domingo, 1 de julio de 2012

LAS ORGANIZACIONES EDUCATIVAS: ENCRUCIJADAS DE CONFLICTOS


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Kikirikí, Revista del Movimiento de Cooperación Educativa nº 55/56 (págs. 97-102), 2000
LAS ORGANIZACIONES EDUCATIVAS: ENCRUCIJADAS DE CONFLICTOS
Francisco Beltrán Llavador
Universidad de Valencia
Resumen
El presente artículo pretende ser un ejercicio de elucidación de lo afirmado en su título según el cual todo centro escolar es, desde el punto de vista organizativo, un terreno de conflictos. La tarea se aborda bajo la forma de preguntas simples en torno a los lugares organizativos en que se inscriben los desacuerdos y breves respuestas que tienen como núcleos a las relaciones entre lo organizado y lo organizante; la tensión inherente a la tarea educativa; la implicación pública de lo escolar; las dimensiones estructural, cultural y comunicativa o el poder en la organización. Como conclusión se muestra que es precisamente esa condición conflictiva de las organizaciones escolares la que hace posible una educación más democrática.
Introducción: Organización y conflicto.
El término organización tiene significado de orden; remite a un fragmento del espacio, del tiempo o de las tareas sometido a una cierta disposición y secuencia. Un segundo significado se refiere a la conjunción de ideas y actuaciones para lograr ese determinado propósito. Esto se traduce en una cierta polisemia, ya que el concepto nombra estructura o proceso y también continente o contenido, determinante de la acción o de sus resultados. Por lo general, en el uso científico o profesional se enfatiza el valor sustantivo del término ignorando su otro significado, lo cual nos impide reparar en las posibilidades de asumir una posición de agentes en la conformación organizativa, pues lo que el segundo de los usos pone de manifiesto es que las organizaciones no son entes naturales ni lugares ya prefigurados por los que se transita; se trata, por el contrario, de artefactos humanos, resultados siempre provisionales de la construcción de un orden que, recíprocamente, estructurará a su vez las acciones individuales y colectivas de sus propios agentes.
Cabe hacer, también, una pequeña introducción al término conflicto, cuyo significado literal es el de lucha o pelea, pero que por lo general se utiliza en sentido figurado para referirse a los desacuerdos. Otra acepción, impropia y sin embargo frecuente, apunta a tendencias contradictorias, a la dificultad de decidir qué hacer o a la imposibilidad de hacer aquello que debería ser hecho. La expresión “conflicto en las organizaciones” conduce a suponer que toda organización es, en principio, extraña a los conflictos, lo que, en consecuencia, conduce a atribuir a éstos un carácter amenazante, desequilibrador de la supuesta estabilidad y solidez organizativa. A efectos prácticos esto supone seguir viendo en el conflicto una especie de enfermedad de las organizaciones cuya emergencia se debe impedir. El modo de actuar a que conduce esa creencia es un intento persistente, aunque
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siempre infructuoso, de reducir cada conflicto hasta hacerlo desaparecer consiguiendo así el retorno a la situación original. Por contra, una interpretación más ajustada al significado de organización da a entender que en éstas, por su propio carácter, siempre habrá contradicciones, desacuerdos o disputas en relación con la posibilidad de aquello que se disponga hacer o con los medios empleados. Reconocer y aceptar que el conflicto es un aspecto constitutivo de las organizaciones nos predispondrá a asumir mayor protagonismo, a rearmarnos política y profesionalmente. El conflicto organizativo debe, pues, ser des-negativizado.
Como lo dicho para la organización en general afecta también a la particularidad de las organizaciones escolares, que son el centro de nuestro interés, cabe preguntarse ¿de qué están hechas las organizaciones para que sea inevitable que surjan peleas en su seno? ¿dónde se inscriben los desacuerdos? en último extremo, ¿qué es eso que se supone debería ser hecho y sin embargo resulta difícil decidir o imposible hacer? Todas estas cuestiones remiten, en nuestro caso, a preguntarnos en qué medida son las propias peculiaridades organizativas de los centros de enseñanza las que explicarían sus conflictos y qué posición debemos adoptar, en tanto que agentes, para poder enfrentarlos. El enunciado de estas preguntas ya confirma la tesis de partida del presente texto, indicada en su título, según la cual la organización escolar no es otra cosa que una encrucijada de conflictos. Una segunda tesis, cuyo desarrollo procuraré al menos esbozar, es que esa condición conflictiva de las organizaciones escolares es, precisamente, la que hace posible la educación y, dependiendo de cómo nos situemos frente a los conflictos, posibilita también que la propia organización escolar y la educación sean más democráticas.
En definitiva, el tratamiento de los conflictos organizativos en los centros escolares ha de consistir, antes que cualquier otra respuesta, en la tarea teórica de aclararlos explicándolos (elucidarlos), y ello como condición sin la cual nos resultará imposible adoptar plenamente una posición de agentes educativos. Como muestra de esa tarea de elucidación procuraré dar una breve respuesta a cada una de las preguntas formuladas a fin de contribuir a clarificar la maraña de conflictos en que consisten las organizaciones educativas. El texto que sigue está construido, deliberadamente, de forma que la respuesta a cada una de las preguntas incorpora elementos definidos en las anteriores respuestas; de ese modo pretendo mostrar que para el tratamiento de las complejas cuestiones organizativas se ha de renunciar a las falsas simplicidad y fragmentación a que tan mal acostumbrados nos tiene cierta literatura de corte tecnologista.
1.- Se ha afirmado, sin llegar a argumentarlo, que el conflicto no se introduce en la organización sino que emerge de ella, que es la organización misma la que resulta conflictiva. ¿Por qué es esto así? ¿de qué están hechas las organizaciones para que siempre surjan conflictos? Resulta fundamental comprender en primer lugar que la dimensión material de las organizaciones no consiste, como pudiera pensarse, en personas y objetos, sino en relaciones. Las personas o los objetos de una organización pueden cambiar; cuando unas desaparecen dando paso a otras, lo que subsiste del edificio organizativo son las relaciones cristalizadas y codificadas que presiden las actuaciones de sus miembros con
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independencia de quiénes sean éstos; eso es precisamente lo que le presta una relativa estabilidad y permanencia a las organizaciones. Ese tipo de relaciones, tan firmes que se mantienen más allá de aquellos a quienes afectan, se ven, sin embargo e inevitablemente, complementadas y modificadas por las personas quienes, con su mera copresencia, tejen en torno a ellas otro tipo de relaciones que, a diferencia de las anteriores, se resisten a toda codificación; su formalización, caso de ocurrir, generaría nuevas reacciones, de antemano imprevisibles, entre los sujetos de la organización.
De ahí que podamos hablar de lo organizado y organizante, que son dos aspectos presentes siempre de manera simultánea en toda organización. Lo organizado consiste en la codificación de reglas y relaciones, la trama en la cual nos insertamos cuando nos vinculamos a la organización; lo organizante es la capacidad propia de cada uno de nosotros para vivir de modo peculiar en ese marco y, por lo tanto, para deformarlo (y reformarlo) hasta cierto punto. Esta dinámica organizante explica que la organización se vea ininterrumpidamente sometida a cambios protagonizados por los actores, aún sin ser éstos, la mayor parte de las veces, conscientes de su papel agente ni de la dirección que imprimen a tales cambios. El conflicto es inherente a las organizaciones porque éstas no son construcciones ajenas a los que las recrean y dan vida. Si las organizaciones sirven para algo, la decisión de qué sea ese algo y cómo lograrlo no es ajena a quienes son, ellos mismos, la organización.
2.- ¿Qué peculiaridades de las organizaciones escolares explican sus conflictos? Aunque son varios los elementos diferenciales, sin embargo a efectos del tema que nos ocupa nos centraremos en uno básicamente. A diferencia de algunas otras organizaciones, en especial las productivistas, que casi se han impuesto como modelo universal de formas organizativas, las escolares no tienen claramente precisadas sus metas; por el contrario, éstas son múltiples, imprecisas o ambiguas y contradictorias. No puede ser de otro modo puesto que la educación, que sería la meta en la que prácticamente todos coincidiríamos, es un término tan amplio que puede albergar muchas formas posibles de operativizarlo. Cuanto más se pretenda concretar en qué se traduce eso de la educación más fácil será que vayan surgiendo desacuerdos. Por eso puede decirse que este término es ideológico sin que haya en la afirmación ningún matiz peyorativo; lo es en el sentido que remite a una serie de creencias fundamentales que no siempre son racionalizadas o racionalizables. Pero la ideología es algo más, porque actuamos de acuerdo a esas creencias y por tanto la ideología se muestra también en consecuencias operativas. Como cualquier forma de abordar materialmente la educación está poniendo de manifiesto esas creencias, la tarea educativa es siempre ideológica.
Eso de por sí no sería negativo si no fuera porque, para construir con cierta solidez los fundamentos que permitirán a los alumnos abordar la vida adulta, los centros escolares deben llegar a ciertos acuerdos sobre procedimientos que, recordemos, como están ideologizados remiten a su vez a principios o creencias básicas distintas. Dicho de otra forma, el funcionamiento organizativo de las escuelas radica básicamente en el intento permanente de resolver las contradicciones que se derivan de la ambigüedad de sus metas,
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siendo éste un proceso que más tarde identificaremos, precisamente, con la construcción de la democracia organizativa. Conviene insistir en que este peculiar carácter de las metas en las organizaciones educativas no es un déficit ni una incorrección; se trata de una característica propia que las instala en una indeterminación sin la cual no sería posible el hecho educativo, que nunca podría cumplirse si las metas estuvieran tan definidas que sólo admitieran su cumplimiento en términos exactos, lo que daría como resultado una uniformidad excluyente de toda construcción subjetiva. Por contra, el encargo realizado a las organizaciones educativas, y asumido por ellas, es hacer a los individuos capaces de disentir, de asumir un protagonismo enriquecedor de la vida colectiva.
Las organizaciones escolares nacen de un peculiar encargo para cumplir el cual tienen que incorporar (en el sentido más literal de hacer parte de su cuerpo) ciertas tensiones y contradicciones básicas. Así pues, el conflicto no sucede a la constitución de la organización escolar sino que la acompaña y se encarna en la misma. Por extensión podríamos decir que es precisamente también el conflicto el que dará sentido educativo al trabajo en las organizaciones escolares.
3.- ¿Por qué se lucha en las organizaciones? Recordemos que la capacidad organizante de los miembros de las organizaciones se traduce, también en la pugna por definir y precisar con sus propias acciones la ambigüedad de las intenciones educativas; pero esa tendencia organizante se encuentra con el obstáculo de lo organizado, materializado en la dimensión estructural que es la que está integrada por relaciones que son más firmes y estables porque se soportan sobre una base normativa, a diferencia de las relaciones que forman la dimensión cultural, más fluidas, heterogéneas y resistentes a la formalización. Ahora podemos añadir que todo conflicto es un asunto de límites, de asignaciones entre y dentro de cada una de las dimensiones, estructural y cultural, de las organizaciones. Esas asignaciones se refieren a recursos (educativos), materiales, espacios, tiempos, estatus, etc. pero también a oportunidades laborales futuras, capacidad de decidir respecto a los contenidos de la enseñanza, etc. y quienes las reivindican son los públicos de la educación.
Un público puede definirse, al decir de John Dewey, como el conjunto de aquellos que resultan indirectamente afectados por las consecuencias de la acción de terceros. En este sentido, el o los públicos escolares va más allá de alumnos y padres, estando integrado por todos aquellos sobre los que recaen las consecuencias de la acción institucional de las organizaciones educativas; estos sectores, cada vez mayores debido a la extensión y el impacto de la escolaridad, son los potenciales públicos emergentes a quienes, para constituirse como tales, les falta tan sólo que los individuos que los integran reconozcan su identidad colectiva y se articulen entre sí. Una vez cumplido ese paso cada público reivindicará la aplicación de otros criterios de distribución que se superponen y entrecruzan, entre sí y con los preexistentes, debido a que los nuevos públicos son numerosos. Pero tales criterios son distintos no sólo porque están formulados por públicos diferentes, sino también, y sobre todo, han de serlo en razón de lo que Michael Walzer llama las diferentes esferas de la justicia distributiva afectadas, particularmente la privada y la pública.
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Todo esto se comprenderá muy bien si pensamos en desempleados, inmigrantes, organizaciones no gubernamentales, mujeres, trabajadores, empresarios, etc. como nuevos públicos y si a ello añadimos los diferentes criterios que presiden la distribución en las esferas de la educación, la salud, el trabajo, la paz, los bienes materiales, el ocio, etc. Ahora bien, para cada una de esas esferas existen instituciones de distinto rango, extensión y naturaleza cuyas lógicas difieren en los criterios de orden utilizados; todos ellos se entrecruzan en la organización escolar si bien basta la presencia simultánea de dos de estos órdenes para que emerjan conflictos.
Existen diferentes lógicas que rigen la distribución y confluyen, sin límites precisados (ni precisables) en las organizaciones escolares. El mínimo de estas lógicas queda nombrado al hablar de la laboral, administrativa, institucional, social, educativa, etc. En las organizaciones se lucha por redelimitar unas y otras esferas y por redefinir los criterios de justicia distributiva que deben presidir las asignaciones.
4.- ¿Dónde se inscriben los desacuerdos? Como ya se ha visto, los conflictos no son sólo relativos a las metas sino que en buena medida emergen de las relaciones que se entretejen como parte de la vida en común, debido a las diferentes posiciones ideológicas de los agentes y a los derechos reivindicados por los diferentes públicos. Pero como aquello que nos posibilita una vida en común es la existencia del lenguaje, es en la comunicación en el seno de las organizaciones donde se ponen mejor de manifiesto tanto los acuerdos como los desacuerdos. La propia comunicación es siempre producto de algún desacuerdo y pretender que pueda no ser conflictiva implica banalizar sus contenidos, hacer que los vehículos lingüísticos pierdan significación (¿qué sentido tendría comunicarse si todos los que intervienen supieran exactamente las mismas cosas y las definieran en los mismos términos?); toda comunicación que se pretenda ajena al conflicto ignora que tanto los significantes como los significados sufren en su uso ciertas transformaciones que las conducen a un progresivo distanciamiento.
La estructura organizativa materializa un orden primario o principal; la comunicación representa otro sistema de orden, secundario respecto al principal, cuyos criterios formales están incorporados en las reglas organizativas. Resulta impensable que las organizaciones estén dotadas de una estructura tal que impida la comunicación; pero sí puede ocurrir, y ocurre de hecho, que esa estructura condicione las posibilidades de la comunicación en su interior y con otros públicos, organizaciones o instituciones sociales. Desde este punto de vista, el conflicto está asociado a la dimensión estructural de la organización. Pero, puesto que existe también una comunicación informal asociada a las diferencias puestas de manifiesto por la mera copresencia de los agentes organizativos, hay que concluir que el conflicto, además de ser un asunto relativo a los códigos normativos, es también inherente a la expresión de las diferencias, quedando así vinculado, adicionalmente, a la dimensión cultural.
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El conflicto, los desacuerdos, se inscriben en la trama tejida entre las dimensiones estructural y cultural de las organizaciones; en los intentos normativos, siempre infructuosos, de reducir ciertas diferencias y en los intentos culturales, siempre frustrantes, de que se reconozcan y acepten esas diferencias. Principalmente lo que se pone de manifiesto a través de la comunicación es la imposibilidad de un orden absoluto.
5.- ¿Qué es eso que se supone debería ser hecho y sin embargo resulta difícil decidir o imposible hacer? El proceso organizativo no se origina en un primer impulso estructural o normativo al que seguiría un prolongado movimiento inercial; se debe más bien a los enfrentamientos y tensiones a que da lugar la diferenciación cultural respecto a una estructura jerarquizada que intenta seguir manteniendo relaciones homogeneizadoras. Dicho de otra forma, la dinámica organizativa tiene como motor las acciones y reacciones organizantes de los agentes. Estos actores, cuya identidad profesional y laboral se ha forjado bajo las condiciones estructurales de la organización, se sienten amenazados cuando aprecian variaciones en los marcos normativos; por eso tienden a conservar sus propias posiciones o bien a incrementar sus cuotas de poder, para lo cual tratan de imponer al resto sus propias convicciones o decisiones.
Esta paradójica situación que, como la educación, tiene también que ver con el paso de la heteronomía (dependencia de la norma) a la autonomía (protagonismo en la elaboración de la norma), nos obliga a considerar dónde se encuentra, en las organizaciones escolares, la capacidad de acción y la de determinación de las acciones de los otros, a fin de devolver su auténtico sentido al hecho educativo y a las escuelas como uno de los lugares privilegiados de la educación. Esa posibilidad de definir o acotar el campo de las actuaciones de los otros es a lo que se llama poder. Toda organización, como trama compleja de relaciones, resulta especialmente sensible para albergar o promover el poder, que es él mismo una cierta forma de relación. Hay que desechar el extendido prejuicio según el cual el poder está en manos sólo de algunas personas; no cabe pensar que nadie, por sí solo, tenga o posea poder; de hecho el poder no debe ser tratado como un atributo personal sino como un producto de la organización colectiva, es decir, como un peculiar hecho relacional que se establece entre las personas bajo la forma de dominación/sumisión. Toda forma de poder es relativa a un campo de actuaciones y a toda forma de poder, le corresponde un contrapoder.
Lo particular de las organizaciones escolares es que éstas se fundan sobre una pretensión educativa o, si se prefiere y como ya dijimos, tienen a la educación como meta. La educación también es una relación, pero de una clase muy especial porque iniciándose desde una asimetría de poder tiende a reducir progresivamente esa diferencia; es decir, la educación se cumple en la medida en que se reduce el diferencial de poder entre los sujetos de la relación. Debido a la naturaleza del hecho educativo, las organizaciones escolares deberían orientarse a la redistribución de poder; un poder que, sin embargo, está siendo generado y mantenido por la propia forma organizativa y reforzado por una diferencia que es, precisamente, la que justifica la intervención educativa. Ahí está el conflicto, porque lo
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que resulta imposible hacer, lo que debe hacerse y nunca se acaba de poder en términos absolutos o en los términos en que todos quisieran, no es otra cosa que la educación misma.
6.- ¿Cómo, en tanto que agentes, abordar los conflictos organizativos? Hemos visto cómo la exclusión es un proceso central al conflicto y a la organización social del poder. Puesto que las exclusiones se materializan incorporándose en reglas y regulaciones, tanto el dictado de las normas como su interpretación se convierten en el objeto clave de las luchas por el poder. Las organizaciones escolares son las formas concretas en que, al presente, se desenvuelve la institución educativa de la sociedad, es decir, uno de los modos en que, según mostró Cornelius Castoriadis, la sociedad se instituye a sí misma. Aquello cuya presencia define el hecho institucional son las normas, luego la escuela, por ser parte de la institución educativa, funciona a base de reglas. De ahí que las organizaciones sean la resultante de ciertos conflictos externos a la vez que factor desencadenante de otros de orden interno.
En cierto modo, la sociedad al instituirse lo que hace es desplazar el conflicto social general y particularizarlo encauzándolo en el seno de las organizaciones. La institución educativa tiene, sin embargo y como en el caso anterior, la finalidad de limitar progresivamente cierto tipo de acciones y relaciones que operan ampliando el número de los excluidos y los criterios de la exclusión; su desafío, por lo tanto, es enfrentar y combatir la exclusión de más personas y la de más aspectos. La exclusión, por otra parte, actúa tanto sobre lo realizable como sobre lo pensable, estableciendo la licitud o no de los discursos y prácticas correspondientes a ciertos sectores o personas. Es simultáneamente en esos dos ámbitos, discursos y prácticas, en los que cabe emplazar el tratamiento del conflicto.
En relación al primero hay que hacer un esfuerzo por situarse en los márgenes y hasta en el exterior de los discursos instituidos a fin de poder decir lo indecible; algo que sólo será posible en la medida en que nos veamos forzados a nombrar nuevas prácticas que, en consecuencia, deben también ser iniciadas. El lugar por excelencia para esos intentos es aquel que corresponde a los espacios en los que se han nucleado esas formas de relación caracterizables como poder y a los mecanismos de su acrecentamiento. En las organizaciones existen al menos dos vías para incrementar el poder: la acumulación diferencial (se tiene más poder cuando el reparto o la distribución es desigual y a unos les corresponde una parte mayor que a los otros) y la dislocación (trasladar unas propiedades o cualidades propias de unos ámbitos a otros, por ejemplo la fuerza física, la autoridad, los conocimientos o habilidades, etc). La asignación desigual de espacios o materiales, pongamos por caso, permite que se genere una asimetría conducente a acumular poder; el uso de la autoridad administrativa para decisiones de orden educativo, o bien el uso de la autoridad profesional para negar o minimizar la voz de otros interlocutores, conduciría a lo mismo. Los lugares en los que se enquistan los nódulos de poder corresponden a esos espacios a cuyos ocupantes se permite la formulación unilateral de los criterios de la distribución.
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De manera muy esquemática, abordar el conflicto organizativo significa: 1º desnegativizarlo; 2º dilucidarlo; 3º utilizarlo para responder al encargo educativo; 4º identificar las lógicas cuya presencia simultánea lo genera; 5º sustituir la pretensión de un orden absoluto por la explicitación de los límites de las actuaciones y sus criterios; 6º asumir la educación como tarea que nos sitúa frente a una imposibilidad; 7º reducir las exclusiones; 8º cambiar los discursos y abordar nuevas prácticas; 9º disolver los núcleos de poder; 10º utilizarlo (el conflicto) para establecer o restaurar la democracia organizativa.
Organización escolar, conflicto y democracia.
Remitir la construcción de la democracia escolar a la naturaleza conflictiva de las organizaciones coloca al conflicto en un plano relevante sacándolo de su condición de resultado indeseado. Intentar priorizar uno de los términos de los pares consenso–conflicto, estructura–cultura, jerarquía–control, etc. es, por el contrario, permanecer dentro de la trampa tendida por un modelo mecanicista que considera al todo comprensible sólo mediante el análisis de sus partes cuya suma lo compondría. Si nos remitimos a la etimología del término política, relativo a la “polis”, como ámbito del ejercicio de la ciudadanía, de la pertenencia a una comunidad de libres e iguales, entonces el proceso de construcción organizativa es un proceso político. Las pretensiones de despolitización del orden escolar no son sino cantos de las sirenas tecnológicas.
Pero de algún modo tienen que haberse fundado los mínimos acuerdos a los que nos aferramos y en torno a los que nos agrupamos para dar una orientación y un sentido colectivo a nuestra tarea escolar. La clave está en que ese momento fundacional no debe hacernos pensar en un pasado mítico, sino que lo recreamos permanentemente: en cada uno de nuestros actos organizantes estamos reinventando la organización en la que nos proyectaremos insertando nuestras acciones; cada uno de esos momentos nos recrea en nuestra condición de libres e iguales o, por el contrario, nos inscribe en una relaciones en las que o bien forzamos las actuaciones del resto, dominándolos, o nos sometemos a la dominación de algún otro. Esta es la relación de poder que, en la medida en que no puede ser totalmente eliminada, debe ser cuanto menos enfrentada y desafiada. Eso, indudablemente, significa conflicto.
El conflicto puede verse, en consecuencia tanto como el resultado de un proceso de fundación de una comunidad de iguales como también en su carácter de inicio, de supuesto de partida para ese permanente ejercicio fundacional. Es ese proceso siempre renovado de reconstrucción de nuestras instituciones en lo que consiste la democracia organizativa. La democracia no es un resultado, no es una nueva estructura normativa, no es un régimen de gobierno, sino que es un procedimiento, es el conjunto de acciones que, como agentes de la organización, emprendemos para construir y hacer posible un espacio de libertad e igualdad en el que podamos compartir un sentido colectivo sin que eso implique renunciar a la expresión de nuestras diferencias. En este sentido la democracia se opone a cualquier acúmulo de poder puesto que el poder es una relación entre desiguales, fundada en la desigualdad y que la perpetúa. Resulta importante de modo particular en las instituciones
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escolares puesto que la educación sólo puede lograrse previo reconocimiento del derecho a manifestar el disenso; es más, la educación es el proceso que se encamina a posibilitar en todos los sujetos la expresión adecuada del disenso, lo que quiere decir que esto representa uno de los criterios últimos de su logro progresivo.
De ahí que se haya podido decir, como hizo Pietro Barcellona entre otros, que la democracia es inseparable del conflicto. Las decisiones tomadas democráticamente no disuelven el conflicto sino que lo redefinen, lo inscriben en nuevos parámetros, lo desplazan restringiéndolo o ampliándolo a otros ámbitos. Así debe ser, puesto que la absoluta disolución de cualquier conflicto sólo implicaría la desaparición de la capacidad de disentir, la uniformidad ideológica, el poder absoluto. Lo que la democracia inaugura es una forma del ejercicio de la política en la cual se reconoce la presencia del conflicto; según Chantal Mouffe, significa una renuncia expresa a cualquier otro modo de hacer política que pretendiera eliminarlo e imponer un nuevo orden mediante el recurso a la autoridad. Para que eso sea posible es preciso articular vías que tanto sirvan para expresar el disenso como para conservar y transmitir los consensos. Como Hannah Arendt acostumbraba recordar, la existencia del lenguaje ya pone de manifiesto que compartimos un mundo; el conflicto nos muestra la necesidad de seguir hablando para ampliar ese mundo compartido o los términos en que lo compartimos.
Se ha querido hacer del término conflicto una abstracción que nombrara el puro antagonismo, pero no es así; no existe el conflicto en abstracto sino conflictos plurales cada uno de los cuales es la forma concreta en que en ese momento particular, en esas circunstancias y para esas personas se produce crecimiento social, como sujetos sociales; la forma concreta en que recreamos un orden que nos cobijará y del que nos sentiremos protagonistas colectivos, reservándonos en consecuencia la capacidad para desafiarlo y reconstruirlo, también colectivamente. El conflicto no es un obstáculo al desarrollo democrático de la escuela, porque no siendo la democracia, en fin, otra cosa que un permanente proceso de abordaje de los conflictos, sin conflictos no hay posibilidad de construcción democrática. Así que, después de todo, somos afortunados de formar parte de una organización que, como la escolar, es una encrucijada de conflictos.
Valencia, junio 1999
Nota a propósito de una bibliografía ausente.- Me ha parecido innecesario construir este artículo usando cualquier otra referencia que no fuera la de unos pocos autores cuyas contribuciones han sido y siguen siendo, a mi juicio, ineludibles para asuntos como el que tratamos. Todos ellos son suficientemente conocidos, lo que hace innecesaria cualquier explicitación de los títulos de sus trabajos. En todo caso, las traducciones en castellano de P. Barcellona se encuentran editadas por Trotta y las que pueden conseguirse por aquí de Ch. Mouffe en Paidós; la principal obra de M. Walzer se encuentra en el F.C.E., aunque tiene también otras en Paidós, Alianza y Nueva Visión. Hay, desde luego, muchos más trabajos que nos pueden ayudar a seguir pensando en este asunto; pero las dimensiones de esta aportación no hacían pertinente incluirlos.

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