sea apelando a una tradición histórica fundadora. Es necesario construir
una ciudadanía positiva, pero
para esto es preciso reformular las relaciones de producción, las relaciones de
educación y de comunicación.
Se trata de aprender a ser ciudadanos en
situaciones reales de convivencia
desolada, sea por la pobreza y la exclusión de siempre, sea por el bienestar
recientemente perdido (quienes alguna vez lo tuvieron). No se trata de aprender a ser ciudadano
solamente en situaciones "ideales" de habla, con diálogos simétricos,
generando pequeños micro-climas
democráticos. Se trata de ser buen ciudadano sabiendo argumentar racionalmente, pero en situaciones
reales, de discurso fragmentado y
segmentado.
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